De lo primero que habría de darme cuenta la festiva noche de fin de semana en que conocí a WALTER ARDILA, un hombre alto, más o menos de mi edad, delgado y de barba, que se encontraba sentado y con las piernas cruzadas al frente de un karaoke instalado en el antejardín de mi casa, fue de su desconcertante talento para cantar baladas.
Lo escuché cantar, micrófono en mano, aquella cálida noche de fiesta mientras se acompañaba de pistas puestas a sonar en su propio equipo de amplificación.
Lo había contratado mi esposa y por eso se encontraba allí, controlando, sin que yo supiera cómo, una pantalla enorme sobre la que iban apareciendo, en caracteres grandes y brillantes, las letras de reconocidas canciones románticas sobre unos mágicos fondos de paisajes coloridos y luminosos.
Sí: lo escuché esa noche interpretar canciones que en su momento habían sido dadas a conocer al mundo de habla hispana por artistas tan destacados como el magnífico cantautor español Nino Bravo, el estupendo cantautor brasileño Roberto Carlos o el excelente cantautor argentino Leonardo Favio, entre muchos otros. (Sí, entre muchos otros: porque también podría citar a Leo Dan, o a Sandro, o a Nelson Ned, o a Piero, o a Charles Aznavour, o a Hervé Vilard, o a Nicola di Bari, o a Doménico Modugno, o a Julio Iglesias, que también habrían de ser rememorados esa noche).
Fue así que, por ejemplo, “Un beso y una flor”, “Un gato en la oscuridad”, “Ding dong ding dong, estas cosas del amor”, “Por un caminito”, y un largo y vibrante etcétera, sonaron, y muy bien, en la voz de WALTER ARDILA. Una voz que, de verdad, nos sorprendió gratamente a todos desde que empezamos a oírla.
Pero quizás lo que más nos sorprendió en aquella velada, más allá del timbre, la fuerza y al mismo tiempo la dulzura de la voz de quien ignorábamos que pudiese ser cantante, fue la inalterable tranquilidad con que interpretaba algunas canciones que los consagrados artistas que las habían hecho famosas cantaban de pie y haciendo notar en sus gestos faciales el gran esfuerzo físico que hacían, mientras que WALTER, el hasta ese momento anónimo señor del karaoke, lo hacía cómodamente sentado, cruzando una pierna sobre la otra y sosteniendo el micrófono con total serenidad en una de sus manos, apoyando el codo de ese brazo encima de su pierna y leyendo con imperturbabilidad evidente, algo así como si estuviese platicando con alguien, las frases que iban apareciendo en la pantalla instalada frente a él.
En algún momento me invitó a cantar y yo lo hice con sincera cortesía, pero con la natural prevención que le genera a uno el ser consciente de estar ingresando a un mundo desconocido.
Y era que yo jamás había cantado con esa novedad tecnológica llamada karaoke, de la que venía escuchando hablar por todas partes y debido a eso ya para entonces sabía que era un invento japonés que, dicho sea de paso, entre otras discutibles maravillas les permitía matar fiebre a personajes que en cualquier reunión social no tenían óbice alguno en lanzarse a aullar rancheras creyéndose la reencarnación de Jorge Negrete y con tal osadía no solo ponían en serio riesgo los desdichados tímpanos ajenos, sino que además hacían que se echara a llorar a mares el ultrajado pentagrama.
Poco después, aquella misma noche, WALTER me pidió que cantara con él a dúo y fue entonces cuando tuve el atrevimiento de medírmele a seguirlo (aunque fue él quien terminó siguiéndome a mí con una impecable segunda voz) en la interpretación de algunas de las hermosas canciones que hicieron tan célebres el malogrado Nino Bravo y la pléyade de artistas que mencioné atrás, y, por supuesto, otras que fueron apareciendo en la pantalla de su karaoke a medida que él iba consultando un extenso repertorio que, cual mago en plena función, sacaba como por entre las mangas de su camisa.
Ya para ese momento me había dado perfecta cuenta de que, definitivamente, WALTER ARDILA tenía un talento especial para interpretar todos esos temas inmortales, a pesar de la exigencia que por momentos suponía hacerlo teniendo en cuenta los altos tonos en que habían sido grabadas algunas de aquellas piezas musicales por sus connotados intérpretes. Unas piezas, dicho sea de paso, profundamente arraigadas en el corazón de toda una generación de españoles y latinoamericanos, razón por la que a mí no dejaba de producirme pena el destrozarlas con mi voz, quizás más idónea para anunciar que acababa de llegar al barrio el camión repartidor con los cilindros de gas de veinte libras.
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Después de esa noche se le volvió a contratar varias veces para que regresara a nuestra casa con su ya emblemático karaoke y, ahí mismo, en el mismo antejardín, se volvieron a repetir las escenas que habían hecho de la primera, como el título de la memorable película de Peter Sellers, una fiesta inolvidable.
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Transcurrieron los meses y otra noche sabatina cualquiera nos topamos con él en el Club Unión. Allí estaba, con su karaoke, claro, pero era evidente que a su servicio de animación musical le había introducido un moderno, brillante y colorido acompañamiento de luces e imágenes de apoyo.
Pues bien: desde aquellos tiempos, y siempre que tenía la oportunidad de hacerlo, yo comentaba ante los más diversos interlocutores con los que platicaba (en esas conversaciones extensas, animadas, amables y hasta jocosas que alimentan la amistad, la buena vecindad y hasta el amor porque están al margen de los tres ásperos temas que tanto distancian a las personas, es decir, porque están al margen de la política, la religión y el fútbol) que WALTER ARDILA, un señor que se ganaba la vida animando reuniones sociales con un karaoke, hubiese podido ser una estrella de la canción romántica.
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Lo que yo no me imaginaba en aquellos días lejanos de nuestras fiestas familiares con el karaoke de WALTER ARDILA y de las preciosas baladas cantadas por él desde su silla, era que tiempo después iría a saber de otra valiosa faceta artística suya en la que también pudo haber descollado desde su juventud hasta convertirse en una estrella cuya luz refulgente hubiera podido brillar incluso más allá de las fronteras patrias.
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Años atrás yo había conocido en las instalaciones de la Cadena Caracol en Bucaramanga a un periodista de nombre MARIO MANTILLA, quien trabajaba junto a otros hombres de radio que me distinguían con su amistad y con su colaboración para dar a conocer mis inquietudes profesionales en el campo del Derecho, tales como ALFONSO PINEDA CHAPARRO y JUAN DE DIOS PÉREZ NOVA.
Con él directamente no había tenido una relación cercana porque su área de acción no eran los asuntos judiciales, sino los deportes, pero a pesar de ello me había sido evidente su caballerosidad para conmigo siempre que había tenido la oportunidad de visitar las instalaciones de esa cadena radial, ubicadas en el edificio JOSÉ ACEVEDO Y GÓMEZ, en pleno centro de Bucaramanga.
Fui sorprendido tiempo después con una invitación al CANAL TRO para una entrevista. Me la haría un periodista que, según me explicaron, fungía como defensor del televidente. Esa noche resulté interrogado ante las cámaras por quien resultó ser su hijo. Mi joven entrevistador tenía el mismo nombre de su padre.
Desde el año 2002 en las emisoras de radio del país estaban sonando unas canciones que yo había compuesto y grabado bajo mi propio sello discográfico, y sobre ellas, precisamente, era el tema de mi entrevista.
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Cualquier día, mucho más tarde, aquel joven periodista que había dialogado conmigo en el Canal TRO me sorprendió cuando vine a saber que era, además, un talentoso director de cine.
Descubrí, en efecto, por pura casualidad, una película suya titulada “PIENTA, LA HORMIGA Y EL CORONEL“ y lo primero que me sorprendió fue que se estuviese haciendo tan buen cine en Santander y además un cine histórico.
Pero más me sorprendió cuando vi que el protagonista principal de aquella cinta era, nada más ni nada menos, que WALTER ARDILA.
En efecto, aquel amable señor del karaoke, el mismo que en cualquier momento de la noche comenzaba a cantar con su micrófono baladas sensacionales mientras permanecía impasible sentado en su silla, resultó que no sólo tenía habilidades para el canto, sino que además era un excelente actor.
En “PIENTA, LA HORMIGA Y EL CORONEL“, WALTER ARDILA hacía el papel del coronel Lucas González, el realista que había capturado y llevado a la muerte a la patriota Antonia Santos.
Comenté en el seno de mi familia lo que acababa de conocer y, en la inevitable plática conyugal sobre el tema, coincidí con mi esposa en que WALTER ARDILA habría podido ser no solo una estrella del canto, con figuración en el mundo nacional e internacional de la música romántica, sino además un gran actor, con presencia estelar en el teatro y en el cine tanto de Colombia como del exterior.
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La vinculación de WALTER al arte dramático ya cuenta hoy en día con no pocos ejemplos que ilustrarían el prolífico decurso de su vida artística si en torno a ella quisiera escribirse.
Y es que, además de “PIENTA, LA HORMIGA Y EL CORONEL” (2010), la participación teatral y cinematográfica de WALTER ARDILA se ha evidenciado en producciones como “LA CULEBRA PICO DE ORO” (2000), dirigida por Ómar Álvarez y escenificada en el Festival Internacional de Teatro de Antofagasta, Chile; “JESÚS DE NAZARET” (2002), gran producción teatral norteamericana anual de casi cuatro horas que en su versión hispana fue puesta en escena en Las Vegas, Estados Unidos; “PIENTA”, dirigida por Mario Mantilla y subtitulada “UN AMOR, UN PUENTE, UNA GUERRA” o “LA RESISTENCIA QUE SALVÓ A BOLÍVAR” (2015); “EL EMBUDO” (2015), cortometraje dirigido por John Chaparro y participante en el Festival Internacional de Cine de Cartagena y en el Festival de Cine de Cracovia, Polonia; “LAMENTOS – SI LA ESCUCHAS, MUERES” (2015), dirigida por Julián Casanova y proyectada en certámenes de Hong Kong, Singapur y Nueva York; “ARMERO” (2017), de Timeline Productions y dirigida por Christian Mantilla-Vargas; “GILBERTO CAVA” (2020), cortometraje dirigido por Jhon Agudelo, seleccionado en el Festival Internacional de Cannes y nominado en el Multicultural Film Festival de Toronto, Canadá; “EL JUICIO DEL CONDE (2020), miniserie televisiva de Señal Colombia dirigida por Mario Mantilla y ganadora de la Convocatoria Nacional ANTV 2019; “CORTE FRANELA” (2020), cortometraje dirigido por Camilo Andrés Arenas Villabona y referido a la época de La Violencia; “GAMONAL” (2022), cortometraje; “DESARRAIGO”, cortometraje; “HISTORIA DE NAVIDAD” (2022), majestuosa obra de teatro y revista musical de Rhapsodia Producciones y Studio 5 escenificada en el Teatro Santander, de Bucaramanga; y “LA MATRIARCA” (2023), película de Inteligrupo SAS y Jaguar Films, dirigida por Julián Casanova y Luminixa Gómez Navia.
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Hace trece años, cuando despuntaba el 2010, WALTER ARDILA tomaba parte en ANTÍGONA, una temporada de teatro que se llevaba a cabo por esos días en la Casa del Libro Total, en Bucaramanga. Uno de los diarios locales le dio cabida a una fotografía con la que informó a sus lectores acerca de ese certamen.
Queda pendiente de averiguación el por qué el innegable talento artístico de WALTER ARDILA no fue aprovechado desde años atrás en el mundo del teatro, el cine y la música, de manera muy particular en el del canto.
Se dice por ahí que a ello contribuyó el hecho de que no hubiera estado nunca dispuesto a abandonar su tierra.
En todo caso, la sabiduría popular enseña que más vale tarde que nunca.
Por eso, nos alegra inmensamente saber de su exitoso ingreso a la actuación teatral y cinematográfica y, en los albores de este nuevo año, de este 2023 que llega cargado de sueños y de esperanzas, le deseamos al brillante actor santandereano buen viento y buena mar en los proyectos donde vaya a tomar parte como artista.
¡¡¡ Muchas felicitaciones, maestro !!!
Ruitoque, Mesa de las Tempestades, área metropolitana de Bucaramanga, martes 10 de enero de 2023
ÓSCAR HUMBERTO GÓMEZ GÓMEZ: Miembro de Número de la Academia de Historia de Santander. Miembro del Colegio Nacional de Periodistas. Miembro de la Sociedad de Autores y Compositores de Colombia. Miembro del ilustre y desaparecido Colegio de Abogados de Santander.