A Miguelito Ardila
Han tumbado la vieja edificación donde en los años 1965 y 1966 funcionaba la Concentración Escolar de Varones José Camacho Carreño que en aquel entonces dirigía el profesor Néstor Gabriel Solano C. (jamás supe de qué apellido era esta letra la inicial) y en la cual cursé mi cuarto y quinto de primaria.
La han demolido justamente cuando por estos días, y desde el año pasado, la he venido evocando, con esa nostalgia que inevitablemente traen consigo los años, mientras avanzo en la preparación de mis memorias y me solazo con los recuerdos acerca del ciclista Severo Hernández.
He visto sus escombros en el piso y no he podido menos que trasladarme en la memoria, a lo largo de los lustros y de las décadas, hasta aquellos lejanos días en que un niño de uniforme blanco atravesaba a pie desde su casa y descendiendo por la calle 36, las grandes distancias que lo separaban de ella, y que llegaba a ella primero que nada para reunirse en uno de sus anchurosos patios con sus dos más cercanos compañeros e integrar otra vez el trío de estudiantes pobres que se reía a carcajadas por cualquier tontería, que se contaba los mismos chistes tontos, y se narraba las mismas hazañas de mentiras, y se compartía los mismos sueños quiméricos y las mismas esperanzas imposibles, sin pensar en nada diferente, sin angustiarse por la escasez de pan en sus mesas, ni por la precariedad de sus atuendos, ni por las distancias que tendrían que desandar a la salida, ni por no contar en sus bolsillos con monedas para comprar las pelotas de millo con melado a los chicos de la cooperativa, porque vivían en una época hermosa en la que ser pobre no era ninguna deshonra, sino más bien un precioso reto que nos ofrecía la vida para demostrarnos a nosotros mismos que éramos capaces de salir adelante a pesar de las adversidades.
Se llamaban José Hilario Martínez y Ubaldo Velásquez.
El primero de ellos, José Hilario, residía en alguna casa del norte, cuando el norte no quedaba más allá de los barrios San Rafael o Chapinero, dos de los más modestos de la ciudad y hasta donde se llegaba caminando a lo largo de la carrera 15, la avenida del Libertador, y otro barrio, el barrio Arenales, era un lugar exótico del que uno sabía tan solo que existía mucho más allá del norte y que para llegar a él había que viajar como pasajero de un bus urbano de color amarillo rojizo y por una larga carretera, la misma que iba hacia el mar, ignoto, remoto e inalcanzable, barrio al que, por el nombre y por esa relación, imaginábamos cubierto de arena; barrio del que más tarde vendríamos a saber que, a raíz de la visita del presidente de los Estados Unidos a Bogotá, los vecinos le habían pedido al concejo municipal que le cambiara el nombre y lo bautizara “barrio Presidente Kennedy”, como en efecto ocurriría, así con el paso del tiempo perdiera lo de “Presidente” y solamente quedara llamándose “barrio Kennedy”.
Ubaldo, en cambio, no vivía hacia ese lado. De hecho, la última imagen que me quedó de aquel niño de incisivos largos, cabello negro, liso e indómito y ojos oscuros y vivaces fue cuando se subió por última vez al bus de “El Reposo” que bajó por la nueva avenida 36, giró en U a un lado del templo de San Laureano, lo recogió —él se le subió de un salto—, y empezó a subir por la joven avenida hacia el oriente hasta perderse de mi vista —el bus y él— para siempre.
A la vista de las ruinas de mi escuela, he evocado, por supuesto, el resto de vivencias de aquellos dos años inolvidables. Se me agolpan los recuerdos y todos parecieran salir al tiempo, atropelladamente, como si cada uno quisiera ganarse un puesto privilegiado en el desordenado maremagno de mis nostalgias: las tardes en que se suspendían las clases porque Tongorito y Repisita habían llegado a distraernos con sus chistes repetidos, pero siempre agradables; la mañana en que nos reunieron en el patio principal para decirnos que podíamos irnos a recibir la caravana de la Vuelta a Colombia en Bicicleta porque el corredor que venía de puntero era uno de aquí, de Santander, llamado —eso entendieron mis oídos— “Acevedo Hernández”; la mañana en que también nos soltaron antes para que pudiéramos ir a escuchar en el radio el tiempo suplementario del partido entre Inglaterra y Alemania por la Copa Mundo que se estaba celebrando en Londres ya que Alemania acababa de empatar antes de que acabara el tiempo reglamentario; las clases de educación física en las argollas donde nos subíamos como si fuéramos acróbatas de circo y desde las cuales podíamos observar el interior de la contigua estación del Cuerpo de Bomberos; las visitas de la inspectora escolar de la segunda zona doña Inés Tirado de Palomino, cuya estatura me enseñó que no siempre el que manda es el más alto; la imborrable partida de ajedrez con fichas en vivo y nuestro director de curso, el profesor Jerez, jugando con las blancas, sentado detrás de nosotros, su equipo —o su ejército, mejor— vestido con un traje oriental colorido y brillante, de turbante, túnica y capa, partida en la que yo no era rey, ni reina, ni alfil, ni torre, ni caballo, sino tan solo uno más de los peones y, por cierto, aparte de sostener en la mano derecha una daga de cartón brillante, no hice absolutamente nada y acaso a eso se haya debido que las negras nos hubiesen derrotado en la forma tan catastrófica como lo hicieron y nos hubiese tocado, luego de oír por los parlantes la sonora voz del “jaque mate”, y en señal de rendición, abandonar el campo de escaques retrocediendo sin dejar de hacerles la venia a los triunfadores. Y, claro, por supuesto, el concurso de canto, aquel inolvidable concurso de canto del que, muchos años más tarde, el psicólogo Juan José Cañas Serrano le habría de decir a su hija, la catedrática universitaria Katya Fernanda Cañas Sánchez, sentados ambos en las escaleras de mi casa, que había sido “una lección de vida”.
Lo narro a continuación, aunque ya lo narré para mis amigos en mi novela clandestina “Tierra de cigarras”, porque la nostalgia tiene el inconveniente de que las mismas cosas se repiten, una y otra vez, aun a riesgo de fatigar al auditorio.
(CONTINUARÁ)