Se equivocan, y en materia grave, quienes creen que la rememoración de los hechos históricos que rodearon nuestra Independencia Nacional y el nacimiento de la Nación colombiana es cosa estéril e inútil frente a la creciente evidencia de la degradación moral que nos agobia.
“Gracias a la Independencia Nacional, ahora tenemos nuestros propios ladrones“, se leía, por ejemplo, en el bocadillo de una caricatura publicada en un periódico capitalino a propósito de la efemérides.
Otros dicen, y con razón, que lo único que nos une a los colombianos es la selección de fútbol y que siendo, como somos, un pueblo completamente desunido, carece de sentido alguno ponernos en la pendejada de conocer nuestra historia y de exaltar la memoria de nuestros próceres.
Otros comentan, con amargura, que siempre llegan a los cargos públicos los mismos y a hacer las mismas cosas, por lo cual ya no vale la pena creer en nadie, y que ante semejante panorama tan lamentable ponernos a hablar de Simón Bolívar, o de Francisco de Paula Santander, o de Antonio Nariño, es hasta ilógico.
Se ponen de presente también otras lacras que nos deprimen como el desempleo profesional —y, en general, el desempleo—, la crisis en la salud, la crisis en la justicia, la crisis en el sistema carcelario, la crisis en la contratación administrativa, la crisis en las obras públicas, en fin, la crisis en todo, y se pregunta de qué sirve ponernos a recordar próceres cuando no hay pan en la mesa y sí corruptos por doquier saqueando el erario y disfrutando a sus anchas de nuestros impuestos.
Se enfatiza en el abandono al que cayó la música andina colombiana, otrora representativa del país y prácticamente expulsada hoy de la red radiofónica nacional mientras que se les da amplísima cabida a las peores expresiones musicales de que se tenga noticia en el devenir histórico de la música en el mundo. Se alega, entonces, que si ya el bambuco desapareció de los medios, y si el que domina por todas partes es el regueatón, ¿qué sentido tiene tanta remembranza de cosas que sucedieron ya hace mucho tiempo, si eso en nada va a cambiar la situación por la que atravesamos, en la que ya lo nuestro no le importa a nadie?
Se habla, incluso, de que la bandera nacional, y el escudo nacional, y el himno nacional, ya no representan nada para nadie; que todo el mundo agita la bandera y aúlla el himno por ahí en los partidos de fútbol, después de los cuales sale a matarse con su vecino por un resultado adverso.
Todo ese panorama sombrío es cierto. Empero, lo que resulta erróneo es concluir, a partir de él, que celebrar el Bicentenario de la Independencia Nacional y el nacimiento de esta Nación no sirve para nada y que solo se les ocurre semejante majadería a historiadores sin oficio. (Que, dicho sea de paso, es como decir a todos los historiadores, porque la gente cree que los historiadores no son sino unos ancianos que se reúnen en una casa vieja a no hacer nada porque en sus casas no tienen nada que hacer).
¡Qué error tan garrafal el que se está cometiendo!
Al contrario: rememorar todos los sacrificios que costó posibilitar que esta Nación naciera, rememorar toda la sangre humilde que costó el que esto que llamamos Colombia existiera, rememorar las esperanzas, los sueños y las ilusiones que en el don inapreciable de la libertad pusieron nuestros antepasados, es algo que habrá de terminar creando una nueva conciencia nacional: la conciencia de que solamente podrán en el futuro llegar a tomar las riendas del Estado y de esta sociedad nuestros mejores hombres y nuestras mejores mujeres; la conciencia de que algún día ningún colombiano habrá de levantar la mano, ni mucho menos un arma, contra otro colombiano; la conciencia de que algún día se erradicará el miedo que hoy todo el mundo experimenta por atreverse a decir lo que piensa, a escribir lo que piensa y a reclamar sus derechos; la conciencia de que algún día quienes estudiaron no volverán a tener que humillárseles a personajes opacos que, con el poder en sus manos, deciden su acceso a un trabajo digno o su hundimiento en las honduras del desempleo; en fin, la conciencia de que algún día, por fin, lograremos llegar a ser libres. Libres, incluso, del libertinaje, vicio que —dicho sea de paso— está también contribuyendo a matar lo que hemos conquistado de libertad.
Conocer la historia, sentirla, vivirla, y ser conscientes de quiénes somos, de a qué país pertenecemos y de cuánto costó construir este país —el único país que es nuestro, porque en cualquier otro seremos siempre extranjeros— no es algo inservible, entonces, como han terminado por hacérnoslo creer.
Y es que el patriotismo no culmina en izar la bandera, ni en cantar el himno nacional. Falta lo demás. Y lo demás es, por ejemplo, aprender a respetar al otro colombiano, es escucharlo con la consideración que se merece por ser alguien de nuestro mismo país, es procurar contribuir a que nuestros problemas se solucionen en vez de contribuir a que se perpetúen o se agraven, es no sembrar nuevos odios entre nuestros compatriotas para dividirnos cada vez más, es no apoyar al deshonesto, al pícaro, al sinvergüenza, y entender que solamente nos deben representar quienes demuestren ser dignos sucesores de nuestros libertadores —de los famosos y de los anónimos—, de los que aparecen profusamente en los textos de Historia y de los que jamás menciona nadie.
Han pasado doscientos años desde 1819. Sumir en el olvido a nuestros patriotas con el pretexto de que recordarlos no sirve para nada es caer en una trampa, sagazmente instalada, que conducirá —si no rectificamos ese rumbo— a que perdamos por completo nuestra identidad y nuestro sentido de pertenencia por habernos dejado dominar del desaliento que genera el desencanto.