No pudo volverse más superficial este país. Ya no se habla sino de banalidades. En las escasas ocasiones en que se toca un tema serio, como el de la ciencia política, que aquí por cierto de ciencia no tiene nada, sólo se da rienda suelta a los odios de siempre (que condujeron a este país a la nefasta época de La Violencia) o a la adulación irreflexiva de siempre, de tal manera que uno ya adivina, con sólo leer quién escribe y el título de la columna, en qué sentido va la misma. Casi no encuentra uno, ni andando con la linterna de Diógenes, un periodista independiente, capaz -más allá de simpatías o antipatías- de exaltar lo positivo y de cuestionar lo negativo, o de simplemente informar a la comunidad acerca de las cosas que están sucediendo, porque prácticamente todos optaron por matricularse en los “ismos” que inundaron el escenario nacional y con los cuales ahora, también con una asombrosa superficialidad, se designan pseudocorrientes del pensamiento político apoyadas, no en las ideas, porque ya literalmente nadie expone ninguna, sino llana y escuetamente en la sola figura del respectivo jefe, dentro de eso que se conoce como caudillismo, vicio que tanto daño ha causado en Colombia y en el resto del sufrido continente latinoamericano.
Así vamos: sobrecargados de modelitos fungiendo de periodistas, mientras los verdaderos periodistas se debaten en el desempleo o tienen que volverse productores de sus propios programas para poder sobrevivir. Sí: así vamos: dándole todo el eco posible a lo que nos empequeñece como país y como género humano, y cerrándole la puerta en las narices a aquello que podría conducirnos a ser, por fin, una nación decente: nuestra música autóctona, nuestra poesía, nuestra literatura, nuestras expresiones culturales, nuestra ciencia. Sí, así vamos: fomentando en la televisión la pasión malsana por todas las manifestaciones de la violencia, desde la del cobarde sicario que por una paga miserable es capaz de matar a alguien a quien ni siquiera conoce y que nada le ha hecho en la vida, hasta la del político irreductible en sus odios que cada vez que abre la boca o digita en su computador vierte toda su carga de antipatía visceral contra los mismos de siempre, pasando por todas las demás fuentes de violencia, entre ellas esa fuente creciente de agresividad en que se convirtió lo que ayer era el hermoso y sano deporte del fútbol. Ya no se habla sino de la última “hazaña” de las pandillas en la que una niña inocente que tuvo la osadía de retozar en su casa fue víctima de una de las tantas balas perdidas que surcan nuestros aires; de la última arrogante exigencia de los hampones que desocuparon nuestro erario o enviaron a la tumba a nuestros paisanos -únicamente por atreverse a pensar distinto- para que se les descuente esto o aquello, o para anunciar con derroche de insolencia que ya no colaborarán más con el remedo de justicia al que se han “sometido”; o de los últimos sondeos estadísticos según los cuales cambió la clasificación general individual de los hombres más ricos del mundo, noticia imbécil que se relata haciendo pasar ante nuestra gente desempleada y llena de hambre unos interminables fajos de billetes, fajos que frente a la inmemorial tragedia de nuestra situación socioeconómica constituyen una bofetada contra los humildes, los mismos que trabajan de sol a sol sin poder jamás llegar a soñar siquiera con uno de ellos.
Por culpa de la voracidad y falta de desprendimiento de nuestros políticos, Colombia se radicalizó, aún más de lo que ya estaba. Hoy hay, incluso, programas de televisión, secciones de prensa o espacios de la radio dedicados, única y exclusivamente, a difundir los odios, la maledicencia, la envidia, la acusación temeraria que tantas vidas ha costado. No acaba alguien de plantear la necesidad de un saneamiento de las costumbres políticas o de retomar la lucha por un mañana más justo, cuando ya lo están sindicando irresponsablemente de terrorista. No termina alguien de hablar a favor del orden y de una mayor presencia del Estado en zonas olvidadas de la geografía patria, cuando ya lo están acusando de cavernario, si no de paramilitar. O de “paraco”, que es la expresión de moda. Ingresen ustedes a cualquier foro de Internet: al de la revista Semana, al de El Tiempo, al que sea, y comprobarán la veracidad de nuestro aserto.
¿Una visión apocalíptica? De ninguna manera. Al contrario: una visión realista y un consecuente llamado a la reflexión, así sea uno de esos llamados inútiles que hacía San Juan Bautista en los tiempos de Herodes.
Si no, que lo diga, entonces, el Instituto Nacional de Medicina Legal y Ciencias Forenses, organismo que, según titular de EL TIEMPO (miércoles 3 de agosto de 2011), “alerta sobre incremento de suicidio en jóvenes”. O que lo diga la noticia según la cual “Rubén Darío Rodríguez, representante a la Cámara y presidente del Directorio Liberal de Ibagué, sostuvo que “el desarrollo del Tolima le debe mucho a Santofimio”, en respuesta a la advertencia hecha por el Director Nacional de ese partido Rafael Pardo en el sentido de que “Es absolutamente inceptable para un candidato liberal que esté en una reunión pública y política con el señor Santofimio”, luego de recordarles que esta persona fue expulsada del partido liberal hace diez años. O que lo diga la manera desapasible como responde un expresidente de la república a los escandalosos descubrimientos de corrupción en el Ministerio de Agricultura, en la DIAN, en la Dirección Nacional de Estupefacientes, en el DAS, en el Congreso Nacional, en el Consejo Superior de la Judicatura, en fin, en todas partes, dentro de una espeluznante y vergonzosa explosión de podredumbre moral que cínicamente algunos pretenden minimizar con sofismas.
Pero, a todas estas, la gran pregunta es: ¿Hay esperanza?
Y la respuesta es contundente: ¡Claro! Por supuesto que la hay: la esperanza de este país radica en su juventud.
Aunque, la verdad sea dicha, no siempre la esperanza radica exclusivamente en la juventud. También hay personas mayores que se convierten en símbolo de esperanza: el médico neurólogo colombiano Rodolfo Llinás, por ejemplo, quien en este diciembre cumplirá 77 años de edad, está próximo a sacudir el mundo científico con su descubrimiento acerca de la manera como se produce el Alzheimer y una revolucionaria terapéutica farmacológica que propondrá para curar esa enfermedad, hasta hoy considerada incurable.
Colombia podría estarse aproximando, ahora sí de verdad, a las puertas de un segundo Premio Nobel.