I
La medicina en general reemplazó a los teguas y la obstetricia en particular llegó a reemplazar a las parteras.
Fue una lucha difícil en la que, aquí en Bucaramanga, tuvo papel preponderante el joven médico Guillermo Sorzano, alcalde de la ciudad por aquel entonces.
El doctor Sorzano, figura prominente del Partido Conservador y cuyo nombre es el que verdaderamente tiene el mal llamado “parque San Pío” —error proveniente del nombre del templo y del barrio—, se tuvo que enfrentar a toda una sub-cultura imperante que aceptaba y defendía el empirismo en medicina. En efecto, dentro del imaginario popular, sabía más “doña Esther”, reputada comadrona, que unos doctores aparecidos a última hora en el escenario semi-pueblerino de aquella Bucaramanga de los años 50.
II
Mi generación —al igual que las anteriores— alcanzó a sentarse en las sillas de los dentistas sin título universitario. La única solución a todos sus problemas dentarios era, por supuesto, la extracción. Así, entre el empirismo de las agujas de anestesia, las tenazas y el pocicle de kola, transcurrieron los primeros contactos de nuestra gente con esa profesión. El “doctor” que le sacaba las muelas a nuestro pueblo había cursado escasamente el bachillerato, pero se había hecho dentista en la “universidad de la vida”, casi siempre mirando a otros hacer lo mismo.
CAPÍTULO III
Con los contadores pasó algo semejante. A la par con los nuevos contadores públicos, los contabilistas de siempre terminaron siendo contadores juramentados, y los libros diarios, los balances generales y los estados de pérdidas y ganancias fueron durante mucho tiempo producto del más crudo empirismo en las intrincadas cuestiones del debe, del haber y del saldo.
IV
Y ni qué decir de la abogacía. Los tinterillos tenían copado ese escenario por completo. Lo copaban, claro, con su visión estrecha del mundo jurídico, un mundo que para ellos no se remontaba, ni por asomo, a los orígenes sociológicos y antropológicos de la autoridad, ni a la aparición del Estado sobre la faz de la tierra. No les interesaba en absoluto cuáles habían sido los aportes del derecho romano al desarrollo del derecho civil, ni si en materia de ciencias jurídicas Juan Jacobo Rousseau escribió esto o Inmanuel Kant dijo aquello, pues la vida, simplemente, transcurría de las 8 de la mañana a las 6 de la tarde en el tecleo inmisericorde de la vetusta máquina de escribir, en la que se confeccionaban memoriales de dudosa redacción, escasa sintaxis, pobre morfología, preocupante sindéresis, espeluznante ortografía y nula profundidad jurídica, pero con los cuales se recaudaba —eso era lo único importante— el pan de cada día.
Por supuesto, en esa rebusca cotidiana del pan sucumbían lo que para ellos no eran sino majaderías, como la Teoría del Estado o la Filosofía del Derecho, y, de paso, se desechaba cualquier atisbo de enfoque antropológico, económico, sociológico, político, médico o psicológico, en una palabra científico, de los complejos problemas del universo jurídico. (Dicho sea de paso, hoy abundan los funcionarios judiciales que, a pesar de tener colgados en sus paredes impresionantes diplomas —casi todos otorgados por universidades extranjeras, o por universidades nacionales que copian sin chistar cuanto digan las extranjeras—, que los acreditan como magísteres, doctores o pos-doctores, conservan intacta esa misma mentalidad insoportable del cagatintas que, en materia de justicia, no ve un centímetro más allá de sus narices).
V
La ingeniería era también ejercida por señores que, con lenguaje de precario vuelo académico, dirigían las obras civiles desde una visión basada tan solo en la experiencia empírica.
Aunque, en honor a la verdad, el bagaje de conocimientos de algunos de aquellos hombres empíricos alcanzaba para destacarlos, dentro de su particular contexto social e histórico, como buenos en lo que hacían. Así, por ejemplo, una elocuente fotografía insertada por la Sociedad Santandereana de Ingenieros en el libro Historia de la Ingeniería en Santander, con el cual conmemoró los 50 años de su fundación, muestra a uno de estos “ingenieros” (las comillas son del libro) supervisando las obras al frente de las cuales se encontraba. Se trata, dice el libro, del “ingeniero” residente de las obras de construcción del acueducto del barrio Girardot.
En otras ocasiones, en cambio, las consecuencias del empirismo se traducían en los puentes peatonales que a poco de inaugurados —o el mismo día de su inauguración— se caían o en los acueductos por cuyas tuberías, después de los discursos y las copas de champaña, no brotaba una sola gota de agua.
Con el paso de los años, lo que antes era simplemente “la ingeniería”, sufrió todo un entramado de diversificación para dar paso, entonces, a la ingeniería civil, a la ingeniería eléctrica, a la ingeniería electrónica, a la ingeniería de sistemas, a la ingeniería industrial, a la ingeniería de minas y petróleos, y, en fin, a una multiplicidad de carreras profesionales que, por desdicha para la universalidad del conocimiento, terminaron —al igual que las diferentes ramas de la medicina o del derecho— desconectadas entre sí casi por completo.
VI
La arquitectura en Colombia fue inicialmente ninguneada por maestros de albañilería, casi nunca de buen gusto estético, hasta que comenzaron a hacer presencia los primeros arquitectos extranjeros, y más tarde los arquitectos colombianos formados en el extranjero, y luego los graduados en la única facultad de arquitectura de Colombia, y más tarde los egresados de las demás escuelas de arquitectura afincadas en el territorio nacional.
Infortunadamente, la ausencia de normas jurídicas claras, unida al desastroso binomio que se formó entre la riqueza y el mal gusto, y, desde luego, a la pobreza general de la sociedad colombiana, cuando no a la simple y llana tacañería, produjo como resultado el paulatino crecimiento urbanístico de nuestras ciudades y de nuestros pueblos divorciado de la belleza que solo le podía proporcionar la arquitectura.
Hizo su presencia, entonces, el arquitecto firmón, que a cambio de un estipendio avala lo que no ha hecho, y también lo hizo el imperio de los maestros de obra como diseñadores y ejecutores de construcciones en las que salta a la vista, para el observador medianamente culto, la carencia de arquitecto y, por supuesto, de buen gusto. La condescendencia, cuando no la venalidad, de quienes fueron encargados por el Estado para, supuestamente, preservar el patrimonio arquitectónico y no permitir el afeamiento de nuestras urbes, completó la faena: hoy por hoy se siguen demoliendo sin consideración las últimas supervivencias arquitectónicas de épocas históricas, y con ellas los últimos vestigios de nuestra identidad cultural, no para dar paso a los encantos estéticos de la modernidad, sino a melancólicas edificaciones de arquitectura anodina dentro de las cuales habrán de hacinarse viejos, jóvenes y niños sin otra opción de vida distinta a la de encender el televisor y entregarse sumisos en los brazos inexplicablemente cada vez más confortables de la violencia.
VII
En cuanto a la salud mental, emocional y anímica de nuestro pueblo, y a pesar de los ingentes esfuerzos que se han hecho por parte de alguna que otra personalidad progresista de este país en tan valiosa materia científica, todavía en vastos sectores de la población se cree, como antaño, que eso de la psicología es una cosa hecha únicamente para locos y que podemos gastar plata en el dermatólogo, a ver si les ganamos la pelea a las manchas o a las arrugas, o en el cardiólogo, para que nos aleje el amenazante fantasma del infarto, o en el gastroenterólogo, para que nos quite los molestos inconvenientes del colon irritable, o en el endocrinólogo, para que nos haga ver menos gordos o menos flacos, o en el cirujano plástico, para que nos devuelva a punta de bisturí los encantos de la juventud perdida así lo único que logremos sea cambiar el rostro que nos dio la naturaleza por una expresión siniestra, pero nunca en el psicólogo —y mucho menos en el psiquiatra—, aunque nos tengan en ascuas las amenazas del insomnio, la depresión, el estrés, la irascibilidad o la ansiedad y hasta una que otra persecución fantasmagórica.
A esa dificultad sociocultural se une la de que, por falta de disposiciones legales claras y ausencia de conocimiento de nuestra gente —incluida la que ejerce el periodismo escrito, radial o televisivo— acerca de lo que significa la Psicología, cuáles son sus escuelas, su objeto y su método, y las diferentes terapéuticas que le son propias, cualquier charlatán logra presentarse hoy en día como experto en una profesión que jamás estudió. Eso, cuando no es que aparece el lego atrevido que no tiene empacho alguno en aseverarle a un público ignorante que sus “técnicas” se las envidian los propios psicólogos por lo acertadas y fructíferas que son.
Es así como, en una sociedad confundida, que finalmente solo busca quién la ayude con la pesada carga de su angustia existencial, aparece toda clase de “salvadores”: un “coach” por aquí, un “psicorientador” por allá, un “motivador” más allá, un “orientador de familia” más acá, un “parapsicólogo” por este lado, un “espiritualista” por aquel otro, y se termina creyendo que hasta las terapias con velas, o la lectura del tarot, o los tratamientos con aromas, tienen que ver con la Psicología.
EPÍLOGO PARTE I
A pesar de que pululan las facultades y escuelas superiores, de que promociones enteras de egresados reciben sus diplomas en inolvidables ceremonias de graduación, y de que esos jóvenes profesionales o sus atribuladas familias invierten luego en posgrados no precisamente económicos sus últimos restos, pareciera que hoy estuviésemos dando reversa y retrocediendo a las mismas épocas oscuras en las que dominaba el empirismo. Con el agravante de que, a la par de la creciente aceptación social, y del creciente atrevimiento de quienes sin rubor pretenden desconocer las profesiones liberales, se condena a los verdaderos profesionales de estas disciplinas a los embates del desempleo y de la desesperanza.
Hoy en día, en efecto, los profesionales liberales colombianos tienen que enfrentarse no solo a la creciente carestía de la vida, a los costos cada vez más elevados que implica sostener una oficina o un consultorio o a la cada vez más indolente carga impositiva, sino también a la chocante adversidad —consentida y patrocinada por un Estado indiferente o alcahueta— de que todo el mundo en este país se sienta médico, abogado, arquitecto, psicólogo o ingeniero, y nadie tenga óbice alguno en pontificar sobre temas que deberían ser del exclusivo resorte de los profesionales de la correspondiente disciplina.
Ya es hora de que se exija respeto hacia las profesionales liberales y de que el Estado garantice ese respeto.
Mesa de las Tempestades, sábado 29 de setiembre de 2018.
(Continuará un día de estos…)