LA LUCA. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

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Hoy he salido a darle la vuelta al condominio más temprano que de costumbre. Como siempre, llevo cachucha. Esta vez, sin embargo, estoy estrenando: porto en mi cabeza la nueva cachucha negra que me regaló la Mercedes Benz y en la que, como es natural, están impresos el nombre y el logotipo de la prestigiosa marca de automóviles. Fue lo último que me entregaron en la concesionaria y solo para decirme que era bienvenido a la gran familia Mercedes Benz. Una familia que, desde luego, no existe. Una supuesta familia a la que jamás me hubieran dado la bienvenida si no hubiese tenido dinero para pagarles el carro.

Sé que el recorrido será de un poco más de cinco kilómetros y también sé que demorará un poco más de una hora.

 

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Treinta minutos después de haber abandonado mi casa, y el conjunto donde vivo, y cuando avanzo hacia la capilla, caminando siempre dentro de los anchurosos terrenos de este condominio -al que me vine a vivir, a pesar de su lejanía, porque quería comprobar si era cierto eso que decían en los comerciales de Urbanas de que iba a ser la mismísima restauración del edén en la tierra- comienzo a sentir a mis espaldas dos voces masculinas.

Por un momento las dos voces parecieran estarme siguiendo. Pero poco después percibo que empiezan a acercárseme, con lo cual concluyo que quienes vienen detrás de mí van a sobrepasarme. Sin embargo, no lo han hecho todavía y ya principio a escuchar el diálogo en el que vienen inmersos. No me hace falta mirar hacia atrás y observarlos para darme cuenta de que son dos de aquellos humildes jóvenes obreros que todos los días, al despuntar el alba, forman una interminable fila india para poder ingresar por la portería del extremo opuesto a aquel donde está ubicada nuestra residencia familiar, denominada “Portería del Triunfo”, y dirigirse a pie hasta sus sitios de trabajo. Una larga hilera de muchachos de quienes estoy seguro que no deben ganar más que el salario mínimo. Una sucesión de necesitados de quienes se dice entre algunos de mis vecinos que deben estar agradecidos porque al menos no están sufriendo los rigores del desempleo. Una fila, digo, que cada día se me parece más a la que forman las esposas y los hijos de los reclusos para la visita familiar de los domingos. Un ejército de pobres que mantiene el condominio en obra negra por todas partes y que poco a poco, entre volquetes cargados de materiales que lenta y pesadamente avanzan dentro de las vías internas; y máquinas pulidoras que igual lanzan al aire polvo que ruido; y enormes taladros que penetran el suelo y, de paso, los tímpanos de todo aquel desdichado a quien sorprendan cerca; y vallenatos estridentes que de vallenatos no tienen sino su discutible nombre; y rancheras ordinarias, ninguna de las cuales es interpretada por alguna de aquellas voces privilegiadas que hicieron de México uno de los grandes referentes musicales de América; y corridos prohibidos que nadie prohibió, y, en fin, polvo de cemento por doquier, van logrando la hazaña de volver realidad, aquí no más dentro del área metropolitana de Bucaramanga, y para decirlo parafraseando a John Milton, el tránsito “del paraíso perdido al paraíso recobrado”.

 

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Yo sigo caminando mientras voy mirando hacia el suelo. No es que no quiera caminar erguido; es que la topografía del terreno me obliga a hacerlo así. Levanto un poco la vista, pero la cachucha no me permite ver hacia el frente. Pienso que debo tenerla mal puesta, que podría ajustármela un poco para que no me estorbe la visión, pero decido dejármela como está.

No tengo que aguzar el oído para saber de qué vienen hablando quienes me siguen, pues ambos hablan lo suficientemente fuerte y claro.

En algún momento descubro que me encuentro bastante sudoroso y me seco la cara con la toalla.

Estoy a punto de conocer varias cosas; la más sencilla: qué es una luca; otra: que dentro de los humildes uno encuentra valores éticos que, en cambio, no observa dentro de ambientes sociales donde podrían -y deberían- ser fértiles; y la otra, y que será la que más habrá de impresionarme: cuán enorme resulta la diferencia entre lo que es importante para mí y aquello que lo es para otras personas que casualmente se cruzan conmigo en alguno de los recodos por donde llego a transitar en el largo camino de la vida.

Casi que inconscientemente acciono mi diminuto equipo de música para que, en lugar de seguir emitiendo la preciosa voz de la preciosa Gigliola Cinquetti, comience a grabar.

 

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—Si, brother, a mí sí me pareció injusto lo que el man hizo…

—Ah no, brother, claro que fue injusto…

—Pero, a todas estas, ¿qué fue exactamente lo que pasó, brother? ¿dónde estuvo lo malo? si es que al final de cuentas nadie se quedó con la luca de otro…

—No, sí, brother, eso es verdad, pero él no se lo creyó.

—Pero yo insisto: ¿dónde estuvo el problema? ¡O es que acaso usted se cogió la luca!

—No, claro que no…

—Por eso, brother, por eso.

—Es que la vida es así, brother, eso es todo.

—Pero cómo fue la vaina, que yo al final ni supe…

—Pues la vaina fue así, brother… Llegó el man y nos dijo a los de la cuadrilla: hay este nuevo refrigerio, y tal… Y que cada uno debía poner una luca.

—Ajá…

—Nosotros éramos siete… O sea que reuniríamos siete lucas

—Ajá…

—Entonces me encargó a mí de recoger las siete lucas

—Ajá..

—Esa fue la falla, brother, esa precisamente fue: que me hubieran encargado a mí…

—Sí, brother, usted tiene razón… A uno no deberían encargarlo de nada…

—Sí, brother… Pero el man me encargó…

—Bueno, y qué pasó, brother

—Pues pasó que yo vi que no podía dar mi luca, brother… No la podía dar porque si la daba se me “descompletaba” lo del pasaje…

—Huy, claro, brother… ¿Y entonces?

—Entonces yo recogí las lucas de los demás y le entregué al man las seis lucas

—Y dónde estuvo la falla, entonces, brother

—La falla estuvo en que yo no le aclaré al man que iban seis lucas, pero no porque fuéramos seis manes, sino porque no iba la mía…

—Y entonces qué pasó…

—Que el hombre preguntó después cuántos éramos los de la cuadrilla y le dijeron que siete…

—Sí, es que yo estaba ahí, brother, yo dije también que éramos siete.

—Y yo, en cambio, no estaba; el man se me fue con todo a espaldas mías.

—Bueno, y qué, brother

—Y el man, entonces, dice que yo no le entregué las lucas completas y que quise robarme una; que al revolverlas con las de las otras cuadrillas, la falta de la luca pasaría de agache.

—Sí, eso dijo. Y cuando él dice eso, es cuando yo me meto a ayudarlo a usted, brother.

—No, y yo se lo agradecí, brother, y se lo vuelvo a agradecer, pero…

—Sí, brother, pero la embarré, me imagino.

—Sí, brother, el hombre pensó que usted me estaba encubriendo.

—Pues, brother, yo le dije: vea, patrón, es que yo no tuve para dar mi luca porque ya había comprado el refrigerio en la caseta de afuera y por eso solo hay seis. Fue lo que se me ocurrió.

—Sí, brother, y usted que dice eso y el hombre que se va para el cambuche y me hace llamar en privado.

—¿Y él qué le dijo?

—Me dijo: usted me entregó seis lucas, pero ustedes eran siete.

—¿Y usted qué le dijo?

—Que sí, que éramos siete, pero que yo no había podido dar mi luca porque se me “descompletaba” lo del pasaje.

—¡Huy, no, qué falla. ¿Y él qué dijo?

—Se puso todo verraco y me preguntó que, al fin, quién era el mentiroso; que usted, brother, le había dicho que el que no había dado la luca había sido usted.

—¿Y usted qué hizo?

—Nada, brother, quedarme callado.

—Pero ¿por qué?, ¿callado por qué? Ha debido decir la verdad.

—El problema con la verdad en este país, brother, es que casi nunca se puede decir.

 

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Hay un momento de silencio. Yo sigo caminando al mismo ritmo, pero ellos, definitivamente, me sobrepasan por la izquierda. Entonces los veo y de una vez confirmo su pobreza extrema por la pobreza extrema de sus ropas tristes. Metros más adelante reanudan el diálogo sin aflojar el paso. Yo tampoco aflojo el mío y eso me permite ser ahora quien los sigue a ellos. También me permite seguir oyendo lo que dicen.

—Le insisto, brother: ¿por qué usted se quedó callado? Yo no entiendo…

—Eso ya no vale la pena, brother.

—No, sí vale la pena, brother, claro que vale la pena; cuéntemelo: ¿usted por qué no aclaró? Eso era lo más lógico.

—No todo en la vida es lógica, brother.

—Pues usted perdonará que le insista, brother, pero ¿por qué se quedó callado?

 

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Hay un bache en la conversación; otra vez vuelvo a enjugarme el sudor del rostro con la toalla. Entonces el interrogado contesta y a mí me da la impresión de que la voz se le quiebra; juraría que está llorando.

—Me quedé callado, brother, porque el man dijo todo “emputado” que o usted o yo le habíamos mentido; que uno de los dos se había robado la luca.

—Ajá.

—Que él había creído que yo era el ladrón, y que usted me estaba encubriendo, pero que luego vio que el ladrón podía ser usted y el encubridor yo.

—Ajá.

—Que pensó echarnos a ambos; pero que finalmente concluyó que solo se debía ir uno porque el ladrón era uno solo: que se iba usted o me iba yo; pero que, eso sí, en todo caso los dos no seguiríamos en la obra.

—Ajá.

—Y yo en seguida fui consciente, brother, de que usted es un man casado y con hijos, y que, en cambio, yo soy soltero y, en últimas, no tengo quién me espere.

 

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El otro ya no dice “ajá”. Hay un interminable lapso de silencio que pareciera haberse quedado suspendido en el aire frío de la mañana. Luego se reanuda la charla, pero el tono de la voz que pregunta ha descendido de manera considerable. No tengo claro si es a causa del cansancio o, más bien, como consecuencia de la tristeza.

—¿Y qué pasó, brother?

—Que yo acepté que me había cogido la luca.

—Huy, brother…yo no sabía eso; yo no sabía, ¡qué embarrada!…

 

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Regresa el silencio. Después retorna la charla.

—En realidad, yo no sé qué decirle. Gracias por haberme salvado, brother.

—Gracias a usted, brother, por haber intentado hacerlo primero conmigo.

 

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Vienen otros instantes de silencio. El sudor persiste en su impertinente recorrido hacia mis ojos.

—¿Y cómo consiguió esta otra “chamba”, brother? ¿cómo hizo?

—El hombre me dijo que por haberle confesado la verdad, no me reportaría en el resto de obras. Entonces me presenté en varias hasta que me dieron este “camello”. Es provisional, brother.

 

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Otra vez el silencio. Y después del silencio la filosofía de los sin nombre, de los que nunca publicarán su pensamiento y este se diluirá en el sempiterno anonimato de sus vidas grises. En efecto, el joven obrero completa su frase como si adivinara lo que hay detrás del incómodo mutismo del otro.

—Y no se sienta mal por eso, brother; finalmente en esta vida todo es provisional.

 

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Los dos siguen caminando, pero ya no hablan.

Cuando más adelante levanto la vista, solo veo a uno de ellos; me sorprende que no pueda precisar cuál de los dos es. Me sorprende más, sin embargo, que me haya distraído al punto de que no me haya dado cuenta del instante en que se separaron. Repaso el entorno con la vista y alcanzo a divisar al otro: va ingresando a las obras del Peñón del Lago.

El ahora solitario caminante ha continuado la marcha a paso rápido; poco después se adentra en las obras todavía inconclusas del hotel.

Yo continúo mi recorrido, pero unos pasos adelante, al pasar junto a los parqueaderos del que se dice que será uno de los más fabulosos hoteles del país, me vuelvo a limpiar el sudor y abordo al celador del lugar:

Ala, discúlpame te hago una pregunta.

—Con gusto, patrón.

—¿Tú sabes qué es una luca?

 

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Es notorio que el hombre esperaba otra pregunta; acaso suponía que le iba a preguntar por la ubicación de alguno de los diferentes conjuntos residenciales del condominio, que suele ser lo que los visitantes me preguntan a mí cuando detienen sus automóviles a mi lado y me abordan para que los oriente, pues seguramente no han visto otro peatón en kilómetros a la redonda.

El vigilante sonríe al contestarme y, entonces, me doy cuenta de que quizás jamás ha ido al odontólogo.

—Una luca son mil pesos, jefe.

-¿Mil pesos?-, le pregunto sin poder evitar poner en evidencia mi desconcierto.

-Sí, jefe, una luca son mil pesos-, me ratifica.

“¡Mil pesos!… -cavilo sorprendido-. ¡Y pensar que no alcanzan ni para una botella de agua!”.

 

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Le doy las gracias a mi ocasional y uniformada fuente de información, y cuando me apresto a reanudar la marcha, observo varios automóviles estacionados. Todos son nuevos y relucientes. Uno de ellos es un Cooper, otro es un BMW, otro es un Audi.

Esta vez, aparte de mi cachucha, en ningún lado veo que diga Mercedes Benz.

 

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Mesa de las Tempestades, área metropolitana de Bucaramanga, sábado 28 de mayo de 2016.

 

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