Inmersa por lapsos largos en la esterilidad de la rutina diaria, la ciudad era, no obstante, sacudida en ocasiones por los huracanes de la novedad con hechos anecdóticos que por momentos la sacaban en forma abrupta de su prolongado adormecimiento.
Episodios como el del hombre que se volvió invisible por tomarse una cerveza contaminada o el del médico recién graduado que curaba a sus pacientes con un banjo y demostró, de una vez por todas, el infinito poder terapéutico y profiláctico de la música folclórica, o, en fin, el insólito y divulgado caso del niño que se volvió perro por morder a sus compañeros de clase, lograron el milagro de despertar por momentos a aquella gente aletargada por el cloroformo del tedio.
Mas no fueron esos los únicos sacudones a la inercia de la conciencia colectiva.
También lograron ese mismo prodigio, y con creces, el incendio de la Jabonería Roca, el fracasado intento del alcalde en ordenar el tráfico y frenar la creciente contaminación del aire poniendo a circular los carros nuevos por unas calles y los viejos por otras —proyecto duramente criticado porque propiciaba una inadmisible discriminación social—, la inundación de la ciudad a consecuencia de un aguacero que duró cuarenta días y cuarenta noches y obligó al cabildo a aprobar en sesión extraordinaria la importación de lanchas, y, por supuesto, el caso de Ícaro.
Personajes iban y venían, pero todos quedaban grabados para siempre en la memoria general: el hombre que vendía el elíxir de la eterna juventud envasado en botellas de miel de abejas; el afilador de tijeras y cuchillos que andaba y desandaba la ciudad por las mañanas con un viejo esmeril de manivela; el del algodón rosado de azúcar, que les tapaba a los niños la cara con su fantasía de viento y los convertía en extraterrestres de cabeza gigantesca; el vendedor callejero de gafas contra la miopía, la hipermetropía, el astigmatismo y la presbicia, que conquistaba, con sus desusadas antigüedades, la atención de los ancianos renuentes a operarse los ojos, quienes preferían, ante el cierre definitivo de las ópticas, medirse, una por una, aquellas antiparras arqueológicas hasta conseguir un par que les sirviera, y eran las más caras unas tan especiales que, al ponérselas, le evitaban a quien careciera de conos saludables en los ojos la condena a seguir viendo para siempre, como las gallinas, la vida en blanco y negro; la pomada milagrosa que restauraba esculturas, brillaba como nuevas las micas de los relojes de pulsera o restañaba heridas y laceraciones de la piel si tan solo era frotada sobre la zona del milagro con una lanilla, panola, bayetilla o dulceabrigo; el remedio contra la picadura de araña, el roce de lagartija, la mirada de envidioso, la cagada de mosca, el amor indeciso, la lotería esquiva, la pobreza reticente, el mal de ojo, la pecueca vergonzante, el aliento de dragón, los malos espíritus, las maldiciones gitanas, las patadas de caballo y hasta la impotencia sexual a toda prueba, incluidas las caricias, según las malas lenguas tormentosas, atribuidas a quien fue considerada por largos años, en las mancebías de la ciudad, como la reencarnación sin atributos histriónicos de una tal Brigitte Bardot.
Iban quedando para el recuerdo postrero las vivencias cotidianas de aquel lugar ignorado de la Tierra: la policía que correteaba a los muchachos a lo largo de un parque desierto sólo porque los sorprendía perturbando el orden público interno de la nación a balonazos; el sabio profesor de secundaria que sembraba el trigo y lo hacía germinar en una hora, pero todavía, pese a sus profundas investigaciones, no descubría por qué razón las espigas brotaban venenosas; el desesperado jefe de familia que se vio en la necesidad de empeñar en una prendería el derecho a la sonrisa y no tuvo jamás dinero para rescatarla; el escritor que enloqueció de hambre, luego de publicar una novela titulada “Bajo el sol de los trópicos”, pero la gente lo recordaba por su emotivo relato acerca del parroquiano que vendió la sombra; el perro con cuerpo de viaducto, poseedor de un inverosímil tronco que medía siete metros con ochenta centímetros y al atravesar la calle obligaba a la paralización del tráfico, hasta que los choferes citadinos, desesperados con tantos atascos, decidieron eliminar ese problema, se confabularon contra él, lo condenaron al destierro y, finalmente, lo sacaron de la ciudad y lo obligaron así a continuar llevando por el resto de sus días una vida perra; el espíritu errabundo del Caballero Andante, que, para asombro del orbe, seguía vigente a pesar de la inclemencia de los siglos; las ediciones postreras del amarilloso Almanaque Mundo, competidor local del rojizo Almanaque Bristol; el sabor inimitable de los turrones que Cosmopolita, un sansón calvo y envejecido, distribuía personalmente en el estadio de balompié, y en cuya etiqueta se leían los ingredientes de su fórmula, entre los que sobresalía uno que nadie pudo conseguir jamás en parte alguna y terminó por volver imposible la imitación: “el toque personal de Cosmopolita”; la jeringonza musicalizada de Mimimota, quien hasta el fin de los días nunca pudo quejarse de falta de auditorio; y la historia inverosímil, pero cierta, comprobadamente cierta, de los cinco hermanos que nacieron con la particularidad de padecer la privación de un sentido diferente cada uno: al mayor le faltaba la vista, sufría de ceguera y era, por tanto, ciego; al siguiente, le faltaba el oído, padecía de sordera y era, por ende, sordo; pero al tercero, al cuarto y al quinto les faltaban el olfato, el gusto y el tacto, respectivamente, y, entonces, el pueblo entero se aplicó con devoción a consultar en cuanta enciclopedia tuvieran a su disposición con la ansiedad de saber cómo diablos se llamaban esos defectos sensoriales, pues la vecindad no hallaba de qué modo denominar a aquellos seres golpeados por tan peculiar infortunio.
Julieta Álvarez fue la primera que encontró, no en enciclopedia alguna, sino hurgando en los escondrijos de su memoria, las respuestas que todos indagaban con desespero y ninguna biblioteca pareció dispuesta a suministrarles para calmar aquella sed cognoscitiva generada por sus arrebatos de curiosidad. La multitud, congregada frente a su puerta, con el telón de fondo de sus hermosas y reverdecidas uñas de danta, se preparó a escuchar, pues, de los labios de la brillante y atractiva dama, la solución al acertijo.
Pero Julieta Álvarez no dio las respuestas de inmediato. Optó, mejor, por repasar lo que todos ya sabían, según explicó, no con el propósito, inoportuno en aquellos instantes de tensión, de dilatar la contestación anhelada y agigantar así el espectro de la curiosidad insatisfecha, sino por razones didácticas, a fin de ubicar al expectante auditorio en el contexto del tema.
–Como todos ustedes saben desde siempre –expuso– el ser humano a quien le falta el sentido de la vista sufre de ceguera y se le llama ciego. ¿Cierto?
–Cierto –respondieron, en un coro destemplado, los observadores.
–Y quien carece del sentido del oído sufre de sordera y se le llama sordo. ¿Cierto?
–Cierto –contestaron al unísono los presentes, embelesados, más con la hermosa mirada y el donaire de aquella joven vecina, modista y caminante, que con lo arrobadora que pudiera resultar para ellos una enseñanza que ya no les era extraña, pues incluso en las Escrituras Sagradas se relataba cómo la Encarnación del Hacedor, en su fugaz paso por el mundo, había curado a ciegos y a sordos, pero ningún otro sentido se mencionaba, y, precisamente rememorar aquello les acrecentaba las ansias de saber las respuestas, mas no las del repaso que la ocasional expositora estimaba pertinente y saludable y ellos un prolegómeno innecesario y, antes bien, generador de mayor incertidumbre.
Julieta Álvarez, con la sonrisa de picardía que le iluminaba el rostro y disipaba de inmediato la niebla perturbadora de su recurrente melancolía, repasó con la mirada las caras tensas de sus vecinos y pensó en lo satisfactorio que resulta el conocimiento cuando se le anhela como lo que es, vale decir, el alimento espiritual de la vida, que nos nutre y fortalece el alma.
–Mas no es eso lo que ustedes desean saber en este momento, ni se reunieron aquí, frente a la puerta de mi casa, para que yo les volviera a decir lo que de sobra saben desde niños.
En ese instante, una voz emergió de entre la multitud congregada frente a la vivienda.
–Yo soy ciego, señora. Pasaba por aquí y me llamó la atención el tumulto. El sentido de la vista es la luz de la vida. Ninguno de ustedes se imagina lo terrible que resulta vivir condenado a las tinieblas para siempre. Pero uno dice: el sentido más importante es la vista. Y no es cierto. Todos son importantes. No sé qué sería de mí sin oído y sin tacto. A propósito: ¿cómo se llama la falta de este último sentido?
El ciego sonrió y dejó de hablar. Llamó la atención, no sólo a Julieta Álvarez, sino a todos los presentes, aquella respuesta de alegría frente a la dureza de la adversidad. Pensó en tantas personas quejándose de su infortunio y con plena capacidad visual para captar el discurso de la vida, y concluyó que el mundo se encontraba atiborrado de ingratos. Entonces dio las respuestas, una tras otra, casi sin darles tiempo a los que trataban de garrapatear las exóticas palabras sobre el papel que tenían a la mano:
–El ser humano al cual le falta el sentido del olfato padece de anosmia y se le llama anósmico. El que se halla privado del sentido del gusto sufre de ageusia y se le llama agéusico. Y quien carece del sentido del tacto está afectado de anafia y se le llama anáfico.
Julieta Álvarez nunca olvidaría jamás la figura de aquel niño, su rostro pálido, su pelo negro ensortijado, abundante y en desorden, su cuerpo flaco y su mirada inquieta. Quizás fue por lo absurda que era la pregunta:
–¿Y cómo se llama la persona a quien le hacen falta todos los cinco sentidos?
Julieta sonrió, pensando que se trataba de un chiste del rapaz.
Pero el pequeño no bromeaba. Levantó en vilo el periódico del día, se acercó a Julieta Álvarez y se lo entregó en la mano.
–Acaban de descubrir dónde vive – comentó el escolar.
Julieta leyó en silencio. Alzó los ojos de nuevo y ya no vio al niño.
La caterva se dispersó cabizbaja.
Ese mismo día, la noticia, que nadie leyó en un principio, se convirtió en el tema obligado de todas las tertulias.
Fue tanto el gentío que se armó alrededor de la casa de aquel desgraciado, que el ayuntamiento no tuvo otro remedio diferente al de ordenar el envío de un piquete de tropas para que acordonaran el lugar e impusieran el orden.
La noticia le dio la vuelta al mundo.
Los cinco hermanos que hasta ese día se sentían los seres más desdichados de la Tierra rectificaron su actitud por completo.
Hasta los más infelices, los más vapuleados por el infortunio, admitieron que todo en la vida resulta relativo y que, en puridad de verdad, aquel ser anónimo sí llevaba realmente una vida sin sentido.