[En memoria de László Majthényi]
Durante muchos años, la vida del Barón László Majthényi pareciera haber estado, al igual que la de su país natal, marcada por la zozobra y la incertidumbre.
En su caso, la zozobra y la incertidumbre propias de quien desde niño tiene que vivir en un país inestable en todo, desde su sistema de gobierno hasta su demarcación fronteriza; pero, además, un país inmerso en grandes guerras y siempre a la expectativa en torno a de dónde provendrá la siguiente invasión de su territorio. Un país en constante trance de independencia nacional y rodeado de vecinos hostiles.
Y es que, para empezar, si László Majthényi Tamássy naciera hoy, y lo hiciera en la misma villa donde nació, ya no sería húngaro, sino eslovaco.
En efecto, la villa y municipalidad de Lukanénye, donde László – Károly, Árényipád, Ottmar Majthényi vino al mundo, el día 16 de setiembre de 1916, en el hogar formado por el Barón László Antal Majthényi y Doña Johanna Majthényi Tamássy (lo cual significa que el apellido de soltera de la madre era Tamássy)—, hoy pertenece a Eslovaquia y su nombre húngaro Lukanénye pasó a ser el eslovaco Nenince.
En otras palabras, la villa donde nació László Majthényi se llama Lukénenye en húngaro y Nenince en eslovaco. Un certificado de nacimiento suyo, expedido diecisiete años después de su muerte, lo otorga ya, el 1o de junio de 2006, la Eslovenká Republika, es decir, la República de Eslovaquia, creada en 1993 cuando se separó de la República Checa. Ya para entonces, László Majthényi había muerto en estas tierras santandereanas.
László Majthényi nació, pues, en medio de los horrores de la Primera Guerra Mundial, que había comenzado el 28 de julio de 1914 sirviéndole de detonante el asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando de Austria, sucesor al trono del Imperio Austro-Húngaro (formado, obviamente, por Austria y Hungría), imperio que habría de desaparecer precisamente a consecuencia de dicha espantosa guerra.
La terrible conflagración, en la que murieron más de nueve millones de combatientes, terminó el 11 de noviembre de 1918. Empero, solo hasta el año siguiente, concretamente el 28 de junio de 1919, cuando László Majthényi apenas alcanzaba los tres años de edad, se firmó el Tratado de Versalles.
Finalizada aquella espantosa catástrofe, su nación se vio estremecida —ese mismo año— por la turbulenta creación y efímera duración de la República Soviética de Hungría, bajo Bela Kun (1919). Lászlo contaba, ya se dijo, con tan solo tres años.
El Tratado de Versalles, dicho sea de paso, lo que hizo no fue traer la paz, sino dejar sembradas las razones propicias para que Alemania se embarcara y embarcara al planeta en una nueva y peor catástrofe planetaria: la Segunda Guerra Mundial, el espantoso incendio bélico internacional que dejaría alrededor de 50 millones de muertos.
Cuando esta segunda gigantesca conflagración armada estalló, el 1 de septiembre de 1939, László Majthényi no solo era ya un joven en la plenitud de sus 23 años, sino que hasta había contraído matrimonio.
Al año siguiente —1940— quedaría viudo de su primera esposa.
Para 1956, cuando los tanques rusos penetraron a Budapest y aplastaron la sublevación de los húngaros contra el nuevo amo que les había traído la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial, László Majthényi contaba con cuarenta años de edad.
Ya para ese momento, no estaba en Hungría. Había tenido que salir huyendo, solo, a bordo de un tren, después de haber sacado apresuradamente a su familia del país.
No solo había heredado de su padre el título nobiliario, sino el derecho a ocupar un escaño en el Parlamento, una institución que por ser típicamente democrática parecía contradictoria en aquella nación monárquica.
Aparte de nobles, los Majthényi eran ricos y pertenecían, por ello, a las familias más prominentes de Hungría. Con la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, la vida les iba a cambiar para siempre.
De los Aliados —Estados Unidos, Inglaterra, Francia y la Unión Soviética— fue esta última la que liberó al país centroeuropeo del yugo nazi.
Corría el año 1945 cuando, en efecto, las tropas rusas y las alemanas combatieron ferozmente en las propias calles de Budapest hasta que las del dictador José Stalin vencieron a las del dictador Adolfo Hitler. Entonces, en el reparto de Europa entre los triunfadores, los soviéticos se sintieron con derecho a Hungría y empezaron a señalarle su nuevo rumbo. El destino, pues, parecía tenerle a esa martirizada nación la suerte echada: o dominación alemana o dominación rusa, pero al fin y al cabo dominación.
En el mismo 1945, los nuevos dominadores de Hungría suprimieron —ahora sí para siempre— los títulos nobiliarios.
En realidad, Hungría ya había perdido la mayor parte de su territorio debido a la invasión del país por los turcos otomanos en 1526. Los turcos fueron expulsados del territorio húngaro en el siglo XVII. Pero ello solo sirvió para que, entonces, Hungría fuera anexada a Austria; quedó, pues, formando parte del imperio austríaco de los Habsburgo.
Hungría, no obstante, siempre quiso ser independiente de Austria y comenzó su lucha por lograrlo. Incluso la Emperatriz de Austria y Reina de Hungría Sissi, quien mostraba un especial afecto hacia Hungría, apoyó la idea de darle a este país su autonomía.
Los esfuerzos emancipadores dieron sus frutos: en 1867 se crea el Imperio Austro-Húngaro. La “independencia” consistirá, entonces, en que Austria y Hungría, aunque reconocerán al mismo rey, tendrán su propio gobierno, cada uno con sede en su respectiva capital. Hungría empieza, pues, a vivir la curiosa contradicción de ser una nación “independiente – dependiente”. Es decir, los húngaros logran una independencia subordinada.
A finales del siglo XIX se acentúa el sino trágico de Hungría y de los húngaros: debido a la fuerte inmigración de rumanos al oriente del país y de eslovacos al norte, los húngaros pasan a ser minoría dentro de la propia Hungría. ¡Hay en Hungría más extranjeros que húngaros!
Cuando sobreviene su derrota en la I Guerra Mundial, Hungría es desmembrada y pierde más territorios. Esos territorios pasan a formar parte de sus países vecinos: Rumania, Yugoslavia y Checoslovaquia.
En la II Guerra Mundial, Hungría aspira a que si apoya a Alemania y Alemania triunfa, se producirá como feliz corolario el de que después de la guerra recuperará los territorios perdidos. Ese es el convenio con la Alemania de Hitler.
Pero las cosas tampoco se vislumbra que le resultarán esta vez: los nazis van a perder la guerra. Trata, entonces, de cambiarse de bando para no repetir derrota: derrotada en la Primera Guerra Mundial y derrotada ahora de nuevo en la Segunda. Pero no lo logra; Hungría está condenada a estar otra vez en el bando de los vencidos: Alemania descubre su propósito y la invade. El mismo año de la invasión alemana la invade la Unión Soviética, que finalmente saca a los alemanes, pero al costo de quedarse ella mandando.
Y se queda mandando, pero desde Moscú.
En 1956, sin embargo, la URSS advierte —o le advierten— que Hungría se va a retirar del Pacto de Varsovia y que va a realizar reformas contrarias a los intereses soviéticos. Entonces, los tanques rusos definitivamente la invaden y aplastan la sublevación. El gobierno que imponen se quedará en el poder hasta muchos años después.
Es de anotar que en 1919, bajo la fugaz República Soviética de Hungría, de Bela Kun, el país alcanza a recuperar militarmente territorios en poder de Eslovaquia. Pero no puede mantenerlos: los poderosos, aliados en la Entente, la obligan a devolverlos. Y más bien, al final de aquel turbulento período de apenas cuatro meses, Rumania la invade.
Debido a las nuevas fronteras que le trazaron en 1918, esto es, al término de la I Guerra Mundial, millones de húngaros se vieron de buenas a primeras viviendo, no en Hungría, sino en los países vecinos. De hecho, la tercera parte de la población húngara quedó viviendo fuera de Hungría. Al final, todos esos millones de húngaros tendrán que resignarse a que les cambien la nacionalidad por la fuerza.
El poeta húngaro Sándor Márai —quien hoy sería eslovaco, al igual que László Majthényi— escribió que “la conciencia de ser húngaro es sinónimo de soledad, de que el idioma húngaro es incomprensible para las personas de otra lengua y de que tampoco tiene parientes, así como de que el fenómeno de lo húngaro, lleno de mezclas pero absolutamente peculiar, es extraño incluso para nuestros vecinos más próximos, que han compartido nuestro destino durante siglos. La conciencia de todo eso tiene algo de aterrador”.
Márai —también novelista y periodista— habló, igualmente, de la “terrible soledad histórica de los húngaros“.
Sándor Márai era contrario a los nazis, a los fascistas y a los comunistas. Estos últimos lo descalificaron como “burgués” y, una vez apoderados de Hungría, lo relegaron al olvido, después de ser el escritor más prominente de la Europa Central. Durante la Segunda Guerra Mundial, un bombardeo destruyó su casa. Murió, al igual que László Majthényi, en 1989. Es decir, ambos coincidieron en el curioso y trágico designio de morir justamente en el año en que habría de caer el ignominioso Muro de Berlín, cuyo derrumbamiento hubiesen querido presenciar y hasta contribuir en él con al menos un par de simbólicos martillazos. También coincidieron en morir el mismo año en que lo había hecho la última reina de Hungría, Zita de Borbón-Parma (Zizers, Suiza, 14 de marzo de 1989).
Solo que, a diferencia de su compatriota, el poeta no esperó a que el corazón se le detuviera cualquier día dentro de los muros taciturnos de una clínica extranjera: viudo, solo y ya casi ciego, compró un arma de fuego y se pegó un balazo en la cabeza. Había escrito: “En ocasiones sueño que vuelvo a ser un niño, y un helado escalofrío me recorre la espalda, se me acelera el corazón, grito en medio del sueño y me despierto bañado por un sudor angustioso”.
[CONTINUARÁ…]