LAS RUINAS DE MI ESCUELA [Memorias][Capítulo II]. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

A Miguelito Ardila

 

 

Hoy, a la distancia de los años, con el alma endulzada por la nostalgia, debo reconocer que el único pecado de mi compañero Cote era el de ser bueno para la aritmética.

Sí: un pichón de matemático que nos caía mal a todos porque era el único capaz de entender los vericuetos inextricables de las operaciones distintas a la suma, la resta, la multiplicación y la división por una sola cifra, y, consiguientemente, el único capaz de pasar al tablero, con una sobradez que a lo mejor no tenía, pero que todos le percibíamos desde nuestros bancos de madera, donde tratábamos de seguirle el enrevesado método que le permitía, ante nuestros ojos atónitos y nuestra mente confundida, sacarle al número que fuera esa invención diabólica que se llamaba la raíz cuadrada.

 

 

Para quienes, como yo, disfrutábamos el repetir como loros que la raíz cuadrada de 4 era 2 porque 2 por 2 daba 4; que la raíz cuadrada de 9 era 3 porque 3 por 3 daba 9; que la raíz cuadrada de 16 era 4 porque 4 por 4 daba 16; que la raíz cuadrada de 25 era 5 porque 5 por 5 daba 25; que la raíz cuadrada de 36 era 6 porque 6 por 6 daba 36; que la raíz cuadrada de 49 era 7 porque 7 por 7 daba 49; que la raíz cuadrada de 64 era 8 porque 8 por 8 daba 64; que la raíz cuadrada de 81 era 9 porque 9 por 9 daba 81; y que la raíz cuadrada de 100 era 10 porque 10 por 10 daba 100, y hasta ahí llegaba toda nuestra sapiencia en radicales, nos resultaba insoportable que Cote pasara siempre al tablero y sin inmutarse le encontrara la maldita raíz esa a números estrambóticamente largos, como podría ser, pongamos por caso, el 473´864.917.

 

 

En aquel 1966, año para el cual mi familia había abandonado ya el entorno amable del antiguo centro de la Bucaramanga de entonces, el del parque Romero y su enigmático obelisco, el del parque García Rovira y su imponente estatua, el de la tienda de doña Celia y sus coloreados cuentos de vaqueros y sus verdes dulces de cidra, el de la Funeraria Colombiana y su enorme televisor de cuatro patas —nuestra primera sala de cine—, el de las espigadas palmas del Politécnico Femenino, el de la casa señorial de las señoritas Albornoz y su precioso automóvil rosado, el de la escuela Roso Cala y su hermosa y severa rectora, el de la amena catequesis dominical del Salesiano y el de la tienda del Gordo “Yin” (que solo hasta ahora vine a saber que era la forma como pronunciaban su nombre, Eugenio, sus ignorantes vecinos al decirlo en otro idioma que no era el suyo), para irse a vivir a un distante barrio del oriente de la ciudad, yo me hallaba a las puertas de terminar la primaria, sin que me perturbara en lo más mínimo la inminente perspectiva de enfrentar ese otro mundo, hasta entonces lejano, del bachillerato.

 

 

El patio principal de la escuela era grande y polvoriento, y se hallaba rodeado de unos pasillos que estaban por encima de su nivel, es decir, que patio y pasillos no estaban a ras, y el hecho de que el estudiantado formara en el patio y el profesorado se parara o se paseara por los pasillos, enfatizaba la superioridad jerárquica de este sobre aquel, además de que cada uno de los institutores portaba, como el fusil los militares, una regla con la cual imponían, descargándola sobre las palmas de nuestras manos sudorosas, la rigurosa estrictez del poder disciplinario.

El rector era un hombre de baja estatura y cuya edad la recuerdo como bastante más avanzada que la del resto de profesores. Se llamaba Néstor Gabriel Solano C. sin que jamás nos hubiéramos preocupado por averiguar de qué apellido era inicial aquella letra. Solamente recuerdo que vestía rigurosamente de saco y corbata, y que vivía en una casa ubicada en el costado norte de la calle 43 entre carreras 14 y 15.

 

 

Los días viernes se celebraban los llamados viernes culturales, cuando la cultura no había sido relegada, como ahora, a un último plano en las prioridades del Estado y todavía se escuchaban en los establecimientos educativos las canciones de José A. Morales y se recitaban las poesías de Aurelio Martínez Mutis así como también se rezaban a viva voz las oraciones al Hacedor Supremo, porque nadie se avergonzaba de su identidad santandereana, ni de creer que la vida no apareció en la tierra por mero sortilegio.

Aquel viernes tres alumnos disputarían la final del concurso de canto. Hoy, al rememorar a dos de ellos solamente soy capaz de evocar sus apellidos, porque sus nombres se perdieron, acaso para siempre, en los archivos polvorientos del olvido.

Uno era Cristancho, el otro era Gamboa y el otro era Gómez. Yo era el titular de este último apellido y, sin duda, el menos opcionado para ganar la competencia.

 

 

Como era de suponerse, quien pasó al micrófono para fungir como maestro de ceremonias fue el alumno que tenía que pasar, así como pasaba al tablero para lucirse con los números: Cote. Fue él quien anunció los tres premios: para el tercer puesto, cincuenta centavos; para el segundo lugar, un peso; y para el ganador, dos pesos.

Yo, que conocía la voz de ruiseñor que poseía Cristancho y la voz de turpial de la que gozaba Gamboa, y que era plenamente consciente de mis limitadas aptitudes para el canto, ya vaticinaba para quién sería el tercer puesto.

 

 

(CONTINUARÁ)

 

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