Emilia Lucía se asomó sonriente a la puerta de mi oficina y me preguntó desde allí si yo la recordaba. Por supuesto que sí la ubiqué de inmediato en mi memoria. En el brevísimo lapso en que hablamos, me comentó de sus hijos -como lo hacen todos los padres que se sienten orgullosos de ellos- y yo -que también me siento orgulloso de los míos- le sinteticé en qué andaban. Coincidimos en que habíamos terminado con hijos estudiando en Bogotá.
Hoy, en medio de la indignación y el asombro, descubro cuánto se parecen a mí quienes forman mi círculo de amigos, de allegados, de conocidos. Y es que tenemos un común denominador: todos, en una forma o en otra, mantenemos una estrecha relación con los libros. Alrededor de los libros -y por ese camino alrededor del estudio- se nos han ido todos estos años de nuestras vidas, siempre inculcándoles a nuestros hijos el mismo interés por la superación personal en torno al libro, a la lectura y a la investigación bibliográfica que nos animó la existencia. Y esa similitud de intereses, esa coincidencia en que la mejor herencia que les podemos dejar a nuestros hijos es el conocimiento, acaso siguiendo inconscientemente la prédica de Desiderata, “Ama siempre tu profesión por humilde que sea; ella es un tesoro en el fortuito cambiar de los tiempos”, ha hecho que siempre coincidamos en escenarios donde, de una forma o de otra, se cultiva el amor por los libros. No fue casual, entonces, que a mi esposa la haya conocido en el lanzamiento de un libro, ni que mi libro de historia me haya traído nuevos y valiosos amigos, ni que mi casa sea frecuentada por jóvenes estudiantes, los amigos de mis hijos. Jamás podría ser amigo mío aquel zafio de quien Orlando Cancelado cuenta que se ufanaba de que ni él ni sus hijos para salir adelante en la vida habían necesitado de los libros.
Por ello, cuando la tragedia toca a una persona cuya relación con el estudio era estrecha, se acentúa, inevitablemente, aquella sensación de desamparo que nos agobia cuando la tragedia toca, simple y llanamente, a un ser humano. Porque ya no es solamente ese sentimiento genérico de solidaridad que, por fortuna, nos hace sentir cada día miembros de la especie e identificados con el formidable pensador que acuñó la frase de que “Soy un ser humano; por ello, nada de lo que le pase a la humanidad me puede ser indiferente“. Ya no son solamente los albores de la inteligencia emocional que empezaban a vislumbrarse en el memorable epígrafe “No preguntes por quién doblan las campanas; están doblando por ti“. Es que, en este caso, la afrenta es todavía más próxima, porque se matan los sueños, se asesina el porvenir, se destruye la ilusión, se acaba con todo el mágico mundo que se ha construido alrededor de los libros.
Juan Guillermo Gómez Ospina era, apenas, un muchacho de 25 años y ya contaba con una formación académica sólida y, por consiguiente, con un mañana promisorio. Había obtenido su título de Abogado en la prestigiosa escuela de leyes del Externado de Colombia y había sido galardonado con una beca para cursar sus estudios de Postgrado en la reputada Universidad de Harvard, en los Estados Unidos de América. Por provenir de la familia de la que fue tronco don Rafael Ospina Londoño no es difícil adivinar su inclinación al esfuerzo personal y al trabajo honrado, y por estar vinculado consanguíneamente a Víctor Manuel no es complicado intuir, con alto grado de certidumbre, su aproximación a la música.
Hace algunos meses, Emilia Lucía, la hermana menor de los Ospina, se paró frente a la puerta de mi oficina e interrumpió mi dictado preguntándome, con una sonrisa, si me acordaba de ella. No me dio tiempo de responderle: se identificó y al segundo siguiente ya me estaba platicando, sin dejar de sonreír, acerca de sus hijos, y yo le estaba platicando de los míos, todo en un diálogo apurado, de apenas un par de minutos, al cabo de los cuales me entregó su tarjeta personal, sobre la cual me escribió apresuradamente sus números de celular a mano. No volví a verla, ni a hablar con ella desde aquel día.
Ayer abrí la prensa por Internet y me enteré de que habían asesinado, el domingo en la madrugada, a un joven de 25 años por robarle su teléfono celular. Una especie de cerco empezó a cerrarse sobre mis sentimientos cuando leí que la víctima era de Bucaramanga, mi ciudad natal. Se cerró más cuando leí que el crimen había sucedido en el barrio Los Rosales, a donde siempre voy cuando me encuentro en la capital por cuanto allí reside uno de los hermanos de mi esposa. Se cerró más cuando leí que el apellido del occiso era Gómez, como el mío. Se cerró más cuando leí que era abogado, como yo. Ya para entonces, y con solo ese haz de coincidencias, había decidido publicar en mi portal una nota de protesta.
Lo que no me imaginé nunca fue el hecho de que el cerco iba a resultar más estrecho todavía: la víctima, el joven abogado de 25 años Juan Guillermo Gómez Ospina, habría de resultar siendo miembro de una respetable familia con raíces antioqueñas a cuyo seno llegué hace muchos años al principiar mi carrera universitaria. Este estrechamiento empezó a suceder cuando mi hijo mayor, quien me oyó despotricar en voz alta contra la inseguridad en Bogotá, bajó a decirme que el joven asesinado había sido su compañero de estudios en el Colegio San Pedro Claver; incluso el segundo apellido, Ospina, me lo dio él, porque la prensa, para ese momento, únicamente mencionaba el primero.
Después, mi madre me hizo saber que Juan Guillermo resultó ser sobrino de Luisa Fernanda, quien fue mi compañera de estudios en la Universidad Autónoma de Bucaramanga durante el lapso en que incursionó en las lides del Derecho antes de decidirse por la Educación Preescolar. Gracias a ella, llegué a conocer a esta familia, de eso hace treinta y siete años.
Finalmente, arribé a la conclusión inevitable: Juan Guillermo, el joven abogado asesinado por un celular, era hijo de Emilia Lucía; precisamente, uno de aquellos hijos de los que ella me habló con tanto orgullo, en la fugacidad de un par de minutos, parada en la puerta de mi oficina.
Realmente, no sé qué decir frente a algo tan extremadamente absurdo. Tan solo atino a enviar a su padre, el Dr. Andrés Gómez Gómez (más coincidencias: yo soy Gómez Gómez y uno de mis hijos se llama Sergio Andrés), a Emilia Lucía, por supuesto, y a toda la familia, consanguínea y política, de Juan Guillermo, mi saludo de condolencia y mi voz de solidaridad en estos momentos de dolor, indignación, desconcierto e incertidumbre, que apenas comienzan.
Pedir justicia en este país no puede dejar de generar una vaga sensación de anticipado desencanto. De todos modos, lo menos que podemos hacer es pedirla.
Pedirla, cuando menos como miembros de la sociedad. Hace unos años, el Consejo de Estado sentó una jurisprudencia según la cual cuando el Estado deja irregularmente libres a los culpables de un crimen, sus familiares no tienen derecho alguno a ser indemnizados por el daño moral que tamaña afrenta les causa, porque eso sería patrocinar la “venganza”. A la parte civil dentro de los procesos penales llegó a quitárseles la posibilidad de impugnar decisiones sobre dosificación de la pena que favorecieran al responsable, pues eso implicaría admitir la “venganza”.
Ojalá los que pontifican acerca de que clamar por justicia es pedir “venganza” (hablando, desde luego, sobre la situación ajena), y que en tal sentido legislan o sientan doctrina, experimentaran el dolor que hoy deben estar sintiendo Emilia Lucía, su dignísimo esposo y su atribulada familia ante esta canallada y ante la imagen imborrable de su joven ser querido yaciendo boca abajo sobre el frío asfalto de una oscura y gélida calle bogotana.
Así quizás entenderían que cuando los ciudadanos de bien clamamos por un derecho penal menos alcahueta, no es porque nos anime el espíritu de la venganza, sino porque, sencillamente, quienes pagamos impuestos y trabajamos con honradez creemos tener derecho a que, algún día, podamos circular por las calles sin temor a que nos maten, como este cuarteto de rufianes mataron a Juan Guillermo de una cobarde puñalada.
Una puñalada cobarde que volvió a cortar – por enésima vez en esta sociedad enferma- no sólo la juventud y la inteligencia, sino, de paso, la alegría, el porvenir y la esperanza.
Pueblo colombiano: Hagamos frente y exijamos al Procurador que investigue y sancione severamente a quienes querían tomar partido de la reforma a la justicia; es la Procuraduría quien vigila la transparencia y honestidad de quienes (llámense congresistas, senadores, representantes, concejales, etc…etc….) nosotros elegimos para que nos representen.
Pero lastimosamente deben estar preparando una cortina de humo para distraer y, como siempre, dejar impune el tema.
¡¡¡EXIJO JUSTICIA!!!
LAMENTABLE EL DEGENERAMIENTO DEL HOMBRE, PROVOCADO POR LA IGNORANCIA EMANADA DE LA FALTA DE OPORTUNIDADES, JUSTICIA SOCIAL, RESPETO POR LA VIDA Y DESCONEXIÓN ESPIRITUAL.
Dolor. Rabia. No sé qué sentimos cuando el domingo compartía con mis hijos, de quienes también me siento muy orgulloso, al recibir mi hijo mayor Juan Manuel la llamada fatídica. Nos quedamos mudos. Muchacho este que conocí de niño; tenía la misma edad de uno de mis hijos, compartió con ellos la infancia. NO HAY DERECHO, pensé, ver cómo le quitan la vida a un ser maravilloso en este país de MIERDA. Pero NO: vamos a luchar las gentes de bien, que somos más, contra estos malandros asesinos. Si nuestros PADRES de la patria hacen una reforma para salir avante de sus fechorías, ¿qué se puede esperar del ciudadano común?
Yo no he sido un santo, he cometido errores que, como humano, reconozco, pero ya llegó la hora de que todos cambiemos y así cambiará este bello país.
Sus palabras sobre este lamentable suceso del que fue víctima Juan Guillermo, son la expresión nítida del sentimiento de frustración e impotencia que nos embarga a todos y la solidaridad con una familia a la que hemos tenido la fortuna de conocer desde hace tantos años. Solo pidamos a Dios fortaleza en este duro momento.
SÉ PERFECTAMENTE CÓMO ES EL DOLOR DE LA FAMILIA GÓMEZ OSPINA, PORQUE TANTO ELLOS COMO MI FAMILIA PRIETO FORERO HEMOS SIDO VÍCTIMAS DE LA VIOLENCIA DESCARNADA QUE CADA DIA SE ACENTÚA MÁS EN NUESTRO PAÍS. CONDOLENCIAS.
Don Alonso se refiere al asesinato de su joven hija Laura Rocío Prieto Forero, otra vida meritoria y promisoria cortada en plena juventud por nuestra irreflexiva violencia. Era también bumanguesa, Abogada y Teniente de Corbeta de la Armada Nacional, egresada sobresaliente del Colegio Santísima Trinidad de Bucaramanga y de la Facultad de Derecho de la Universidad Industrial de Santander (UIS), alma mater que le había otorgado el galardón académico Cum Laude. Laura Rocío formó parte de la primera promoción de abogados de la UIS. Había nacido en Bucaramanga el 9 de diciembre de 1976. Fue asesinada por las FARC el miércoles 23 de marzo de 2005 en el departamento del Putumayo donde fungía como juez. Tenía 28 años.
SR. PRIETO, AUN RECUERDO MUCHO A SU HIJA Y NO DEJA DE DARME IRA Y DOLOR POR HECHOS TAN ATROCES COMO ESE, HECHOS DE BARBARIE Y DE REPUGNAR, QUE AUNQUE PASE EL TIEMPO COLOMBIA NUNCA PODRÁ OLVIDAR.
Señor Alonso, aunque no nos conocemos, yo soy del Puerto Leguízamo (Putumayo) y aún recuerdo esa triste noticia, en esa mañana del 23 de marzo de 2005; mi mamá trabaja en la Armada, y ella conocía a muchas de las personas que hacían parte de esa comisión que se dirigía a La Tagua; el solo escuchar como alguien intentó proteger a su hija me rompe el corazón, puesto que perder un ser querido y en un lugar totalmente desconocido para ella y para ustedes es algo muy difícil de comprender; la última vez que pasé por el lugar vi que erigieron un monumento, una enorme cruz, en memoria de cada uno de ellos. Que Dios bendiga a su familia. Saludos.
Muy lamentable lo de Juan Guillermo. Más lamentable aún es ver cómo los noticieros le dieron apenas un espacio de tres minutos a esta noticia, que debe estremecer las raíces más profundas de esta sociedad enferma y en donde deberíamos salir a marchar por las calles a sentar nuestra más enérgica protesta. Pero no, como si no hubiera pasado nada. En cambio una ramera de Cartagena sí mereció toda la prensa. Horas y horas en TV, en la radio, páginas enteras en la prensa. ¡Qué enferma está nuestra sociedad! Nuestra gran prensa además estimulando la corrupción, haciendo héroes a los que postraron a Colombia o a los políticos corruptos que tienen en la pobreza extrema a gran parte del país y en donde la falta de oportunidades fabrica la delincuencia que termina con desenlaces tan lamentables como lo ocurrido a Juan Guillermo. La raíz de todos nuestros males está ahí: en la corrupción.
Nuestro portal agradece el pronunciamiento que desde Cartagena, donde se encuentra, hace el Ingeniero Henry Blackburn Moreno, Gerente General de Línea Viva SAS (Living SAS), empresa con asiento en Bogotá, y comparte plenamente lo que expone acerca de la corrupción y de la degradación moral, inexplicablemente alimentada por los medios, como génesis de nuestros grandes males, entre ellos esta vergonzosa inseguridad, en la que pierden la vida miembros prominentes de la juventud colombiana como el Dr. Juan Guillermo Gómez Ospina.
Por su conducto hago llegar mi expresión de condolencia a la familia de Juan Guillermo y pido a Dios les depare resignación cristiana en estos días de dolor.
Con mucho gusto damos paso a su mensaje, maestro Alcides, y desde aquí un cordial saludo para usted y para el periodismo de Villavicencio y del hermano departamento del Meta.