La vida de Julieta Álvarez siguió adelante, inmersa en la tupida maraña de sus añoranzas y sus sueños imposibles, pero contagiada también, de tarde en tarde, con las ocasionales alegrías y la magia permanente de su entorno.
Fue un sábado de verano el día en que, por primera vez, se detuvo a escudriñar la figura familiar del hombre que se envejeció recostado en un poste. Creía conocerlo de memoria y podría jurar que pasó a su lado más de mil veces, pero sólo hasta esa tarde de calor interrumpió su andar garboso y sin rumbo fijo para examinarlo con atención. Le impresionó de verdad su rostro inmemorial y su tupido cabello de algodones, pero lo que más atrajo su curiosidad no fue eso, sino el blanco refulgente de sus pestañas y, sobre todo, las briznas de nieve que habían caído y continuaban cayendo desde el cielo sobre su cabeza de pesadumbre. En el lugar donde purgaba resignado aquella condena de desgracia que le impuso la vida como castigo por su odio visceral contra el valor supremo del trabajo, se precipitaban, en efecto, las nieves perpetuas desde siempre, pero la gente de la ciudad, anestesiada por los quehaceres diarios, ya no se fijaba en los milagros asombrosos de la naturaleza. Julieta Álvarez lo descubrió aquel cálido día y llegó a asociarlo, de una vez, a la etiología de su recurrente nostalgia.
– ¡Eh, avemaría! – exclamó –. De tanto ir y venir el mundo cada día, sobreviene una nevada encima de la ciudad y nadie se da cuenta.
Reflexionó, entonces, acerca de la atrofia colectiva de su pueblo y le pareció evidente de toda evidencia que la humanidad, o al menos esa que habitaba su entorno, la que constituía su gente cercana, por un imperativo categórico de la vida que ella no había escogido, ni nadie se lo había consultado en busca de su aprobación, ya no se conmovía ni aunque tuviera enfrente las más asombrosas maravillas. Embebida en sus reflexiones filosóficas, prosiguió, de todos modos, el camino, andando sin prisa hacia ninguna parte, y volvió a pasar, sin voltear a mirarla, por las consabidas razones de consideración que profesaba hacia ellas, frente a la mansión venida a menos de las señoritas Pilonieta, las mujeres más orgullosas de la ciudad entera, las mismas que solo le habían aportado a su tierra natal el tóxico veneno de sus odios viscerales y quienes, al igual que las restantes damas de alcurnia propagadoras de racismo, machismo, clasismo y chismes, nunca jamás habrían de volver a poner los pies sobre el piso y andarían todo el resto de su vida de infortunio y decadencia caminando por el aire, siempre a un metro del suelo, por obra y gracia de una pública y terrible maldición gitana.
Pero la mayor maravilla aún estaba por venir; ocurriría con el arribo a la ciudad de un hombrecito flaco, viejo e insignificante, que, sin embargo, sería capaz de transformar ese monótono mundo de apatía en uno cautivado, desde las fibras más hondas de su alma, por el sortilegio cautivador de sus graves semifusas.
Aquel día Julieta Álvarez había recaído en la depresión pertinaz a que la sometían sus recuerdos. No había querido cubrir la palidez de su rostro con maquillajes de artificio, sino que prefirió dejarlo intacto, limpio, sin rubores de mentiras, poniendo de manifiesto sin rodeos toda la desértica plenitud de su tristeza. No obstante, y a pesar suyo, se veía bella y digna. Puso a balancear la silla mecedora sin sentarse en ella, empujándola apenas con la mano, y no hizo nada por detener su vaivén de monotonía. Hasta que, unos instantes después, se descolgó del cuello el cartabón amarillo, aquel cartabón amarillo con el que hacía las rutinarias mediciones de modistería, y lo puso encima del cabezote de su máquina de coser, esa máquina Singer frente a la cual pasaba las horas cosiendo trajes e ilusiones, atravesó el patio, el inmenso patio engalanado con los nuevos helechos danzantes que días antes trajo del vivero en reemplazo de las anémonas jamás adquiridas a pesar de sus intenciones primeras, el mismo patio enorme donde seguían enseñoreándose los materos de siempre, abarrotados todos de uñas de danta que bailaban a los compases de la brisa, sobrepasó el contraportón, luego el zaguán, llegó a la puerta de la calle, salió de la casa dejando abierto el postigo, se encaminó hacia la esquina norte, llegó a ella, se detuvo, miró hacia arriba, al oriente, hacia aquel mismo levante desde donde provenían los vientos refrescantes de los cerros, y fue en ese momento cuando vio que se aproximaba, allá a lo lejos, bamboleándose de izquierda a derecha, como dando tumbos de borracho, la jeta descomunal de un instrumento enorme, un instrumento brillante que prácticamente venía trepado sobre la frágil humanidad de quien lo traía consigo, un hombre flaco y casi más chico que el gran aparato que cargaba, un alfeñique de cuento de hadas, un cuerpo ingrávido y frágil forrado en piel, seda blanca y paño azul.
Sí, un hombre pequeño y muy delgado apareció por el naciente y traía sobre su hombro diestro aquel coloso de metal color plateado, agredido por el rigor implacable de los tiempos. Cuando empezó a descender hacia la calle de la palmeras, fue el viejo propietario de la secular colchonería quien primero se lanzó a la tentativa de adivinar el nombre de su mastodonte silencioso.
–Es un helicón– dijo.
Pero no, no era un helicón. Este instrumento de metal, de grandes dimensiones, con un tubo de forma circular que permite colocarlo alrededor del cuerpo y apoyarlo sobre el hombro de quien lo toca, utilizado en las bandas militares, no le era extraño del todo, pues, aunque ajeno por completo, en lo personal, a los ajetreos de la música, su paso por las filas castrenses, hacía muchos años, le traía las oleadas de los recuerdos remotos, cuando, desde su puesto de recluta en formación, se arrobaba con el sonido grave del voluminoso aparato. Su confusión, más que por ignorancia en la materia o lejanía en los recuerdos, estuvo determinada por la deficiente corrección de su astigmatismo miópico.
–No es un helicón –apuntó enseguida, con la certeza con que lo hubiera asegurado el sargento viceprimero Pantaleón Rabia, director emérito de la banda militar, su vecina doña Cleotilde, la dama de las gardenias, que dejaba exhibidas sus flores al desgaire, en el antejardín exterior de su casa, impertérritas a los rigores abrasadores del sol de mediodía.
–¿Qué es, entonces, según usted, vecina?– le interrogó el colchonero.
–Parece más bien una tuba –anotó la dueña de la primavera.
–No, no es una tuba –contradijo, sin argumentos, el de los altares a Morfeo.
En ese momento se asomó a la puerta de la nevería el viejo heladero, la obsesión vespertina de los chicos de la escuela, que salían, en el enjambre uniformado de las seis, a devorar, como langostas, el contenido refrigerado de los congeladores blancos salpicados con manchas de óxido.
–No, no es una tuba –expresó, respaldando la postura del hombre de los colchones –. Yo conozco muy bien una tuba.
Y era cierto.
La tuba, instrumento de viento perteneciente al grupo de metal, grande, especie de bugle, con tesitura correspondiente a la del contrabajo, fabricada en cobre, de la familia de los bombardinos, había sido cercana a su vida, en los lejanos años mozos cuando su padre le alquiló un espacioso local esquinero, parte integrante de su casa, a quien tocaba tal instrumento en la banda del pueblo, y desde aquella ocasión remota, para sus tímpanos empezó a ser familiar la voz profunda del gran instrumento.
Sin embargo, se resistió con tozudez a darle la razón a su vecina:
–Pero no es un helicón –sostuvo, pasando ya a pontificar acerca de un tema que ignoraba por completo.
Y lo ignoraba, porque ser hijo del arrendador del de la tuba, no lo hacía perito en pentagramas. En puridad de verdad, su experiencia como intérprete de un instrumento, a duras penas se remontaba a sus épocas de estudiante, en el internado, durante las cuales en varias oportunidades le asignaron la precaria tarea artística de tocar la campana anunciando que llegaba la hora del recreo.
Aun así, tuvo agallas para decir lo que pensaba, con el último resuello de su orgullo:
–¡Es un fagot! –exclamó con fuerza, como si lo sacudiera la sorpresa de su descubrimiento.
Pero enseguida le surgió contradictor.
–No, no es un fagot –aseveró el boticario, quien también resultó parado en la puerta de la farmacia, atraído quizás por el presagio de la maravilla.
–Es un trombón –enseñó, con el error saliéndosele por la punta de la lengua.
–No. ¡Cómo se le ocurre, doctor! –protestó el de la nevería–. El trombón es totalmente distinto.
Y así prosiguió, con el creciente aumento del número de circunstantes, aquella discusión entre los vecinos de Julieta Álvarez, discordantes todos ellos en torno a la verdadera naturaleza del monumental instrumento de música. Cada uno terminó por proponer al azar un nombre diferente, denominaciones arbitrarias cuyo significado ignoraban por completo, pero que mencionaban en aquel galimatías sólo con el objeto de no quedarse atrás en la identificación que la vecindad completa trataba de hacer, y participar, en todo caso, de una discusión que ya había alterado inevitablemente por completo la tediosa parsimonia de aquel caluroso sábado cualquiera.
Ninguno atinó, empero, a dar el nombre preciso.
No era, como llegaron a sugerir, un dung chen, el enorme instrumento de los cultos budistas, que, por astronómico y pesado, requiere que lo carguen dos hombres mientras uno de ellos, al soplarlo, ejecuta su sonido de miedo, a veces incontrolable. Tampoco, un contrafagot ni un euphonium, y ni siquiera un sacabuche, con su campana en embudo. No se trataba de un serpentón, que tiene la singularidad de ser uno de los pocos instrumentos de metal fabricados en madera y, además, la particular característica de poseer la embocadura de una tuba, pero los agujeros de una flauta dulce. No era una trompa. Ni aun la larguísima trompa alpina o cuerno de los Alpes, por cuya campana emergen los llamados entre los pastores helvéticos a través de las montañas, ni presentaba, en su corpulencia de mastodonte, la abrazadera, la embocadura, el tubo y la campana de la trompa natural. Menos, desde luego, la trompeta de caracola de las orquestas prehistóricas, ni se le veía por ninguna parte la ligadura de lana de la trompeta natural. En fin, estaba visto ya que no era una tuba, con sus válvulas, su llave de desagüe, su embocadura, su tubo y su campana, pero concluyeron que ni siquiera estaban ante una tuba wagneriana, esa que emite el sonido intermedio entre la trompa y el trombón.
Fue Julieta Álvarez la persona que, al final, y cuando ya el circunstancial visitante del barrio avanzaba, meciendo su enormidad metálica, por entre la plenitud de las brisas que atravesaban a esa hora la calle de las palmeras, se atrevió a preguntárselo directamente a él.
–Perdoná, maestro –lo interrogó, fugándosele a su tristeza a través de la ventanita abierta de su sonrisa–. ¿Qué instrumento es ese?
A Julieta Álvarez lo que más le llamó la atención no fue, en sí misma, la denominación precisa del aparato de música, sino el contraste protuberante entre el sonido profundo y grave del gigantesco instrumento y la voz aflautada con la que el forastero le dio la respuesta. Primero, el extraño la miró a los ojos, como con muestras de aprecio, como dándole las gracias por haberle formulado la pregunta; luego miró de reojo el cobre pulido a punta de ceniza y lima agria, los remiendos de cera, los agujeros resellados con jabón de pino, todo el aparatoso instrumento musical brillado como un sol; enseguida puso sus labios en la embocadura y, entonces, le arrancó un ut profundo, grave y breve, que pareció emergido de la profundidad de la Tierra.
Fue después de ello cuando, finalmente, le suministró el nombre de aquel brontosaurio metálico acompañando la frase con una sonrisa tímida que le permitió exhibir con total amplitud sus incisivos de conejo:
–Es una bombarda.