Hacía mucho tiempo no escuchaba a Yolanda Pérez Manzano quien en los años 70 y siendo una estrella de la televisión colombiana me recibió en su hogar, en Bogotá, con gran sencillez, amabilidad y simpatía, a pesar de que yo era tan solo un jovenzuelo llegado de la provincia, de la remota Bucaramanga, un estudiante de bachillerato aficionado a componer cancioncillas que tan solo conocían sus familiares y sus amigos más cercanos.
Sabedor de que viajaría a la lejana capital de la República y que quería aprovechar esa oportunidad para saludarla personalmente, mi compañero de estudios Adolfo Yáñez, ocañero, me había contactado con la familia Escobar, también ocañera y allegada a la estupenda artista.
Tanto Yáñez como los Escobar vivían en mi ciudad natal, en el sector contiguo al lugar donde la carrera 15, conocida como Avenida El Libertador, agonizaba topándose con la calle 45. En aquel entonces se venía hablando de la ampliación de la avenida hacia el sur, justamente a partir de ese cruce. La de los Escobar era una de dos casas gemelas ubicadas en el costado sur de la calle 45, entre las carreras 16 y 17. Aquellas casas eran de una arquitectura muy particular porque para llegar a su puerta de entrada se tenía que ingresar por un amplio antejardín y bajar unas cuantas gradas. Las dos residencias familiares sobresalían en el sector por una particular distinción que les imprimía no sólo su especial configuración visual, sino el don de gentes de sus habitantes. De la de los Escobar habría de salir orondo con la dirección de la cantante y la seguridad de que me recibiría.
Yolanda, en aquel entonces muy jovencita, ya era ampliamente conocida, admirada y querida a escala nacional gracias a su talento, su simpatía personal y, por supuesto, las lindas canciones que interpretaba en la televisión y que también había grabado en acetato, tales como “Granito de arena”, de la compositora vallecaucana Graciela Arango de Tobón, la que más me gustaba de todas por su ternura.
Recuerdo la afabilidad de su sonrisa, sus espontáneas carcajadas celebrando mis apuntes tontos, su mirada de interés sincero hacia lo que yo le contaba que hacía y su evidente respeto por mis sueños de entonces. La última imagen que conservo de ella es la que me regaló cuando yo, luego de despedirme y descender por las escaleras por donde había ascendido cuando ingresé, ya iba a cerrar la puerta de la calle y ella desde arriba, desde el segundo piso, me preguntó sonriendo mientras se agachaba para verme: “¿Cómo? ¿Cómo es eso?”.
Yo le acababa de decir, tuteándola, que tuviera cuidado con los amigos de lo ajeno. Le había hecho aquella gastada observación porque al preguntarle si cerraba la puerta, me había manifestado que no, que la dejara abierta.
Ella nunca lo supo, pero salí de su casa (¿quizás, más bien, de su apartamento?) rumbo al taxi que ella amablemente me había llamado, sintiéndome importante sin serlo.
Cuando ya muchos años después, en el 2002, hace más de veinte años, escuchaba en las emisoras mi propia voz aullando algunas canciones de música andina colombiana que yo había compuesto y grabado, una de ellas llamada “El campesino embejucao”; y cuando atendía una que otra entrevista en una que otra emisora de radio, a veces en el contexto de una situación excepcional (como sucedió, por ejemplo, el 21 de diciembre del mismo 2002 en el segundo piso de la alcaldía Municipal de Ocaña, donde las radiodifusoras de esa ciudad, entre las cuales recuerdo a Radio Catatumbo, me fueron a entrevistar horas antes de que tuviera que salir, a pie, con sombrero, poncho, alpargatas, mochila y susto, del Hotel Hacaritama hacia la tarima instalada por la Alcaldía a un costado del parque principal, en medio del estallido multicolor de la pólvora), y, en fin, cuando salía a las tarimas instaladas en CENFER, o al escenario del Auditorio Luis A. Calvo, o del Pedro Gómez Valderrama, o a cualquiera de los escasos escenarios a donde me asomaba vestido con mi traje artístico dizque a cantarlas, ante un público que me aplaudía más por simpatía y solidaridad que porque mereciera sus aplausos, un público del cual en el fondo temía que en cualquier momento comenzara a exigir que le devolvieran la plata; cuando todo eso sucedía, digo, inevitablemente evocaba en la memoria la imagen de Yolandita Pérez Manzano, la jovencita, de unos quince años quizás, que cantaba y bailaba en la televisión, y me preguntaba, con un confuso sentimiento de nostalgia, qué habría sido de ella, qué habría sido de aquella cantante de estatura diminuta y talento enorme que tanto me había alegrado las horas de mi agitada y esperanzada vida juvenil mientras, sentado frente a la pantalla de un televisor en blanco y negro, creía que con una guitarra de palo y unas cuantas canciones de protesta garrapateadas en un cuaderno sería capaz de transformar el mundo y hacer sonreír a los condenados para siempre a la sombría esclavitud de la tristeza.
Gracias por aquellos buenos tiempos, Yolanda, y que el Supremo Hacedor te colme de bendiciones, al igual que a tu acogedora y querida tierra ocañera.
ÓSCAR HUMBERTO GÓMEZ GÓMEZ. Miembro de Número de la Academia de Historia de Santander. Miembro del Colegio Nacional de Periodistas. Miembro de la Sociedad de Autores y Compositores de Colombia (SAYCO). Miembro del ilustre y desaparecido Colegio de Abogados de Santander.