Bucaramanga en los años 70 // CECILIA VANEGAS Y LA LEGIÓN DE MARÍA (Memorias). [Capítulo VI FINAL]. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

 

 

Tal y como lo narré al principio de esta crónica, mi amiga Cecilia vivía en una casa grande ubicada al costado occidental de la carrera 14 entre las calles 42 y 43 y para llegar allá yo solamente tenía que abandonar mi casa y virar hacia el sur hasta alcanzar la cercana esquina del andén opuesto (aquella esquina que pronto se había vuelto punto obligado de referencia para los jóvenes del sector, la esquina emblemática en la que se cruzaban la carrera 11 y la calle 43 y donde se hallaba ubicado el Club de la Construcción, la modesta sede social donde tantas veces disfruté de noches mágicas de fiesta bailando al son de la orquesta Los Fascinantes, del maestro Francisco Adarme y sus hijos); solamente tenía que doblar esa esquina, digo, y comenzar a caminar hacia arriba, hacia el oriente, pasar frente a la casa donde vivía “el Loco Luis” —que, como sucede con todo loco, de loco no tenía nada—, y, pasos más arriba, frente a la de Lucila Sepúlveda, una de esas cantantes que jamás trascendieron, pero que, en cambio, les brindaron inolvidables horas de esparcimiento a sus seres queridos y a sus amistades cercanas (cantantes anónimos —hombres y mujeres— que fueron siempre, para mí, los mejores artistas que llegué a conocer en la vida), y, más adelante, transitando siempre por la acera opuesta a la de las dos casas que acabo de mencionar, pasar frente a la tienda esquinera donde una mañana encontraron muerto a Vicente, su joven propietario, un hombre atento y estimado por sus vecinos, quien en una mala hora —como solía llamar mi mamá por aquel entonces a los momentos de desgracia— había decidido darse un balazo en la sien sin que nadie supiera por qué; y, posteriormente, en la cuadra siguiente, pasar frente a la casa donde vivía el maestro Vicente Arenas Mantilla, poeta y cronista ocupante solitario de un pequeño apartamento que la familia Reyes le había segregado a su casa, desde antes de que Gustavo, cuando apenas sí redondeaba sus escasos trece años de vida, decidiera tomarse un veneno después de estrellar el carro ajeno que su papá tenía en el taller, decidiera tomárselo, digo, porque, según les dijo a los desconcertados parientes que llegaron a auxiliarlo, según se lo dijo, digo, mientras la palidez de su rostro se entremezclaba con sus lágrimas, “a los muertos no se los llevan para la cárcel”; y, ahí mismo, a esa misma altura de la cuadra, pasar frente a la tienda de doña Celia, la surtida tienda instalada al frente de los Reyes y en la que su dueña alquilaba los mejores cuentos de vaqueros y vendía los mejores dulces de cidra del mundo; para, finalmente, ya en la próxima esquina noroeste, la de la calle 43 con carrera 14, virar a la izquierda, caminar unos pasos sobre el mismo andén y llegar, ahí sí, a la puerta siempre abierta, penetrar al zaguán siempre penumbroso y tocar en el contraportón siempre cerrado de los Vanegas.

Ese mismo recorrido que tantas veces había hecho, lo repetí aquel atardecer de sábado porque sentía que era algo apenas lógico compartir con Cecilia las últimas noticias tristes de la Legión de María.

 

 

Hoy, tantos años después de aquellos años, tantos años después de aquellos albores amables y mágicos de los lejanos años 70, amables y mágicos a pesar de las adversidades porque a estas las matizaron mis sueños y los seres que entonces me quisieron; hoy, tantos años después de aquel despuntar de los distantes e irrepetibles años 70, cuando fui paciente del viejo Hospital San Juan de Dios y tuve la irrepetible oportunidad de conocer, no solo el humanismo refrescante de un joven médico cirujano de apellido Tejada, sino la bondad femenina encarnada en el brillo de los ojos oscuros de la doctora Lucila de Peña, la hermosa Enfermera Jefe que, aquella mañana en la que me dieron de alta, sonriendo con dulzura, me convenció de que yo, todo un joven lleno de vida, no podía pretender salir de allí, del salón de hombres, con rumbo hacia la calle, a bordo de esa silla de ruedas que le señalaba con el dedo mientras la miraba de reojo, pues tal implemento rodante, ese que veía ahí esperando un nuevo ocupante, solamente era “para los viejecitos”, no para un muchacho que, como yo, podía salir caminando y mostrando toda la felicidad del mundo por lo bien que estaba y por lo simpático que, según sus palabras de aliento, me veía luciendo mi piyama nueva; hoy, tantos años después de aquellos años, de aquellos albores de los años 70, cuando me acostaba en mi cama a escuchar durante horas y horas los discos prestados de Los Black Stars y sus jóvenes cantantes Gabriel Romero y Joe Rodríguez, y así me olvidaba de que acababa de pasar por un quirófano; hoy, tantos años después de aquellos años, de aquellos albores de los años 70, cuando, ya recuperado por completo de aquella experiencia hospitalaria imborrable —en cuyo desarrollo de varios días vi morir al paciente de la cama del frente en medio de la lucha desesperada del personal del hospital por salvarlo—, pasé en mi casa un posoperatorio feliz componiendo canciones bailables que nadie jamás bailaría, pero que yo sí disfrutaba plenamente mientras las hacía, quizás haciendo mía sin proponérmelo la radiante enseñanza de Rabindranath Tagore en su novela “Gora”, la enseñanza sabia de que la felicidad no hay que salir a buscarla afuera porque, al final, terminaremos descubriendo que siempre estuvo dentro de nosotros; hoy, tantos años después de aquellos años, de aquellos albores de los años 70, cuando “Los dos, el niño nuestro y la guitarra” era el acetato de larga duración, nuevecito y todavía reluciente, prensado por el sello disquero “Famoso” de Codiscos, que todavía yo no sabía cómo diablos, con qué plata había podido comprar en el almacén Sotorama, para poder escuchar a mis anchas —en esa misma vieja radiola sin marca que tantas veces nos había reparado el radiotécnico alemán José Hammersmith, allá en su taller de la carrera 33, donde también vivía, antes de que nos trasladáramos a la espaciosa y antigua casa de la carrera 11 con calle 42—, para poder escuchar, digo, las voces contestatarias de Pablus Gallinazo y Rosita; hoy, tantos años después de aquellos años, de aquellos albores de los años 70, cuando conocí el interior de la famosa Caseta Matecaña y bailé al son de la contagiante alegría de Rodolfo Aicardi y Los Hispanos, sintiéndome dueño del mundo porque había tenido con qué pagar la entrada y gracias a ello podía disfrutar, en esa noche de sábado y a plenitud, todo el jolgorio desbordante de “las ferias”, así en plural, de “las ferias” de Bucaramanga; hoy, tantos años después de aquellos años, de aquellos albores de los años 70, cuando cursaba el cuarto de bachillerato y el compañero Guillermo Camacho aseguraba que sería piloto de aviación y yo desde mi trinchera secreta del horóscopo, que escribía para el Diario del Oriente bajo el pseudónimo de “El profesor Cayenus”, le tomaba el pelo fungiendo de adivino sin serlo; hoy, tantos años después de aquellos años, de aquellos albores de los años 70, cuando, a las cinco en punto de la tarde los estudiantes del Instituto Tecnológico Santandereano escuchábamos el graznido de los pavos reales que los hermanos lasallistas mantenían entre los espaciosos jardines del colegio; hoy, tantos años después de aquellos años, de aquellos albores de los años 70, cuando aprendí a rasgar la guitarra y a oprimir sobre el diapasón únicamente las cuerdas necesarias para que sonaran las tónicas y las quintas de los tonos mayores de Re, Mi, Sol y La, y los menores de Re, Mi y La, y con esa precaria formación musical, y el apoyo logístico de un lápiz y un cuaderno rayado de cien hojas, me volví compositor de baladillas elementales y de una obviedad melódica palmaria; hoy, tantos años después de aquellos años, de aquellos albores de los años 70, digo, los recuerdos se difuminan por momentos y también por momentos se hacen más intensos, como si la memoria evocara unas cosas y otras prefiriera olvidarlas, acaso en ejercicio de una discrecionalidad protectora de la magia con la que uno quiere llamar al pasado para que acuda a brindarle esa felicidad que el presente por momentos dista tanto de ofrecerle.

No obstante, las añoranzas del atardecer de aquel sábado lejano alcanzan para verme en el zaguán de nuevo, frente al controportón de nuevo, tocando de nuevo e ingresando de nuevo a aquella sala de alfombra extendida sobre el piso y lámpara colgando desde el techo. Solo que en esta ocasión he entrado a esa casa instantes después de observar un inocultable titubeo de la persona que me acaba de abrir la puerta, en quien he percibido que, si me ha mandado seguir, ha sido únicamente porque la fuerza de la costumbre se ha impuesto en ella por encima de la duda.

 

 

Ya estoy sentado en la poltrona esperando a que llegue Cecilia y a que otra vez, igual que todas las veces, se siente en el sofá; y a que otra vez, igual que todas las veces, agarre con ambas manos el cojín y se lo ponga sobre su pecho; y a que otra vez, igual que todas las veces, empiece a platicar conmigo sobre las cosas de la vida, sobre nuestra juventud que avanza día tras día abriéndose paso a codazos por entre la tupida maraña de las adversidades, que parecieran conspirar en contra de nuestras ilusiones y de nuestros sueños. Y, por supuesto, a que otra vez, igual que todas las veces, empiece a platicar conmigo sobre la Legión de María.

Pero no, quien esta vez llega a la sala y me saluda no es Cecilia. Nunca más en esa sala habrá de saludarme Cecilia.

Más tarde habré de saber que ella tampoco siguió perteneciendo a la Legión de María, que primero dejó de asistir a una que otra reunión hasta que, finalmente, cualquier día decidió retirarse del todo.

 

 

Cuando Venecia era Venecia, los gondoleros remaban mientras iban tarareando un canto tradicional llamado “barcarola”. En el siglo XIX, Jacques Offenbach compuso la que habría de engalanar musicalmente su ópera “Los cuentos de Hoffman”. Richard Clayderman habría de grabarla con su piano y en la noche del sábado 27 de diciembre de 1980, una semana después de mi grado como abogado, yo habría de bailarla en el patio de nuestra vieja casa para celebrar con ese hermoso vals los 15 años de una de mis sobrinas. Una semana antes, en aquella noche del viernes 19 de diciembre de 1980, en la misma vieja casa familiar, vería por última vez a mi amiga Cecilia Vanegas, y hablaría con ella, y disfrutaría de su amistad, y de su charla y, desde luego, de su optimista sonrisa y de su risa de fiesta.

Muchos años después de aquellas dos inolvidables noches decembrinas —par de noches de sortilegio con las que cerré la década de los años 70 y encaré los comienzos emocionantes de una nueva década y de una nueva vida—, una hermosa película italiana, “La vida es bella”, de Roberto Benigni, reviviría de nuevo en mi corazón los compases de la “Barcarola” .

De alguna manera, sería algo así como una especie de cierre tardío de la que fue una época especial de mi existencia. Una época en la que tuve la fortuna de conocer, entre otros buenos amigos, a una persona sencilla y transparente que me brindó su amistad sin otro interés distinto al de brindármela. Una persona de alma limpia cuyo recuerdo quise embellecer con esta crónica. Una crónica, también sencilla como ella, con la que traté de rememorar, en la mejor forma posible y tomándola como referente principal, mi fugaz paso por la Legión de María. Crónica con la que, de igual manera, quise rendirles, así fuera tangencialmente, un tributo de aprecio a quienes, de una manera u otra, tuvieron que ver con aquella breve experiencia religiosa.

Todas fueron, a la postre, personas que, al igual que mi amiga de la carrera 14, sin proponérselo, seguramente sin siquiera saberlo, me llenaron aquel tiempo de inolvidables instantes cargados de optimismo, de bondad y de esperanza.

¡¡¡ Gracias, Cecilia !!!

 

 

¡Gracias por compartirla!
Esta entrada fue publicada en Blog. Guarda el enlace permanente.