“Y todo esto pasó con nosotros.
Nosotros lo vimos,
nosotros lo admiramos.
Con esta lamentosa y triste suerte
nos vimos angustiados.
En los caminos yacen dardos rotos,
los cabellos están esparcidos.
Destechadas están las casas,
enrojecidos tienen sus muros.
Gusanos pululan por calles y plazas,
y en las paredes están salpicados los sesos.
Rojas están las aguas, están como teñidas,
y cuando las bebimos,
es como si bebiéramos agua de salitre.
Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe,
y era nuestra herencia una red de agujeros.
Con los escudos fue su resguardo, pero
ni con escudos puede ser sostenida su soledad.
Hemos comido palos de colorín,
hemos masticado grama salitrosa,
piedras de adobe, lagartijas,
ratones, tierra en polvo, gusanos . . .
Comimos la carne apenas,
sobre el fuego estaba puesta.
Cuando estaba cocida la carne,
de allí la arrebataban,
en el fuego mismo, la comían.
Se nos puso precio.
Precio del joven, del sacerdote,
del niño y de la doncella.
Basta: de un pobre era el precio
sólo dos puñados de maíz,
sólo diez tortas de mosco;
sólo era nuestro precio veinte tortas de grama salitrosa.
Oro, jades, mantas ricas,
plumajes de quetzal,
todo eso que es precioso,
en nada fue estimado . . .”.
(Visión de los vencidos. Los últimos días del sitio de Tenochtitlan. Manuscrito anónimo de Tlatetolco. 1528. Biblioteca Nacional de México).
Exceptuando quizás relatos como éste, inserto en la obra Visión de los vencidos, de Miguel León Portilla, la historia siempre la han narrado los vencedores.
La conquista española de los territorios donde hoy se asienta nuestra nación colombiana no fue la excepción. El genocidio de las naciones indígenas afincadas en la hoy Colombia, por parte de quienes llegaron aquí procedentes de Europa, armados de bulas papales, arcabuces, cañones, perros feroces, leguleyos, habilidades para el engaño y una inagotable codicia, fue relatado en un principio por los mismos españoles y, más tarde, por cronistas nacidos aquí, pero más interesados en rendirle culto a la grandeza de la poderosa España que en relatar con objetividad el silenciado punto de vista de los despojados.
Lo cierto es que, finalmente, los implacables invasores de la hoy América hispana se impusieron gracias a su inmenso poderío militar mientras que los vencidos desaparecieron de la faz de la tierra o fueron literalmente diluidos, sin pena ni gloria, en la anodina cotidianidad de un forzoso mestizaje.
Juan de Castellanos fue, además de fundador de Valledupar, un exhaustivo, poético y talentoso cronista español que tuvo las características adicionales de ser militar, explorador y sacerdote, lo que le permitió no solo pertenecer a las tropas conquistadores, sino preocuparse por observar, escuchar y escribir notas personales que más tarde le posibilitaron narrar la colosal epopeya de la Conquista en su enorme obra Elegías de varones ilustres de Indias. Narrarla, claro está, desde el punto de vista de la España conquistadora y triunfante.
En la Cuarta Parte de aquella extensa obra —que el autor escribirá primero en prosa, para luego, desplegando una labor que le consumirá diez años de su existencia, pasarla a versos—, relata la conquista de Bogotá, Tunja y sus alrededores bajo el nombre de Historia del Nuevo Reino de Granada.
Después aparecieron otros cronistas, como Pedro de Aguado, Pedro Simón o Lucas Fernández de Piedrahita, que fueron complementando aquella magna obra de Castellanos, convertida en referente obligado de los futuros historiadores. Nuestra historia indígena terminaron escribiéndola, pues, los españoles. Incluso, Gonzalo Jiménez de Quesada, el fundador de Bogotá, escribió y relató diversos aspectos de su propia obra conquistadora.
Pues bien: en el Canto Primero de la Historia del Nuevo Reino de Granada se lee lo siguiente:
“De manera que solamente saben
y aun no sin variar en sus razones,
cosas acontescidas (sic) poco antes
que los nuestros entrasen en su tierra;
de las cuales habemos colegido
que lo que llaman Bogotá los nuestros
se dice Bacatá, que decir quiere
remate de labranzas, y es el nombre,
no del cacique, sino de la tierra.
Y el penúltimo rey de sus provincias
dicen que se llama Nemequene,
que es hueso de león en su lenguaje;
y el que reinaba quando (sic) los cristianos
llegaron, se decía Thisquesuzha,
que es cosa noble puesta sobre frente“.
“Al fin, después de muerto Nemequene,
quedó por sucesor en el Estado
su sobrino llamado Thisquesuzha,
el cual a la sazón era cacique
de Chía, donde dicen que procede
el rey de Bogotá, y ansí primero
que goce del primero señorío,
ha de ser el de Chía su principio”.
” (…) y que para defensa de las tierras
convenía ser hombres continentes,
porque las añagazas de mujeres
los hacen descuidados y remisos,
y algunas veces ser acobardados.
Destos nunca dió muestras Thisquesuzha,
(…)”. (Negrillas fuera de texto. Cursivas en el texto).
Sobre la “Muerte de Tisquesusa“, leemos en Reportaje de la Historia de Colombia:
“El relato de Pedro de Aguado presenta uno de los incidentes más trágicos de la caída de los chibchas: la forma como murieron los dos últimos caciques, Tisquesusa y Sagipa o Saquesagipa. En la primera parte vemos cómo los españoles tratan de capturar a Tisquesusa, quien se ha refugiado en la casa de monte para escapar a las exacciones de aquellos. Aguado nos muestra, además, los intentos de resistencia hechos por los indígenas, hasta el momento en que el cacique, huyendo en la noche, cae bajo la lanza de un español que pensó dar muerte a uno más de los indios”. (Reportaje de la Historia de Colombia. 158 documentos y relatos de testigos presenciales sobre hechos ocurridos en 5 siglos. Selección y presentación: Jorge Orlando Melo. Historiador de las Universidades de North Carolina y Oxford. Editorial Planeta. Bogotá. 1989, p. 79).
Juan de Castellanos fue el primero que habló del Zipa Tisquesusa. Por haberlo sido, ahora se afirma por algunos que ese zipa no existió, ya que “en documentos anteriores” a la obra del famoso cronista no aparece mencionado.
Quienes tal cosa se atreven a aseverar confunden cosas tan distintas como la de que alguien no haya existido y la de que alguien se haya llamado de otra manera. Y es que quienes hablan de la “inexistencia” del Zipa Tisquesusa terminan reconociendo que, simplemente, era el mismo Zipa Bacatá, nombre este que los indígenas daban a la hoy Bogotá.
Pues bien:
Un concejal de Zipaquirá ha publicado en Youtube un video en el que, prácticamente, ridiculiza la figura histórica del zipa Tisquesusa. Lo hace a partir de una nota aparecida en el diario El Espectador y de una entrevista que le hace al señor secretario de la Academia de Historia de Cundinamarca.
Empero, en dicha nota —que, en el fondo, apunta a señalar lo mismo que señala el señor secretario— no dice que el zipa Tisquesusa no haya existido. Para verificarlo, basta con reproducir el texto del artículo. Lo que dice es lo siguiente:
“Un litigio en el Consejo de Estado fue la excusa perfecta para recordarnos que muchas veces la historia no ocurrió como nos la cuentan. En virtud de un proceso que se adelanta por una solicitud presentada por el Banco de la República para que se anule el registro de la marca Tisquesusa, al Consejo de Estado llegó un oficio en el que el Instituto Colombiano de Antropología e Historia (Icanh) sostiene que no hay ningún registro oficial de que a mediados del siglo XVI hubiera existido un cacique llamado así. Al parecer, el nombre Tisquesusa fue una invención del cronista español Juan de Castellanos para referirse al cacique de Bogotá.
En el oficio, conocido por El Espectador, el Icanh sostiene que, con respecto a este cacique, “es difícil establecer si Tisquesusa fue su nombre real (…) En todos los documentos disponibles se le llama Bogotá, no Tisquesusa. Al parecer este fue su nombre real. El zipa combatió contra los conquistadores en varias ocasiones hasta que resultó herido de muerte, probablemente, a comienzos de 1538”.
Los españoles crearon toda una serie de leyendas alrededor de la muerte del cacique de Bogotá, de la que se enteraron varios meses después de ocurrida. Entonces, tras su muerte “se generaron leyendas como que había sido enterrado con grandes cantidades de oro”. Esto le costó la vida a su sucesor, un zipa llamado Sagipa, quien pese a haber negociado la paz con los españoles en 1539, fue traicionado y acusado de “no querer revelar el lugar del entierro y fue torturado por esta razón hasta la muerte”.
El documento agrega que “muchos años después, en 1590, el sacerdote y cronista Juan de Castellanos, en su obra Elegías de varones ilustres de Indias, cambió el nombre de Bogotá por el de Tisquesusa y se ignora de dónde tomó este dato. Es posible que haya sido de alguna tradición oral de la época. A partir de ese momento los cronistas —como el franciscano Pedro Simón— tomaron como cierto este dato y empezaron a llamar a este jefe Tisquesusa —en lugar de Bogotá— y así fue como en la tradición histórica de Colombia se perpetuó ese nombre”.
El informe, firmado por el director del Icanh, Fabián Sanabria, y proyectado por el profesor Jorge Gamboa, ya hace parte del proceso al final del cual el Consejo de Estado debe definir si anula o no el registro de esta marca que, de acuerdo con el Banco de la República, no debió haberse realizado puesto que “la marca Tisquesusa no es susceptible de registro por cuanto está conformado (sic) por nombres, caracteres y símbolos de comunidades indígenas y ancestrales del país”. (Negrillas fuera de texto).
Como se observa, el informe no niega la existencia del zipa Tisquesusa, sino que se limita a indicar que ese pudo no ser su verdadero nombre. Ni siquiera esto último lo asevera con la contundencia que se le endilga.
Que el zipa de Bogotá se llamara Bogotá es más improbable que el hecho de que tuviese un nombre propio diferente al del lugar de donde era zipa. Lo que se quiso significar fue, entonces, simple y llanamente, que quien ejercía el poder político en aquel lugar que los indígenas denominaban Bacatá se llamaba Tisquesusa.
Ahora bien: se critica que el zipa Tisquesusa, o el zipa de Bogotá, o el zipa de Bacatá, o el zipa Bogotá, o el zipa Bacatá, en todo caso ni nació, ni vivió, ni murió en Zipaquirá y que, por ello, esta ciudad no tiene por qué exaltar su memoria, pues el personaje no tiene relación alguna con Zipaquirá.
El yerro, desde luego, es monumental. Este zipa era el que, como autoridad aborigen, gobernaba sobre toda aquella zona geográfica antes de que llegaran a estas tierras los conquistadores extranjeros, y,por ende, no es cierto que carezca de relación con la actual tierra zipaquireña. Al contrario, tiene una estrecha relación. La misma que Simón Bolívar tiene con todos y cada uno de los lugares de este país, independientemente de que jamás haya pisado siquiera alguno de ellos. Negarlo constituiría una visión miope y torpe de la significación histórica y sociocultural del personaje. Todos los mexicanos, por ejemplo, honran la memoria del cura de Dolores, Miguel Hidalgo, independientemente de en qué lugares de México haya estado o en cuáles no. Ningún norteamericano osaría desconocer a George Washington solamente porque no haya nacido en su pueblo natal, o no haya vivido en él, o en él no haya muerto. Lo mismo acontece con los franceses y Napoleón Bonaparte, con los suizos y Guillermo Tell, o con los españoles y Miguel de Cervantes Saavedra. Tisquesusa es patrimonio histórico y cultural de toda la nación colombiana.
Pero, además, el nombre del municipio de Zipa-quizá, por ser prácticamente el único del país que honra al zipa, más que ninguno debe estar íntimamente asociado a la memoria de este dirigente nacional de la Colombia precolombiana y quien, a la llegada de los conquistadores, encarnaba la soberanía de la gran nación muisca, soberanía que España no respetó y, antes por el contrario, arrasó con el poder de la abrumadora supremacía militar que ostentaba.
En otras palabras, existían varios cacicazgos, ninguno con asiento en Zipaquirá, pero todos tenían como autoridad política precolombina al Zipa de Bacatá, esto es, al personaje histórico a quien Juan de Castellanos identifica con el nombre de Tisquesusa.
Obviamente, se entiende que, para redactar su voluminosa obra, el famoso cronista fue apuntando todo aquello que veía y escuchaba, por lo cual sus fuentes eran orales. Pero de ahí, a decir que se inventó el nombre de Tisquesusa va mucho trecho. Y lo hay más, por supuesto, de ahí a decir que se inventó el personaje como tal.
Invención que, por lo demás, carecería de toda lógica, pues el cronista simplemente estaba relatando los pormenores de la Conquista de estos territorios por España y no se ve qué razón podía tener para que a un personaje llamado “Bogotá”, autoridad máxima de “Bogotá” —curiosa coincidencia—, lo llamara Tisquesusa.
Más allá del debate, que refleja la pugnacidad política con que se aborda todo en este país, la Alcaldía de Zipaquirá y la empresa de economía mixta Catedral de Sal han hecho posible la producción, instalación y desvelado, el pasado 18 de julio, con ocasión del centenario de la ciudad, de la obra del maestro Antonio Frío “LA OFRENDA DEL ZIPA TISQUESUSA“. Este monumento presidirá el que se llamará Paseo de los zipas.
Además de representar al personaje, en la clásica postura de ofrenda al Sol —no debe olvidarse que nuestros aborígenes eran panteístas—, y con la desnudez con la que la leyenda de El Dorado presenta al máximo dirigente muisca cuando, cubierto de polvo de oro, ingresaba a bañarse a la laguna, la escultura simboliza la lucha de nuestros antepasados por evitar que la poderosa España, llegada de ultramar, se apoderara del que hasta la invasión hispana había sido su territorio.
Antonio Frío, el escultor de la obra —quien, además, es pintor, compositor y cantor de renombre—, nació en Bucaramanga, donde adelantó sus estudios, pero vive hace tantos años en Zipaquirá, que esa ciudad lo declaró, hace ya largos años, hijo ilustre suyo.
El maestro Antonio Frío es egresado del Instituto Técnico Superior Dámaso Zapata (Instituto Tecnológico Santandereano) y tenemos el honor de contar, dentro de las escasas obras originales que poseemos, con su escultura Bolívar con ruana, y con uno de sus famosos óleos sobre Bolívar, ya enfermo y diezmado, sobreviviendo en la Quinta de San Pedro Alejandrino (Desvaríos).
Resulta inevitable rememorar que Antonio Frío irrumpió en el medio artístico santandereano —y colombiano— en los ya lejanos años 70, cuando las emisoras empezaron a pasar al aire, con inusitada persistencia, su canción Pistolero siglo XX, que muy pronto se convirtió en el éxito del año. Así que es un compositor y cantor de excelsas calidades.
Pero, además, Antonio Frío es pintor. Un magnífico pintor que se dedicó siempre a exaltar a ese Bolívar de ruana y sombrero, agotado, cansado, traicionado, empobrecido y vencido del que nunca nos hablaban en las clases de Historia Patria.
También Antonio Frío escribió, pues, con pincel, cincel, fuego y martillo, una nueva visión de los vencidos.
Ruitoque, Mesa de las Tempestades, Área Metropolitana de Bucaramanga, sábado 21 de julio de 2018.
ÓSCAR HUMBERTO GÓMEZ GÓMEZ: Miembro de la Academia de Historia de Santander y del Colegio Nacional de Periodistas (CNP).