[Memorias] A propósito de una canción // EL VALLE DE TENZA. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

OSCAR HUMBERTO GOMEZ

 

En el lejano año de 1978, cuando avanzaba en mis estudios universitarios, conocí el Valle de Tenza. Mi amigo Guillermo Eduardo Vargas Márquez —de rancia estirpe boyacense— me planteó la posibilidad de que lo acompañara al grado de su novia, de quien solo atinó a contarme que era una joven oriunda de un pueblo llamado Guayatá y que estudiaba en la Normal de Tenza, pueblecito que yo, muchos años más tarde, en las imágenes difuminadas de mis sueños locos, creía recordar vecino de este y que incluso se alcanzaba a divisar por entre los tupidos cerros.

Yo acepté la invitación y me fui con él a bordo de un bus de la empresa Copetrán que nos dejó en un sitio más allá de Tunja llamado la Represa del Sisga. Allí nos paramos a esperar otro bus, que vendría en sentido contrario, el cual nos llevaría, no a nuestro destino, sino apenas a la segunda etapa de nuestro viaje. No recuerdo bien si este otro bus llegaba hasta Garagoa o hasta Guateque.

Existía entonces en aquel paraje tan solo una modesta caseta donde se expendían comestibles. El vehículo pertenecía a una empresa llamada Flota Valle de Tenza y provenía de Bogotá. En ese yerto, pero hermoso sitio solo se detenía si, como sucedió en nuestro caso, había personas esperándolo y le hacían señas para que se detuviera. Emocionado, abordé el viejo bus junto con mi guía y me adentré por primera vez en los paisajes paradisíacos de aquel valle del que no había escuchado hablar jamás.

 

Tenza era un pueblo muy chico con casas de puertas abiertas. Desde afuera, desde la calle, se divisaban las señoras que, vestidas con atuendos campesinos, tejían canastas o sombreros sentadas en el interior de ellas. Allí aprendí que el Macondo de García Márquez no era el único pueblo donde la vida se había congelado en el tiempo.

La ceremonia fue la típica de los colegios femeninos de aquella época, con monjas, el beso al pabellón nacional y a la bandera amarillo y blanco de El Vaticano, las jovencitas con uniforme de gala, la canción generadora de nostalgia —esta vez era una de Julio Iglesias que decía “los lugares quedan, la gente se va, y al final la vida sigue igual”—, las sentidas palabras de despedida, los aplausos, los vivas y, por supuesto, las lágrimas.

La novia de Guillermo Eduardo se llamaba Nubia.  Nubia Ruiz Pinto, creo que era su nombre completo.

 

De Tenza partimos hacia Guayatá, que era el pueblecito donde ella vivía. Allí conocí a su familia, de la cual solo recuerdo hoy a su padre, un hombre serio, de sombrero y bigote, de cuerpo mediano y con quien Guillermo apenas cruzaba el saludo y una que otra palabra forzadamente amable. Unos músicos del lugar le estaban cantando en aquel momento un vals titulado “Hojas de calendario”, que ya para aquel año era una añeja canción de la vieja guardia.

En Guayatá, poco antes de una breve caminata colectiva por una especie de bosque circundante, me presentaron a una prima de la novia de Guillermo. Calculando mal el tiempo, podría decir que a las diecisiete milésimas de segundo ya sentía que me gustaba. Aquella niña resultó tener el nombre de la integrante de un dueto que irrumpió en los comienzos de la década y que conformaban ella y su hermana. Se llamaba Elizabeth.

 

Elizabeth era hija de un artista popular dedicado a tallar esculturas en madera llamado Domingo Dueñas. Poco después vine a saber que había caído en el seno de la familia del compositor de una de las canciones más antológicas de la música andina colombiana, la famosa danza Negrita, es decir, en plena familia del maestro Luis Dueñas Perilla. Yo la solía cantar por entonces, acompañándome con la guitarra, en aquellas serenatas de medianoche con las que despertaba a mis amistades: “Negrita: tú viniste en la noche de mi amargo penar / tú llegaste a mi vida/ y borraste la herida de mi pena letal // La ilusión de mi vida es amarte no más / implorarte el consuelo, el calor y el ensueño que jamás pude hallar //. Separarnos hoy quiere el destino a los dos / y una pena me brinda esta separación // Hoy te alejas de mí, / hoy se va mi ilusión / y todo es amargura / para mi corazón //. Negrita: Pasarán muchos días, muchos años quizás / y grabada en mi vida llevaré yo escondida tu sonrisa inmortal // Nadie puede tu imagen de mi pecho arrancar / adorable y cautiva estarás en mi vida hasta la eternidad“.

 

Elizabeth era la típica niña de pueblo: hermosa, sencilla, cálida y recatada. Nos hicimos novios casi de inmediato, luego de que ella disipara sus dudas iniciales de si aquel muchacho flaco, pálido y mechudo venido de la ciudad no la estaría viendo solamente como un fugaz pasatiempo de vacaciones. Hasta muchos años después conservaba de ella unas pocas fotografías en colores que alguien nos tomó mientras platicábamos sentados en un escaño del parque de Guayatá, en cuyo centro se hallaba instalada una escultura de madera elaborada por su padre y que representaba una ballena. Me pareció curioso ver un mamífero de esos tan lejos del mar.

Don Domingo había esculpido, además, —y su obra también adornaba el parque— una especie de monumento a la memoria de su esposa, la madre de Elizabeth, a quien él y sus hijos perdieron en un accidente de tránsito ocurrido en la carretera central a Bogotá. De esta  luctuosa tragedia me enteré luego de que, en algún momento, acompañándome con la guitarra, me puse a cantar un paseo de Alfredo Gutiérrez llamado Anhelos y fue cuando Elizabeth me lo contó. “Esa era la canción de mi mamá“, fue lo primero que me dijo mientras a su rostro se asomaba la tristeza.

 

A partir de ahí, viajar al Valle de Tenza se me volvió un emocionante proyecto de vacaciones. Para ir a ver a Elizabeth recolectaba dinero entre mis compañeros. De manera muy especial recuerdo el viaje para el cual recibí una donación que me hizo Roque Javier Villamizar, no tanto porque hubiese sido de cien pesos —la más alta de todas—, sino porque me la dio en cheque.

Guillermo Eduardo ya no iba conmigo.

 

En Guayatá fui siempre bien atendido, me sentí apreciado, respetado, valorado como persona y como amigo por adultos y niños. Una linda jovencita de ojos azules y de quien ya no recuerdo el nombre (pensé que nunca se me olvidaría) era hija del panadero. En el que sería mi último viaje allá, cuando ya me encontraba en la estación dispuesto a subirme al bus, me entregó su inolvidable regalo: una mestiza grande adornada con mi nombre.

 

A Elizabeth le gustaba mucho que cantara una canción que decía: “Si me voy…si me voy recuerda que yo volveré….Ruega a Dios… ruega a Dios que algún tenga que volver…/ Si me voy…si me voy recuerda que yo volveré….Ruega a Dios… ruega a Dios que algún tenga que volver… // Aquel amor que se fue, mas nunca volvió / porque así lo quiso Dios/ porque así soy yo“.

 

El profesor de la escuela —quien por esos días andaba diezmado por la tusa— vivía en un segundo piso; un lazo conectaba la chapa de la puerta con la segunda planta y un ligero jalón le permitía hacer deslizar el pasador y abrirnos sin tener que bajar las escaleras; entonces empujábamos la puerta e ingresábamos a la casona los ya amigos suyos amantes de la música, con nuestros instrumentos, y a los pocos minutos el aire se impregnaba de bambucos y boleros. La canción que más le gustaba, y que me hacía repetir, decía: “Ven… mi corazón te llama…tan… desesperadamente / Ven… mi vida te reclama… sé… que necesito verte // Sé… que volverás mañana… con la cruz de tu dolor… ay, vida… qué modo de quererte… tan… desesperadamente“.

 

Dimos no pocas serenatas, pero también hicimos tertulias musicales nocturnas en los escaños del parque. Y como debido al intenso frío todos usábamos ruanas, en la oscuridad de la noche parecía que estuviese tocando una tuna de fantasmas.

 

En un lugar intermedio entre Guayatá y Guateque o entre Guayatá y Garagoa (la verdad, no lo recuerdo bien) existía un balneario al que fuimos un par de veces, suficientes para sentir lo anchurosa que era la juventud y lo promisoria que era la vida.  Su nombre no podía ser más pomposo: se llamaba Hamburgo sobre el Súnuba.

 

Antes del que sería el último regreso a Bucaramanga, tuve la oportunidad de verificar que por una carretera polvorienta se llegaba a los confines del Valle de Tenza, los pueblos de Santa María y San Luis de Gaceno. Un poco más allá comenzaba la verde inmensidad de los llanos de Casanare.

 

Que donde quiera que estén, amigas y amigos — y tú Elizabeth, y todos los tuyos — reciban muchas bendiciones de aquel Supremo Hacedor al que con frecuencia fuimos a orarle en el templo y frente a quien —reconozcámoslo— tuvimos una que otra plática pagana y esbozamos una que otra inoportuna sonrisa.

 

Mesa de las Tempestades, Área Metropolitana de Bucaramanga, jueves 14 de abril de 2016.

 

(Alguien subió a YouTube mi bambuco CANCIÓN PARA EL VALLE DE TENZA. Si desea escucharlo, por favor dé clic izquierdo encima del enlace)

 

 

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7 respuestas a [Memorias] A propósito de una canción // EL VALLE DE TENZA. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

  1. Guillermo Eduardo Vargas Márquez dijo:

    Gracias, querido amigo Oscar Humberto, por inmortalizar mi nombre en tu crónica sobre tu primer viaje al inolvidable Valle de Tenza y espero que algún día podamos regresar, ya con nuestros cabellos plateados con el pasar de los años, a saludar de nuevo a ese valle donde dejamos tan buenos recuerdos de nuestra juventud.

  2. María del Pilar Navarro dijo:

    Es un relato como para una película romántica y costumbrista. Muy hermoso. Me gustó mucho, doctor Oscar.

  3. Luis Alfredo Acuña dijo:

    Qué hermosos y bellos recuerdos, agradables anécdotas, en un sitio tan especial como el Valle de Tenza. Todos hemos recordado el pasado y eso es vida, es traer al presente lo vivido; parecieras con tu relato estar recordando aquello que viví en mi juventud cuando visitaba a una novia que tenía en San Vicente de Chucurí. Con tu bello bambuco, les dejaste el regalo más hermoso a sus moradores, que tanto te apreciaron.
    Gracias, Oscar Humberto.

  4. ALEJANDRO GOMEZ LAMUS dijo:

    Apreciado Dr. ÓSCAR HUMBERTO: Luis Dueñas Perilla, el maestro de Somondoco (Boyacá) (1921-1977), compuso también:”Bajo la luz de la luna” y “Adorado tiplecito”. De acuerdo con lo por usted relatado en su artículo, esas muchachas del Valle de Tenza son toda pureza, educadas para ser gloria de Dios con sus ejemplos, con disciplina férrea, tenaz. “Negrita” es una linda melodía que mi papá le cantaba a mi hermana mayor, Luz Helena, porque ella era morenita y el amor de padre e hija siempre descolló. Usted sigue enalteciendo con su pluma nuestra cultura santandereana. Dios siempre lo bendiga. ALEJO

  5. MIGUEL ANTONIO KISIC dijo:

    COMO CASI TODO LO QUE ESCRIBE Y COMPONE, ES BELLÍSIMO.

  6. Álvaro Díaz Safi dijo:

    Qué bello y sentido relato, Oscar Humberto…y qué hermosa y sonora composición musical.
    Si García Márquez hubiera conocido Boyacá, habría ganado otro premio Nobel…, qué acierto estar suscrito a tu página.
    Saludos.

  7. Alfonso Tarazona dijo:

    Hermoso comentario sobre el Valle de Tenza; le dan a uno ganas de arrancar para allá; muy bien descrito por Óscar Humberto.

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