LAS RUINAS DE MI ESCUELA [Memorias][Capítulo V]. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

A Miguelito Ardila

 

 

Fue en la casa de una de mis tías, situada en la carrera 14 entre calles 41 y 42 —en la misma cuadra donde se hallaba ubicado el diario conservador El Deber, el único diario del mundo que hasta su final, un par de décadas después, aún se levantaba letra por letra—, donde, frente a la pantalla de un televisor (sobra decir que con imágenes en blanco y negro), vi y escuché cantar por primera y única vez al dueto Garzón y Collazos.

Eran, según consta en mis recuerdos infantiles, dos señores vestidos con traje de saco y corbata —uno de ellos con anteojos— cada uno de los cuales sostenía en las manos un instrumento de cuerda (en aquel tiempo yo no distinguía entre una guitarra y un tiple) y en sus rostros todo, menos la iluminadora luz de una sonrisa.

Cantaban una canción triste que, según les oí a mi mamá, y a mi tía, y a todas las señoras presentes, era “divina” y se llamaba “Las lavanderas”. Yo iba caminando por la extensa casa en busca de la puerta de salida cuando al pasar junto a la sala vi el grupo de mujeres apostadas frente al aparato —un aparato de patas, con imagen en blanco y negro, y un sonido bastante lejano al de los televisores de hoy—, escuché el murmullo de sus comentarios elogiosos, detecté más de una lágrima, y por eso me detuve a observar lo que estaba sucediendo y terminé oyendo tocar al emblemático dueto de música colombiana.

 

 

Después me los volví a encontrar, pero ya no de pie frente a un televisor, sino en la escasa discoteca de mi casa, formada por algunos discos de 78 revoluciones por minuto y uno que otro disco “LP”. “LP” significaba “Long Play”. Era el nombre que se les daba a unos discos más grandes y más lentos que los anteriores, y que —a diferencia de aquellos, que solo traían una canción por un lado y otra canción por el otro— traían varias canciones por un lado y varias canciones por el otro. Discos estos que solamente mucho después comenzarían a llamarse “discos de larga duración”, porque, como es bien sabido, por estas tierras de habla hispana la gente cree que es más distinguido llamar las cosas en inglés que en español.

En alguno de aquellos discos se leía un título, un ritmo y un apellido en letra pequeñita que habrían de llamarme la atención:

“LOS CUCARACHEROS (Bambuco) J. Añez”.

 

 

Ya para entonces mi mamá canturreaba esa canción bogotana —de letra festiva—, al igual que otras por el estilo y que se reputaban ya como representativas de otras regiones de Colombia y entre ellas, naturalmente, la tierra santandereana.

Esa amalgama de precedentes hicieron que yo terminara cantando “Las lavanderas”, o “Pueblito viejo”, o “La lancha”, o “Guabina huilense”, o “Campesina santandereana”, o “Los cucaracheros”, o cualquiera otra pieza de música colombiana, melancólica o alegre, mientras me bañaba.

La regadera fue, pues, mi primer escenario, y —dicho sea de paso— ha debido, en justicia, ser el único.

 

 

Avanzaba entonces la agitada década de los años 60, pero a pesar de que sobre el país se habían desatado los huracanes revolucionarios, lo mismo en la política y en las costumbres que en la música, el bambuco, la guabina y el pasillo se sostenían, a viento y marea, dentro de las turbulentas e impredecibles querencias populares. De modo que en las vistosas, alegres y decentes ferias de Bucaramanga de aquellos años todavía desfilaban las carrozas a lo largo de la carrera 15 llevando a bordo no solo a las sonrientes candidatas de los barrios, sino también a los artistas anónimos —que casi siempre me conmovieron y alegraron el alma más que los famosos— los cuales, tiples, guitarras y bandolas en mano, sacudían las fibras de los corazones interpretando, con alientos nacionalistas que habrían de venirse abajo más tarde, las más representativas piezas del folclor de las montañas colombianas.

 

 

También el bambuco “Los cucaracheros”, por supuesto, sonaba y retumbaba en esas festividades callejeras y hasta se bailaba con singular alegría cuando lo interpretaban, ya no los instrumentos de cuerda, sino los de viento y percusión, y entonces los oídos y el corazón se inundaban con el sonido de las trompetas, los saxófonos y los clarinetes, y el acompasado y ruidoso acompañamiento de los bombos, los redoblantes y los platillos, de los que se comentaba, entre copa y copa de Aguardiente Superior o de Ron Buck 58, que eran capaces de hacer bailar a un muerto. Cosa esta —la de que los muertos bailaran— que, dicho sea de paso, no me parecía imposible que sucediera en un país donde ya se sabía, y yo lo había escuchado mentar, que uno que otro muerto solía salir a votar el día domingo en que se celebraban las elecciones.

 

 

Pero, además, en aquella época circulaban unos librillos denominados Cancioneros, en los que todo aquel que estuviese interesado en cantar una canción cualquiera lo único que tenía que hacer era buscarla en el índice, abrir la correspondiente página y empezar a leerla canturreando simultáneamente la melodía que de ella hubiese escuchado en las emisoras. Melodías que, por lo demás, todo el mundo se sabía de memoria, huelga decir, porque, a diferencia de hoy, las emisoras de radio, todas, absolutamente todas sin excepción, le daban generosa cabida a la música nacional, la cual sonaba a cualquier hora del día y en cualquier radiodifusora, y sin necesidad de que mediara el pago solapado de payolas.

 

 

Esa conjugación de factores había hecho que aquel precioso bambuco bogotano ya formara parte de mi todavía raquítico repertorio y que el maestro Jorge Áñez, allá en el reino de la gloria, tuviese que soportar de vez en cuando el que, bajo el chorro del agua, yo le ejecutara —en el peor sentido de la palabra— la canción que lo había hecho tan famoso, por cierto que en una época en la cual todavía la fama la daban en este país y en el mundo civilizado, no la ordinariez, ni la vulgaridad, sino —al contrario— la exquisitez y el buen gusto.

Y precisamente ese bambuco, aún representativo de la lejana y gélida ciudad hasta ese día jamás visitada por mí —la remota ciudad de la que oía decir que era la capital de las lluvias, las brumas y el granizo— fue el que me animé a cantar frente a una multitud que no se dignaba callarse un segundo para permitir que Cote me presentara como el último participante de aquella final.

O de aquella “gran” final, para decirlo con mayor precisión lexicográfica.

Porque —la verdad sea dicha— jamás he sabido de una final que no sea “gran”.

 

 

El problema con las griterías es que la gente se desgañita gritando, pero rara vez —digámoslo así para hacer una concesión que me aleje de parecer extremista— se entiende lo que está diciendo.

Y menos se entiende, si unos gritan una cosa y otros gritan otra. Cuando esto sucede, el pobre oyente lo que cree escuchar es la primera parte de una de las expresiones gritadas entremezclada con la segunda parte de la otra. Y eso suponiendo que solo haya dos sectores involucrados en la vocinglería. Porque si hay más de dos, ahí sí que menos puede comprenderse lo que se está vociferando con tanta insistencia, pues lo que se escucha es un galimatías ininteligible.

Por eso, porque todos gritaban al tiempo y con la misma enjundia, lo que yo, parado frente al pedestal de hierro del micrófono —más apoyado sobre la pierna diestra que sobre la siniestra— creía entender que vociferaba aquel persistente gentío era “¡¡¡ CRIS – BOA” !!! ¡¡¡GAM – CANCHO !!! ¡¡¡GAM – CANCHO !!! ¡¡¡ CRIS – BOA” !!! ¡¡¡ CRIS – BOA” !!! ¡¡¡GAM – CANCHO !!! !!!¡¡¡GAM – CANCHO !!! ¡¡¡ CRIS – BOA” !!!”.

Porque lo que sí era perfectamente claro, en todo caso, era que ni se oía gritar “¡¡¡ CRISTANCHO !!!, ni se oía gritar ” ¡¡¡ GAMBOA !!!”.

 

 

No sobra precisar que la canción que yo, ya resignado al tercer puesto, tenía en mente cantar era La bamba.

Y no porque se la hubiera escuchado en mi casa a Los Speakers en el disco de larga duración que mi hermano mayor llevaría y gracias a cuya carátula conocería a Rodrigo García, a Luis Dueñas, a Humberto Monroy, a Oswaldo Hernández y a Fernando Latorre, pues eso sucedería bastante más tarde, sino porque me había impactado la imagen de mi compañero Castañeda que, con su piel embetunada de negro y con su sonrisa desprovista de uno de los incisivos, poniendo su mano derecha de visera, como si no le fuera suficiente la cachucha blanca que lucía sobre su cabeza, y meneándose mientras cantaba, la había interpretado una tarde, allá mismo en la escuela, frente a un público congregado en esa ocasión para celebrar, no un viernes cultural, sino el Día de la Madre. Un público conformado por muchachos que lucían en el pecho un clavel rojo o un clavel blanco —según que tuvieran la mamá viva o la tuvieran muerta—, presentación de la cual recordaba nítidamente aquel viernes, de la cual recuerdo hoy mientras escribo estas líneas, y de la cual recordaré siempre, únicamente la frase “…yo no soy marinero, soy capitán, soy capitán, soy capitán, soy capitán“.

Hoy, cuando la memoria se enreda con los entresijos perturbadores de la nostalgia, no puedo evitar sonreír yo también, a la distancia de los años, y ante la imagen de mi escuela derrotada por la pica y el buldócer, rememorando aquellas lejanas escenas, la de Castañeda cantándola el Día de la Madre y la mía preparándome para hacerlo un viernes cultural. Aunque me sorprende descubrir, frente a las dos imágenes enfrentadas de aquel pasado remoto e irrepetible, que cuando nada hay que pueda empañarla, cuando nada puede posibilitar la inoportuna irrupción en ella de la vergüenza o del remordimiento —ausentes ambos porque el pasado fue limpio y por ello no hay en el presente nada de qué avergonzarse, ni nada de qué remorderse—, la nostalgia alcanza hasta para hacer que sobrevenga a nuestro rostro la visita refrescante de una franca y gratificante sonrisa.

 

 

Así que era “La bamba” la canción que tenía decidido cantar para formalizar la obtención inexorable del tercer puesto, concretar el recibimiento de los cincuenta centavos anunciados como premio y proceder con ellos al posterior asalto de las desafiantes bandejas de la cooperativa.

Pero no. Un hecho de última hora habría de cambiar mi decisión y haría que La Bamba, con todo y sus gritos estentóreos, se esfumara por entre las persistentes exigencias de los que rugían, por entre las ruidosas palmas de los que aplaudían, por entre los ensordecedores silbos de los que rechiflaban y por entre el festivo calor de aquella tarde de viernes cultural irrepetible.

 

 

Sucedió, en efecto, que en el último instante, cuando ya venía hacia mí el maestro de ceremonias, el amo y señor de las escalas —aquel juego perverso en desarrollo del cual se partía de un número y a punta de multiplicaciones sucesivas y de posteriores divisiones sucesivas se retornaba al número con el que se había comenzado—, esto es, cuando ya Cote iba a ponerme cara a cara, ahora sí, con aquel público rugiente que en su euforia desbocada parecía haber olvidado que existía el silencio, me dio por mirar de soslayo hacia la mesa donde sabía que se había instalado el jurado y revisar quiénes lo integraban.

 

 

Fue entonces cuando descubrí lo que descubrí: que en la mesa del jurado, en la mesa vestida con mantel blanco y adornada con banderines, en la mesa donde se enseñoreaba una jarra de vidrio con agua y un vaso de cristal, ambos descansando sobre una bandeja plateada, solamente se hallaba sentada una persona y que esa única persona, es decir, el único integrante del jurado, o en otras palabras, la única voz que se oiría dando el veredicto o la única mano que escribiría el resultado final de aquel concurso escolar de canto de la Concentración Escolar José Camacho Carreño de aquel viernes cultural del año 1966, no era otro que el mismo hombre de baja estatura que siempre sobresalía entre todos los profesores gracias a que encarnaba la máxima autoridad en el plantel, el señor que siempre vestía de saco y corbata, el educador mayor de quien yo sabía que vivía en el costado norte de la calle 43 entre carreras 14 y 15 —casi al frente de la lechería de la inolvidable mártir de la aviación santandereana doña Raquel Nigrinis de Consuegra—, el caballero que cuando se encontraba callado parecía como si se estuviera chupando un caramelo, el severo profesor que se paraba al lado de doña Inés Tirado de Palomino siempre que la Inspectora Escolar de la Segunda Zona de la Secretaría de Educación de Santander llegaba de visita y por eso nos ordenaban formar rápidamente en el patio y guardar silencio.

 

 

Ahí fue cuando comprendí, con perfecta claridad, que no todo estaba perdido, que aún era posible aspirar al primer puesto, que no tenía que conformarme con los cincuenta centavos del tercer lugar, que no era imposible del todo salir de aquel certamen directo a buscar a los chicos de la cooperativa con el fin de comprarles, ya no unas pocas cosas, sino todo lo que se me viniera en gana, y con la ventaja adicional de que les podría gastar a Ubaldo y a José Hilario para recompensarles así su apoyo, un tozudo apoyo ya limítrofe con los linderos de la obstinación, la temeridad y el absoluto desprecio por la evidencia. Sencillamente, lo que tenía que hacer era cantar algo que le gustara al rector. Y lo que de seguro le gustaba a aquel señor de saco y corbata —pensé con convicción— no podían ser sino las canciones que cantaban aquellos otros señores también de saco y corbata que había visto en el televisor de mi tía: las canciones, seguramente todas “divinas”, del dueto Garzón y Collazos, o las que se podían escuchar al contacto de los surcos del acetato con la aguja y que, dentro de nuestra escasa discoteca casera, aguardaban pacientemente a que alguien las sacara para darles la oportunidad de hacerse escuchar a través de los parlantes de nuestra modesta radiola.

 

 

Todavía me encontraba hurgando en la memoria para escoger cuál de aquellos bambucos, o cuál de aquellas guabinas, o cuál de aquellos pasillos debía cantarle al rector, cuando observé de soslayo que Cote ya había llegado hasta mí y se había parado a mi lado. Casi enseguida escuché, aterrorizado, que me preguntó impertérrito el título de la canción que iba a cantar. No me sentí con valor para voltear la cara hacia él y mirarlo a los ojos. No quería tener que toparme, en aquellos momentos de tribulación, con su gélida seriedad, con ese rostro imperturbable que unas veces me parecía el rostro de un máximo común divisor y otras el de un mínimo común múltiplo.

Ante mi silencio, y seguramente en vista de que no lo miraba, me repitió la pregunta, pero esta vez ya no susurrándomela al oído, sino formulándomela directamente en el micrófono.

“A ver, Gómez: ¿qué canción va a cantar?”.

“Los cucaracheros”, fue lo único que atiné a responderle.

 

 

Se lo dije con voz trémula mientras casi enseguida bajaba la cabeza hacia el piso, pero de reojo miraba rápidamente hacia el sitio donde se encontraban José Hilario y Ubaldo, y hacia el lugar en el que se hallaba la mesa del solitario jurado.

Observé, entonces, que mis dos leales seguidores esbozaban un gesto, ya no de cristiana resignación, sino de desolador desconsuelo. Pero, en cambio, descubrí que el rector alcanzó a esbozar una fugaz y disimulada sonrisa.

En ese mismo momento me invadió una intempestiva oleada de optimismo y percibí como altamente probable la emocionante perspectiva de que, a pesar de las sobresalientes cualidades artísticas de Cristancho y de Gamboa, a pesar de la impresionante voz de ruiseñor del primero y de la cautivadora voz de turpial del segundo, a pesar de las estruendosas e indeclinables exigencias del público de que le dieran a uno de ellos el primer puesto, y a pesar de mis limitadas aptitudes para el canto, yo podía ser declarado el ganador del concurso y, consiguientemente, de los codiciados dos pesos del premio.

Empecé, entonces, a llevar el ritmo con las palmas y comenzó a escucharse en la Concentración Escolar de Varones José Camacho Carreño de la ciudad de Bucaramanga, —y, lo más curioso, en la voz de un niño de tan solo 10 años de edad— aquello de

Yo soy el cucarachero,

tú la cucaracherita,

desde que te vi yo quiero

que tú seas mi mujercita“.

 

 

(CONTINUARÁ).

 

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