La pluma de Hiram Sánchez Martínez: un nuevo lazo literario entre Colombia y Puerto Rico. Capítulo IV. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

 

Y de las páginas mágicas de la literatura siguen brotando los personajes que pasarán a enriquecer, quizás por siempre, nuestras imágenes mentales, algunos de ellos inevitablemente ligados por invisibles lazos a nuestro propio entorno. O a nuestras propias añoranzas.

La excelsa pluma de Hiram Sánchez Martínez nos presenta ahora a su personaje principal femenino. A quien será la coprotagonista de su novela. Entonces, desde los cautivadores renglones de “Ató con cintas sus desnudos huesos” y a bordo de mis recuerdos viajo al pasado. Estoy al otro lado del océano.

Es un viernes como hoy, es el viernes 31 de mayo del año 2019. Aún Italia ni el mundo saben, ni imaginan siquiera, la catástrofe viral que sobrevendrá al año siguiente. Yo me encuentro en medio del abrumador gentío que rodea la famosísima Fontana di Trevi, en Roma, la histórica capital de la gran nación italiana, ciudad tan estrechamente ligada al nacimiento del cristianismo. Entre las parejas de enamorados que se apretujan intentando tomarse una selfie con sus celulares levantándolos por encima de sus cabezas, frente a los impresionantes chorros de agua que deleitan nuestra vista y regocijan nuestro espíritu, ante las esculturas de piedra que evocan el inmenso poderío del dios Neptuno y, en mi imaginación, la grandeza ida por siempre del imperio romano; prisionero de la vocinglería turística que aturde mis oídos y, por supuesto, visitado por las inevitables remembranzas que llegan a mi mente: la del lejano condominio donde vivo, la del elegante hotel que dentro de sus linderos construyó y mantiene en alto uno de mis vecinos, la de su acogedor y fino restaurante que lleva el nombre de este precioso fontanal, yo también trato de congelar para el futuro la imagen de mi presencia aquí y, por supuesto, procuro que también queden captadas las de mi esposa y el hijo que nos acompaña. Él, Sergio Andrés, tiene intereses propios que ha venido cultivando desde nuestra llegada a suelo europeo: es arquitecto y, naturalmente, su principal motivación a lo largo de todo el periplo la ha constituido el poder captar con sus ojos asombrados y su lente inquieta la arquitectura de los lugares que hemos ido visitando y de otros que él ha visitado por su cuenta. Pero él también tiene inclinaciones artísticas. Las ha tenido desde que era un niño, desde cuando, aún infante, moldeaba dinosaurios verdes con plastilina. Yo siempre he creído que la arquitectura es un arte y el arquitecto, un artista. Y he tenido la seguridad de que eso de las vocaciones y los talentos están asociados a eso otro que nos enseñaron en la escuela como los dones del Espíritu Santo. Aquí estamos, pues, tratando de elevar también nosotros por encima de nuestras cabezas nuestros celulares para captar con sus modernas cámaras (impensables en otros tiempos) la maravilla acuática y escultórica ante la cual nos encontramos parados, pero haciéndolo de modo que en el recuadro fotográfico queden comprendidos nuestros rostros viajantes. Pero no: eso es imposible, es materialmente imposible. El turismo, pienso, es una avalancha de gentes (así, en plural) que se vuelcan sobre los lugares promocionados por las agencias de viajes en procura de retratarse o de filmarse. O de lograr ambas cosas, habrá que decirlo. La Fontana di Trevi, más allá de su cautivadora belleza artística y del majestuoso contexto arquitectónico que le sirve de marco, se me hace un sitio que ha sido convertido por el turismo en algo así como una plaza de mercado en día de mercadeo: un lugar al cual, como decimos popularmente, no le cabe un tinto. Pero ¡oh, sorpresa! ocurre un milagro: alguien de entre aquella muchedumbre que no cede, sí: alguien de entre los que se encuentran apiñados sobre la barda, casi a punto de irse de bruces sobre el agua del estanque, se baja súbitamente de un salto esbozando una sonrisa de triunfo y se une a la persona que lo espera abajo, y, entonces, yo ocupo con rapidez su lugar, me lo tomo como puedo, con algo de brusquedad, al tiempo que le pido a mi esposa que se suba con prontitud a la barda y a mi hijo le indico que le tome rápidamente la fotografía mientras yo la sostengo agarrándola con fuerza de uno de sus brazos, advirtiéndole al fotógrafo, claro, que yo no debo aparecer sosteniéndola. Así es como, por fin, mi hijo logra el milagro de que se le pueda tomar una foto a mi esposa en la Fontana di Trevi. Quien la vea, pensará que ella está ahí sola, con el esplendor de la célebre fuente a su entera disposición. Claro, lo pensará porque no sabe lo que hay en la parte inferior, lo que no sale en la foto. Cumplida la proeza, ayudamos a la fotografiada a bajar del escenario y comenzamos a alejarnos de aquel tumultuoso lugar mientras que el espacio dejado por nosotros es ocupado en apenas un instante por otros turistas que hasta ese momento han permanecido detrás de nuestros apretujados cuerpos tratando de atisbar, a través de algún resquicio dejado por nuestras humanidades y las de quienes nos apretujan, la maravilla acuática que día tras día, mes tras mes y año tras año se llena de monedas lanzadas de espaldas por los extranjeros que quieren asegurar su retorno a Roma.

 

 

 

Hemos comenzado a caminar lentamente, no tenemos rumbo alguno hacia dónde dirigirnos, solo nos interesa andar por ahí, por cualquier parte, mientras definimos algún destino de entre los varios que nos ofrecen los folletos multicolores y el mapa que nos han regalado en el hotel. Avanzamos lentamente, sin conciencia de nuestros pasos, con la mente puesta quizás en los recuerdos, talvez en los proyectos, a lo mejor en el desconcierto que nos produce cotejar lo monumental de aquella fuente con la estrechez de la plaza. El gentío no ha cesado. Los espacios aledaños al imponente fontanal también se encuentran atestados. Pululan turistas, guías, vendedores de cualquier cosa, algunos artistas (y algunos otros que se las dan de artistas), pedidores de limosnas que lo hacen bajo el disfraz argumentativo de que extraviaron sus carteras y necesitan cualquier dinero que podamos darles, en fin, toda la parafernalia agobiante del bochinchero mundillo del turismo. Pero es, entonces, cuando sucede el milagro. Es Nylse la llamada a descubrirlo. Es ella quien descubre aquella iglesia pequeña, antigua y marginada por el tumulto, el viejo templo que sin éxito trata de llamar la atención sobre su escondida belleza y su supervivencia intacta pese al transcurrir inclemente de los siglos. “Miren: – nos dice sorprendida -, ahí hay una iglesita”. Y, entonces, nos encaminamos hacia su puerta, que contrariamente a lo que ha sucedido con otros lugares de oración, está abierta, aunque a nadie parece importarle que lo esté.

 

 

Hemos ingresado en silencio y yo siento de inmediato que lo he hecho a otra dimensión diferente, a un espacio totalmente distinto, a un ambiente de total recogimiento, a un lugar silencioso que me inspira una profunda sensación de paz y de respeto, a un lugar verdaderamente sagrado. Se está escuchando en todo el pequeño templo una voz femenina, la dulce voz de alguien que reza el rosario. Noto que su acento es mexicano y que por momentos habla en italiano, pero que también lo hace en español. Nos hemos sentado casi en las bancas delanteras. Observo a quien está rezando. Se encuentra diagonal a nosotros, adelante a la derecha, prosternada en un reclinatorio. De su cuello cuelga un pequeño crucifijo y detecto sobre su hábito impecable y gracias a sus sutiles movimientos los brillos de un micrófono diminuto. Alcanzo a percibirla como una jovencita hermosa, de mejillas sonrosadas y con traje de monja, una novel hermana que tiene ese don especial de transportarlo a uno al mundo de la espiritualidad sin hacer nada especial por lograrlo distinto de simplemente orar con la íntima convicción de que donde lo está haciendo se encuentra el Hacedor Supremo escuchándola. La iglesia se halla prácticamente sola. En efecto, aparte de nosotros tres, solo observo a la joven monjita y a una pareja de mediana edad que está sentada en otra banca ubicada detrás de nosotros, un par de bancas de por medio. Esa impresionante soledad del templo y el obvio entendimiento de que no tiene prácticamente a nadie que le vaya complementando cada pater noster, cada salutación angélica ni cada gloria, la obliga a responderse ella misma, a rezar cada oración completa, desde el “Padre nuestro que estás en el Cielo” hasta el “Y líbranos del mal. Amén”; desde el “Dios te salve, María, llena eres de gracia” hasta el “Ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén”, y desde el “Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo” hasta el “Por los siglos de los siglos. Amén”.

En mis apuntes de viaje correspondientes a aquellos momentos escribí:

“Ingresamos a la pequeña iglesia de Santa María. Una monjita joven rezaba el rosario a través de un pequeño micrófono acondicionado en su ropa y que amplificaba suavemente su también suave voz de mujer dulce y virtuosa. En un momento dado, interrumpió su oración y se nos acercó sonriente con un ramillete de flores, nos preguntó si hablábamos español, a lo cual respondimos que sí, y nos preguntó si queríamos llevarle una flor a la Virgen advirtiéndonos que no tenía costo alguno, a lo cual contestamos con el ademán de que queríamos recibírselas. La advertencia que nos hizo me perturbó y dudé en si lo correcto era ofrecerle algún dinero o entender que no era eso lo que quería de nosotros y pudiese resultar prosaico el hacerlo. Nos entregó sendas flores. Sí: una sola flor a cada uno. Cada uno llevó la suya hasta el altar, hasta el delicado monumento que allí había sido instalado y con el cual en ese mes de mayo, que ya agonizaba, seguramente se había querido homenajear a María, y a continuación nos dirigimos hacia la puerta y salimos a la calle. Pero ya afuera, otra vez con la muchedumbre a la vista, yo quise averiguar al menos su nombre y cruzar con ella un par de impresiones comentándole rápidamente lo bien que me había sentido ahí adentro. Por eso, me devolví. Infortunadamente ya había reiniciado su oración, otra vez de rodillas en el reclinatorio. Abandoné, entonces, el casi solitario templo y ya afuera, de nuevo ante el sol y el cielo de Roma, y frente al gentío que, indiferente a la piedad, se abalanzaba sobre los bordes del famoso fontanal, y aturdido por el bullicio de las bocinas, y de los gritos, y de las conversaciones que yo no entendía, ni me interesaba entender, y de los vendedores de todo que ofrecían sus cachivaches, sentí como si una refrescante brisa celestial me hubiese empezado a acariciar el rostro y el alma. No pude ser más explícito para sintetizar la importancia que para mí había tenido aquel breve contacto con la cara cada vez más exótica de la bondad. “Creo – le dije a mi esposa – que la experiencia que acabo de vivir va a ser para mí lo más memorable de este viaje”.

 

 

Empero, en “Ató con cintas sus desnudos huesos” hay menos espiritualidad sobrenatural y más romanticismo mundano.

La figura emblemática de la monjita joven y bella que pletórica de dinamismo y de sueños ingresa al convento para ponerse al servicio de Dios y de sus prójimos es retratada con singular maestría por Hiram Sánchez Martínez dibujando con palabras a la novicia que recibe al muchacho con apellido de boxeador colombiano de los años sesenta en la entrada del lugar donde ella reside, una casona que igual sirve de asilo como de convento.

Él ha ido hasta allá impulsado por los datos que ha recaudado hasta ese día con “el viejo enterrador de la comarca”, como dice el elocuente aparte del verso de Julio Flórez, y con su abuelo, cuyo nombre, dicho sea de paso, me recuerda una tintura que mi madre prescribía a propios y extraños como remedio infalible dizque para calmar los nervios. Ha ido hasta ese lugar en busca de un viejo cura extranjero jubilado – y olvidado por su familia – de quien aspira a obtener el dato por el cual con tanto ahínco viene indagando: el que lo conduzca hacia la identificación y el hallazgo de los restos de aquel hombre que, enloquecido, protagonizó los terribles hechos que, bajo la sin par belleza de la poesía, ha descrito de manera tan magistral un preclaro poeta colombiano cuyos versos suenan como letra de bolero en los cafetines puertorriqueños.

Pero nadie mejor para describir aquel encuentro que, por supuesto, el mismo novelista. Y es que entre otras virtudes suyas como escritor, Hiram Sánchez Martínez es hábil con la descripción de los rasgos físicos, morales y de personalidad de los protagonistas. Esa cualidad literaria que posee hace que sus personajes se les graben a sus lectores en la memoria y que allí se queden a vivir seguramente por siempre. La descripción que realiza de aquella novel y romántica servidora de Jesús es, definitivamente, preciosa.

Lo que no se imagina la linda jovencita con hábito de novicia y nombre de diosa que le ha abierto la puerta al recién llegado protagonista masculino de la novela es el inesperado giro de ciento ochenta grados que va a dar su vida.

 

 

(CONTINUARÁ)

 

FOTOGRAFÍAS:

(1) LA RELIGIEUSE (La religiosa). 1859. Henriette Browne, pintora francesa. Colección: Walker Art Gallery. Liverpool, Reino Unido.

(2) FONTANA DI TREVI, Roma. Fuente: Booking.com

(3) FONTANA DI TREVI, Roma. Vista nocturna. Fuente: Wikimedia Commons. Fotografía: Roy Fokker.

(4) CHIESA DI SANTA MARIA IN TRIVIO. Roma. Fuente: Wikimedia Commons. Fotografía: Paco Gómez.

(5) SEGUNDA PLAZA PÚBLICA DE YAUCO. Yauco, Puerto Rico. 2006. Fuente: Wikipedia. Fotografía: mtmelendez

(6) CEMENTERIO VIEJO DE YAUCO. Yauco, Puerto Rico. Fuente: Pinterest. Fotografía: Adriana E.

 

ÓSCAR HUMBERTO GÓMEZ GÓMEZ: Miembro de la Sociedad de Autores y Compositores de Colombia (SAYCO). Miembro del Colegio Nacional de Periodistas (CNP). Miembro de la Academia de Historia de Santander. Miembro del ilustre y desaparecido Colegio de Abogados de Santander.

 

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