“No hacer con sangre, política”
hoy ha pedido el más fuerte,
y anuncia ¡qué mala suerte!
una paz triste y raquítica.
No acepta el Gobierno crítica,
y ante el dolor siempre inerte,
a su nación hoy le vierte
su indiferencia granítica.
Pero aun aquí donde es mítica
la conducta sibarítica
que se asume ante la muerte,
tanta actitud jesuítica,
tanta indolencia mefítica,
va a hacer que el odio despierte.
Tengo la esperanza, al igual que muchos colombianos, de que la paz llegue a Colombia, si Dios desarma los espíritus. Prefiero, como dice nuestro Presidente Juan Manuel Santos Calderón, el fin de la guerra que una guerra sin fin. Pero que las autodenominadas FARC se convenzan de que ya no pueden retroceder porque la opinión internacional las está vigilando; las conversaciones en La Habana no tienen marcha atrás, porque es una ilusión que todos los colombianos tenemos. Y es una vergüenza que los colombianos nos estemos matando, ahora, por unas ideas foráneas.
Me duele ver la Patria, de norte a sur, del oriente al occidente, y en el centro, ensangrentada; ver que ni nosotros ni nuestros hijos hemos conocido una Colombia en paz, y que aún los fusiles no se han acallado y los chozas tienen la puerta cerrada, esperando que retornen a sus casas el hombre y su prole, y los campesinos vuelvan a entrar y no vuelvan a salir de sus tierras, que ya no estarán llenas de sangre; que no siga llorando Colombia, ya que sus lágrimas han clamado al cielo.
Precisamente por eso
yo estoy de acuerdo contigo,
Alejandro, y te lo digo:
la paz es siempre un suceso.
Mas hoy se siente uno preso,
así la ley nos dé abrigo,
pues protestar trae consigo
otro problema bien grueso.
Y es que mostrar desacuerdo
o en el apoyo ser lerdo
a violencias y a dicterios,
podría traerle bien presto
a quien disienta de esto
la paz de los cementerios.