NOTA: Estas remembranzas forman parte de nuestro libro inédito ENTRE LA LIBERTAD DE EXPRESIÓN Y LA CENSURA (Columnas de opinión, informes especiales y memorias de un periodista anónimo).
“Si no estás conmigo, nada importa,
el vivir sin verte es morir;
si no estás conmigo hay tristeza
y la luz del sol no brilla igual.
Sin tu amor
los celos me consumen,
y el temor
no me deja dormir;
dime tú
qué hago, vida mía,
sin tu amor yo voy a enloquecer”.
Ya al filo de la medianoche, la voz de José Sanmiguel Hernández canturreando el bolero Celoso, con una afinación sorprendente, se esparcía en la soledad inmensa de la sala de redacción. Así, susurrando ésta y otras canciones románticas, con las gafas más abajo de los ojos, salvo aquella noche en que se le olvidó llevarlas y, mientras trataba de teclear a ciegas, a cada rato decía, muy molesto, que no veía letras, sino “chochas”, “meras chochas”, el menudo, veterano y hábil redactor judicial del Diario del Oriente me enseñó, sin proponérselo, qué es la nostalgia.
Rafael Bohórquez, cargando sobre sus hombros el peso agobiador de todo un día de trabajo, subía con las últimas tiras de prueba y ya no se devolvía de inmediato para el taller, como lo había estado haciendo a lo largo de la soporífera tarde, sino que se quedaba en la sala, esperando a que yo las revisara y señalara sobre ellas lo que hubiese por corregir, labor que yo interrumpía con uno que otro chiste viejo, de esos que todo el mundo se sabía de memoria, pero que a él lo hacían reír a carcajadas, sólo porque yo se los contaba y, según explicaba él, en razón a la forma particular como lo hacía, que le parecía especialmente graciosa: “Un tipo fornido iba caminando orondo por el parque Santander y pasó junto a un embolador. El lustrabotas, sin dejar de hacer su tarea, le silbó y le dijo: “Adiós, muralla”. Y el tipo fornido volvió a mirarlo y le dijo: “Ay, muralla no; dirás Mireya”.
Difícil imaginar un chiste más malo que ese. Sólo que yo, en aquellas noches de soledad, alumbradas por la tenue luz de las bombillas, lo contaba poniendo en el relato todo el histrionismo que me era posible desarrollar y Rafael Bohórquez literalmente lloraba de la risa. Pero lo que más hilaridad le producía era la forma como mi largo cabello, a la altura de los hombros, se me mecía en la parte posterior de la cabeza y del cuello mientras iba representando el caminado de aquel sujeto. Él decía que se asemejaba a la crin de un caballo al galope.
Habría de seguir diciendo lo mismo, al tiempo que restallaba en el aire su risa contagiosa, durante los años siguientes, cuando ni él ni yo trabajábamos ya en aquel matutino que los jóvenes bumangueses de hoy ni siquiera saben que existió. Y seguramente lo repitió hasta la noche aquella sin luna ni luceros en la que, al igual que lo había hecho su papá, el jefe de redacción del periódico, se acostó sobre su modesta cama y soportó el prematuro infarto y el arribo del adiós con una mirada de asombro y desconcierto.
Las fotografías en blanco y negro que nos tomó el reportero gráfico del periódico, Pastor Moreno, en aquella hoy desaparecida sala de redacción infortunadamente, las regalé. Se las regalé a dos de mis novias, a pesar de las protestas de mi mamá. Unas quedaron en poder de Sayonara Galindo Sierra, una joven de la que, finalmente, nunca supe si era cartagenera o veleña, y a quien conocí a finales de 1975 frente al teatro Cinema 2, una de las tres salas de cine en que terminó dividido el antiguo Teatro Santander, aparte de El Cid y Cinema 1. La conocí, digo, en momentos en que mi madre, mi hermano Jorge Hernando y yo hacíamos fila para ingresar a la película Tiburón. El libro, de Peter Benchley, adquirido por mi hermano en el Círculo de Lectores, yo lo había leído de pasta a pasta y por eso llegué al teatro creyendo que iba a ver una cinta cuyo final me sabía de memoria. Pero no fue así. En el libro muere un protagonista que en la cinta sobrevive.
Las otras fotos quedaron en poder de Luz Omaira Santaella, la joven que con amor y talento me confeccionó e instaló las cortinas de mi oficina de abogado pocas horas antes de su inolvidable inauguración.
Alguna vez le pregunté a Pastor Moreno si él conservaba esos rollos. “Yo no boto nada”, me dijo. “Por ahí deben estar. El problema es conseguirlos”.
No se lo he vuelto a preguntar porque no he vuelto a verlo y, mucho menos, a conversar con él acerca de aquella época. Sería un milagro que, en realidad, pudiera conseguirlos. La verdad sea dicha, lo dudo. Yo no sé nada de fotografía, ni de cuánto sobreviven unos rollos de fotos, ni de qué tan apegado sea Pastor Moreno a los recuerdos, ni cuál sea el orden o el caos que reine en sus archivos. Ni siquiera sé si tiene archivos. Pero algo me dice que debo irme olvidando para siempre de los únicos registros gráficos que quedaron de aquellas noches solitarias en las que el animador de nuestro tedio era el “periodista – bolerista” José Sanmiguel Hernández. Y, por supuesto, irme olvidando para siempre, de paso, de los únicos registros gráficos que quedaron de mi primera incursión en el mundo del periodismo.
Francisco Carvajal Ramírez era el redactor político. Un día me contó, a manera de anuncio, que iba a empezar a publicar una nueva columna. Me dijo el nombre de la misma haciendo el ademán de que se cortaba el cuello con uno de aquellos filosos instrumentos de peluquería y sastrería mientras ponía cara de terror mirando sus propios dedos que se acercaban: “Se va a llamar La tijera”, me dijo, y hacía tronar los dedos de la otra mano para respaldar su advertencia premonitoria de que su nueva columna sería una cosa “tenaz”, “terrible”, “tenebrosa”.
La verdad, no recuerdo que lo haya sido.
Alonso Heredia Durán, el Jefe de Redacción, tenía el pelo más liso e indómito que yo recuerde en alguien. El copete se le venía con tozudez sobre la frente, pero eso a él parecía no importarle siempre y cuando le permitiera ir leyendo lo que iba escribiendo con las teclas de su máquina. Su rostro, naturalmente rubicundo, se le enrojecía mucho más cuando tenía ira, cosa que, por infortunio, no era precisamente exótica. En los momentos de relajación se mostraba, sin embargo, como una persona amable, jocosa y de bromas y apuntes agudos.
La belleza femenina la ponía el personal administrativo, ubicado a la entrada de las instalaciones del diario en un espacio generoso y confortable. No obstante, dentro del equipo periodístico se encontraban Policarpa Vargas Rodríguez, cuyo hipocorístico no era Pola, como el de la mártir de nuestra Independencia, sino Poly, y Luz Stella Cadavid Morales, elegida Reina de los Periodistas.
Mi mamá me había dicho siempre que los linotipistas eran un gremio muy cerrado, que un linotipista jamás le enseñaba a nadie los secretos de su oficio, excepto a sus hijos. El linotipo sólo vine a conocerlo en el Diario del Oriente, pues en El Deber no existían: como ya lo he relatado, allí el diario se levantaba letra por letra. A los operadores de estas máquinas hoy sólo los recuerdo por su fisonomía, pero sus nombres y apellidos casi todos se me olvidaron. Sólo rememoro uno que otro: Piña, Medrano, Oviedo y Edgardo, este último un linotipista ya mayor, quizás a punto de jubilarse, de piel morena, bigote y andar encorvado. Su apellido no lo recuerdo. Yo era bastante menor que todos ellos y eso me hacía sentir incómodo, porque para mí resultaba evidente que el hecho de que yo marcara algo en las tiras de prueba los obligaba a volver a digitar y a fundir los lingotes de plomo en el linotipo, lo cual equivalía a algo así como hacerles repetir su trabajo. Tal situación, la de que un muchacho que apenas frisaba los dieciocho años de edad le hiciera cambiar las cosas a un hombre a punto de jubilarse, me parecía que podía resultar motivo de molestia para ellos y era de esperar que mi aprecio por parte de aquel cerrado grupo del que hablaba mi mamá no fuera precisamente el mejor. Pero, en honor a la verdad, todos fueron conmigo muy respetuosos y amables. Del señor Medrano aprendí que uno no debería decir: “Fue nombrado como ministro de educación”, sino “fue nombrado ministro de educación”, sin el “como”. Él mismo criticaba que se usara la palabra “homenaje” para todo. Decía que un “homenaje” era un acto muy especial y solemne.
A don Guillermo Reyes Jurado lo recordaba de antes porque estaba sentado frente a su escritorio la primera vez en que ingresé a las instalaciones del matutino acompañando a mi mamá, quien fue a saludarlo. Ella me contó que eran amigos y paisanos. Don Guillermo escribía a menudo, pero siempre sobre su Partido Liberal, sobre las banderas rojas que se habían desplegado y agitado en la última concentración política liberal o acerca del vibrante discurso de alguno de los jefes liberales de la comarca. Muy pronto supe, sin embargo, que también era novelista y poeta. Dos de sus novelas se llamaban Aguas subterráneas y La ciudad tiene dos caminos y una de sus poesías se titulaba Visión de la muerte. Esta última, si mi memoria no me traiciona, comenzaba diciendo:
“Y un día vendrá que no es un día.
Noche sí, pero noche sosegada;
tranquila noche, serena madrugada,
sin dolor de vivir. Dolor vencido.
Será una muerte lenta, pero fácil;
la iré palpando, descubriendo,
de pronto, sólo un sueño,
profundo sueño sin recuerdo.”
Interesado en la sección destinada a la literatura, me atreví a incursionar en ella. Publiqué, entonces, un poema titulado Ciudad, ¿qué tal?, cuya modestia literaria habrán apreciado los amigos y las amigas que me honraron con la adquisición y lectura de mi libro Versos del desorden (p.p. 101 – 103).
Mi vinculación al mundo de las letras dentro del diario fue creciendo.
Hasta que un día llegaron a mi escritorio unas tiras de prueba que me llamaron poderosamente la atención. Un poeta le dedicaba unos versos a una niña que había muerto. En ellos rememoraba su voz y su risa, evocaba sus juegos infantiles, añoraba su imagen tierna de niña inocente que jugaba meciendo en los brazos su muñeca de trapo, hacía la remembranza del color de los balones y de las cometas, dibujaba el solar de la casa donde ambos habían alcanzado a compartir la infancia, en fin, describía todo el mágico y despreocupado universo de los niños. Pero además formulaba preguntas, tristes y desoladas, acerca de su destino final y sobre el por qué había tenido que irse del mundo cuando apenas era una flor que estaba empezando a brotar en el multicolor jardín de la existencia.
Todas las poesías de aquel vate no me llegaron al tiempo. Me pasaban una, dos o tres para que yo cumpliera mi tarea, que no era sino la de verificar que los linotipistas hubiesen transcrito sus textos de manera fiel, es decir, sin alterar nada de lo que había escrito el rapsoda. Aquellos poemas, de especial delicadeza y hermosura, me parecieron impregnados de una sensibilidad estremecedora. Frente a ellos no actué como corrector de pruebas, sino como lector de poesía. Pero, además, como parte integrante de una juventud que no se resignaba a aceptar que, sin pena ni gloria, desapareciera del mundo la ternura.
La niña muerta se llamaba Rosalía. Martha Rosalía. Siempre creí entender que era una hija del bardo y lo he seguido creyendo a pesar de que muchos años después de aquella época leí, en un texto de Juan Gustavo Cobo-Borda, que se trataba de su hermana menor.
Aquellos versos exquisitos formaban parte de un pequeño libro titulado Diez sonetos y una elegía. Después empecé a darme cuenta no sólo de que el poeta era santandereano, sino que, además, no estaba dedicado exclusivamente a confeccionar versos: también era dramaturgo, novelista, cuentista, abogado y político. Se llamaba Gustavo Cote Uribe.
Permítanme, amigos y amigas, compartir con ustedes uno de aquellos sonetos. Decía así:
“¿Dónde su anhelo, su ilusión dorada,
sus manos de paloma en la ternura,
su piadosa mirada, la dulzura
de su presencia en sueños no soñada?
¿Dónde la fiel comarca iluminada
de lirio y ángel y de azul y albura
circundando su paso y su figura,
por el amor del polvo rescatada?
¿En dónde ahora el mundo de su risa
que poblaron muñeca y gnomo alado?
¿Dónde está su contento y en qué brisa
florece el eco de su voz sellado?
¡Cállelo el corazón que la eterniza
mientras acrece el duelo lo callado…!”
Para cerrar este aparte de mis deshilvanadas memorias, los invito a dar clic sobre el enlace que aparece abajo. Escucharán el bolero Celoso, de J. Lou Carson y M. Montes, el mismo que José Sanmiguel Hernández cantaba a menudo en la sala de redacción mientras, ya casi sobre la medianoche, tecleaba su máquina de escribir para plasmar en la cuartilla las últimas noticias judiciales. Ésta es la interpretación del gran bolerista mexicano Marco Antonio Muñiz, ya posicionado como una de las grandes estrellas del canto latinoamericano para los años de aquellas noches de periodismo provinciano. Noches de inolvidable calidez humana en las que permanecíamos dentro de la sala de redacción del Diario del Oriente los últimos sobrevivientes de la jornada, a la espera de que la edición del día fuera cerrada con esa noticia extraordinaria que le permitiera al director ordenar de inmediato un sustancial aumento del tiraje.
Expectativa que, por lo general, culminaba sin que nada extraordinario hubiese sucedido, de modo que pocas horas después los mismos repartidores taciturnos de cada madrugada estaban saliendo, con sus rostros todavía adormilados, a recorrer en bicicleta las calles solas y frías de la gran ciudad con el mismo tiraje de siempre.