El propietario del cafetín esquinero donde por primera vez el protagonista de la novela escuchará la canción de Julio Flórez se distingue por poseer una ortografía de espeluzno, misma que se pondrá de presente cuando escriba el pequeño cartel con el cual les anuncie a sus clientes que no podrán seguir oyendo las canciones a las que están acostumbrados porque la máquina que, cada vez con mayor dificultad, las ha venido emitiendo, ha caído definitivamente en desgracia. El texto del cartel, que hubiera desalentado hasta las lágrimas a don Rufino José Cuervo, lo leerán en la novela. Lo cierto es que cuando la vieja máquina vuelva por sus fueros será también cuando el joven con apellido de boxeador colombiano de los años sesenta habrá de escuchar la canción de la que nunca se imaginará que habrá de ser protagonista.
El listado mágico de los personajes literarios que van emergiendo mientras avanza la obra prosigue, al menos en los desordenados registros de mi memoria, con la madre del protagonista central.
Es la clásica mujer presa entre las paredes de la cocina hogareña, que lo ignora todo del mundo exterior, pues su rutina solamente la lleva día a día hasta la pila de agua donde lava la ropa.
Siempre he creído recordar haberlo leído en algún epígrafe insertado en uno de sus libros por Arturo Valencia Zea, el ilustre decano de la Facultad de Derecho y catedrático emérito de la Universidad Nacional de Colombia, autor del voluminoso tratado de derecho civil en el que bebí, con sed de curioso, para aprender lo poco que sé de esa rama de las ciencias jurídicas y a quien conocí personalmente cuando mi alma mater lo trajo a Bucaramanga a tomar parte en un evento académico. Ese día vi de lejos a un hombre delgado, de baja estatura, con un bigotico sin pretensiones, alguien que, sentado, prácticamente pasaba desapercibido en medio de otros hombres corpulentos, elegantes y altivos a quienes tampoco yo había visto jamás en mi vida, y de otros elegantemente ataviados de quienes sí tenía claro quiénes eran: el rector de la universidad, el decano de la facultad y algunos invitados de quienes sabía, de tiempo atrás, que eran los más sobresalientes juristas de mi ciudad natal, y fue tan sólo cuando se me ocurrió preguntarles a quienes se encontraban, también de pie, igual que yo, en la zona verde que bordeaba la cafetería de la universidad, que era donde se estaba celebrando aquel importante encuentro, cuál de todos esos que compartían la larga mesa, vestida con mantelería blanca y adornada con flores, era Arturo Valencia Zea y me explicaron, identificándolo por sus evidentes características físicas modestas e indicándomelo con el índice, que era aquel señor que pasaba casi desapercibido. (Ese día, al igual que en muchas otras ocasiones en que me ha sucedido algo parecido, rememoré los versos iniciales de “La perrilla”, de don José Manuel Marroquín:
“Es flaca sobremanera
toda humana previsión,
pues en más de una ocasión
sale lo que no se espera”).
En su monumental obra es que creo recordar haber leído, digo, la frase que ahora traigo a colación para sintetizar el papel cotidiano de la anónima madre del protagonista central en la novela de Hiram Sánchez Martínez:
“La casa del hombre es el mundo; el mundo de la mujer es la casa”.
(CONTINUARÁ)
FOTOGRAFÍAS:
(1) HIRAM SÁNCHEZ MARTÍNEZ, escritor puertorriqueño. Captura de pantalla. Informe sobre su obra “Antonia, tu nombre es una historia”, homenaje a la memoria de la joven estudiante puertorriqueña Antonia Martínez Lajares. Fuente: CoolTourActiva. Puerto Rico.
(2) MUJER EN UNA COCINA. Óleo sobre tabla. Philippe L. Grondard, pintor francés (1862 – 1928).
ÓSCAR HUMBERTO GÓMEZ GÓMEZ: Miembro de la Sociedad de Autores y Compositores de Colombia (SAYCO). Miembro del Colegio Nacional de Periodistas (CNP). Miembro de la Academia de Historia de Santander. Miembro del ilustre y desaparecido Colegio de Abogados de Santander.