Más allá de si la poesía debe conservar su antigua concepción alrededor de la rima, el ritmo y la medida, o si debe abrirse a los nuevos vientos, en los que se prescinde de aquellos tres soportes sobre los cuales se edificó siempre el arte poético clásico, lo importante es tener presente que, en últimas, ser poeta no es rimar versos, con perfección o sin ella, o escribir con mayor o menor belleza, aunque sin rima. Ser poeta es tener una actitud poética ante las maravillas de la vida; es conmoverse ante el espectáculo incomparable de los arreboles al atardecer o frente al sortilegio cautivador de los jardines; es sensibilizarse ante la incertidumbre y el dolor de los humildes, y compartir la alegría efímera de aquella niñez que debe cifrar su esperanza en un porvenir mejor alrededor de una muñeca de trapo; es asombrarse ante la majestuosidad del mar y apreciar el irrepetible abanico natural del viento y las palmeras; es agradecer a Dios por las inigualables pinceladas con que pintó y las impecables cinceladas con que esculpió los soberbios espectáculos de nuestras montañas; en fin, es no dejar pasar inadvertida la mágica belleza de nuestro mundo, sólo por estar pensando en cómo complacer hasta más allá de la saciedad las ambiciones.
La verdad sea dicha, estamos en deuda con muchos poetas que jamás han escrito un verso.