Una situación, aberrante y de abandono que en su tiempo y lugar pudo haberle sucedido a cualquier niñito recién nacido, fue la revelada a través del episodio de la experiencia lingüística evolutiva que sucedió con el idioma español.
Al nacer, nadie quería comprenderlo por balbuciente y andrajoso, por sus morfemas y lexemas que aparecían gruñonas. Era un expósito que hablaba mal. Ultrajado en su niñez por autoritarios gendarmes vestidos hasta los tuétanos a la usanza militar de un imperio, si alguna vez lo amamantaron en orfandad fue de palabras mal dichas. Sus putativos eran unos prepotentes legionarios que se hacían llamar romanos que se entendían entre ellos en latín vulgar callejero; luego vino el gracejo y el chascarrillo proveniente de guerreros con atuendo de cimitarra y turbante, de daga y caballo, de la jineta veloz, de la oración del almuecín y de escritos del Corán; y de nuevo, unos guerreros venidos de oriente, a quienes difícil era comprenderlos por lo que se decían entre ellos, y más aún por lo que escribían. Esa pléyade, trató de nuevo de absorber y hacerse al botín consistente de las pocas palabras que en sintaxis compasiva trataba de guardar para que no se las hurtaran, o las acabaran con el nuevo maltrato lingüista. Cansado al fin de tanto maledicente, pensó en arromanzarse con quien primero tuviese la osadía de proponerle amores: el latín. Lamentable es decirlo, de todas sus vertientes, con la más mal hablada. Un lenguaje primitivo y arcaico que apenas cohabitó en la antesala del español, como anunciara el poeta y como si fuese una chanza: “al estar satisfechas esas ansias mías, de tu orgullo pueril tomó venganza”.
La venganza consistiría en tornarse en castellano medieval y pulirse en cenobios, castillos y palacios, con arzobispos y obispos, abades y señores feudales, reyes y andariegos. De esa forma transformaría su atuendo de harapos andrajosos, en voces y dicciones agradables, eufónicas, castizas, y entonces sí… procurar expandirse para dedicarse a potenciar su argot, al tiempo que visitaba sitios extraños y naturales para buscar complemento en habladurías regionales, contaminarse con un sinfín de dialectos indígenas inimaginables, y luego… florecer y fructificar cada día, eso sí, con gran señorío, convirtiéndose en una de las lenguas más importantes habladas en el planeta, de las mejor escritas. Una de las más trascendentes allende todos los mares y todos los aires, la solícita de poetas y narradores, por cuenteros y políticos, por magos y dicharacheros; una de las más traducidas a otras lenguas para no morir de inanición regional, por la inevitable entropía que calóricamente todo nivela.
Ni qué decir del acento de sus versos entonados por togados, por tonsurados, por bardos y académicos, quienes para expresarse con las diversas ataduras que ofrece su conocimiento acuden a ella, por haberse constituido su lenguaje con léxico abundante, que al componerse en sentencias gramaticales de gran altura y señorío, al ser narradas, puedan considerarse por el habla, en seres cultos, en los mejor entendibles del planeta.
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MANUEL ENRIQUE REY.— Ingeniero químico de la Universidad Nacional. Empresario, historiador y escritor santandereano. Miembro Correspondiente de la Academia de Historia de Santander.