Bucaramanga en los años 60. La escuela Roso Cala. [Memorias]. (Capítulo I). Por Óscar Humberto Gómez Gómez

 

La casa que le servía de sede durante aquellos años 1963 y 1964, en los que conocí la tiza blanca y el tablero negro, y con ellos supe por primera vez lo que era ser alumno de una escuela, aún se mantiene en pie.

Sí: se mantiene en pie y, gracias a ese milagro, cuando el vehículo de Google Earth pasó por allí pudo hacer su registro gráfico dejando con él la única fotografía que del vetusto inmueble puede conseguirse hasta hoy en Internet y la única que, salvo que el levantamiento final de la cuarentena permita tomar otra, acaso sea mañana, cuando la pica, la pala y el buldócer no dejen de ella adobe sobre adobe sin ser derribado, la única constancia histórica gráfica de que alguna vez aquella casa de paredes blancas y de zócalo, puertas y ventanas verdes, existió realmente en esa esquina.

Aunque —hay que precisarlo de una vez— dicha supervivencia, y como era de suponerse, en la toma de Google Earth se observa claramente afectada por las múltiples reformas que, como salta a la vista para quienes recordamos cómo era el inmueble originalmente, le han hecho.

Y que le han hecho, únicamente con claros objetivos de explotación económica. Sí: se las han hecho para convertir las que fueron nuestras aulas de clase en múltiples locales comerciales que los propietarios del viejo y hoy desvencijado inmueble descubrieron como potencial fuente de rentas.

Con todo ello, sin embargo, y a pesar de la manifiesta despreocupación por su mantenimiento —visible al menos para el instante en que pasó por allí el carro de Google Earth— , todavía se percibe la puerta de entrada y se alcanzan a adivinar, detrás de las múltiples puertas que ahora existen, aquellas ventanas largas que durante la jornada escolar del día se mantenían abiertas, separando nuestro salón de clase de la furtiva o desprevenida visión de la gente que transitaba por la carrera 11 mediante la instalación de canceles. Unos canceles que, no obstante, me permitían alcanzar a ver el azul celeste del cielo y el blanco de algodón de los nimbos, los cirros, los cúmulos o los estratos, cual si además de que la joven, estricta y hermosa profesora Zorayda C. de González se desempeñara como rectora, el Supremo Hacedor fungiera, desde allá de las alturas, como un invisible supervisor general, un sobrenatural secretario de educación o un mágico prefecto de disciplina.

 

 

Ahí está, vivo en la memoria, sobre la misma carrera 11, el que por entonces —año 1963— me parecía un inmenso salón escolar — quizás algo sumido en las penumbras— presidido por la mesa y la silla de la directora de mi curso, segundo de primaria, una joven profesora de cabello corto que se llamaba Ligia Góngora.

No daba, en cambio, hacia la carrera 11, sino que estaba ubicado al fondo, hacia el occidente, hacia el mismo poniente donde yo ya había descubierto que el sol enrojecido del atardecer se ocultaba detrás de los cerros, el salón de tercero, al frente del cual se hallaba quien también sería mi directora de grupo en 1964, la profesora María Antonieta León de Álvarez, la persona que, por primera vez, utilizando como nave un libro inmenso de textos y de grandes dibujos en colores brillantes, me llevó de viaje por los aires, junto a mis compañeros, a través de diversos países orientales lejanos donde gobernaban sultanes y se casaban príncipes con jovencitas convertidas en princesas, y donde indefectiblemente el bien triunfaba sobre el mal a punta de besos mágicos y de asombrosos encantamientos que solo desaparecían cuando sonaba la campana para avisar que la clase había terminado y nos esperaban afuera, en el patio, los muchachos de la cooperativa con sus bandejas repletas de pelotas de millo regadas con un seductor melado que había sido vertido sobre ellas con una generosidad inversamente proporcional a aquella con la que a nosotros nos habían llenado en la casa los bolsillos.

Gracias a la profesora María Antonieta León de Álvarez supe que lejos, muy lejos, en alguna parte de la tierra, existían gigantes y liliputienses, pues a ambos los había visitado Gulliver, y que en algún lugar de algún bosque habitaba Caperucita Roja, y que con solo frotar una lámpara, Aladino podía hacer aparecer a un genio que le satisfaría todos sus deseos, y me di cuenta de que “Érase una vez…” se había convertido de pronto en la frase mágica que acudía en nuestro rescate ante las dificultades del diario vivir, alejaba de nosotros las tristezas y nos hacía sentir, allá muy dentro de nuestros corazones, absolutamente seguros de que éramos y seríamos por siempre unos niños felices.

 

 

La oficina de la Rectoría quedaba donde hoy se asoma a la vista de los transeúntes un congelador que ofrece helados sin necesidad de hacerlo a gritos como lo hacía en aquellos tiempos el señor flaco, alto y desgarbado, de pelo rubio y rostro rubicundo y atiborrado de pecas a quien llamaban “Chorizo”, de cuyo nombre y apellido nadie jamás me dio razón, y quien fue el primer hombre al que conocí que, en vez de zapatos, calzaba cotizas. Habría de seguir viéndolo durante varios años, siempre en su humilde trabajo de heladero ambulante. La última de ellas sería en las instalaciones del diario ‘El Deber’, mucho tiempo después, ya en el año 1972, cuando el director del periódico, Jorge Gutiérrez Reyes, le preguntó cómo seguía su hijo enfermo y, entonces, descubrí que no solo las mujeres lloraban a la medianoche de los 31 de diciembres o cuando pasaba el Santo Sepulcro en la solemne procesión del Viernes Santo, sino que también lo hacían los hombres pobres cuando tenían a sus niños recluidos en un hospital de caridad y únicamente les quedaba la opción extrema de aferrarse a la esperanza.

Los baños de la escuela quedaban en el ángulo suroeste de la casona y de cuando en cuando olían a algo extraño, a un olor particular, a una sustancia desconocida por mí y que después supe que se llamaba creolina. Hacia allá nos dirigíamos e ingresábamos, por lo general corriendo, sudorosos, y entre risas y gritos, cuando, por obvias razones de apremio, suspendíamos el ir y venir a lo largo y a lo ancho del patio, sin pensar jamás en que llegaran a existir urólogos, ni antígeno prostático, ni nada que llegara a perturbarnos mañana la seguridad absoluta, prácticamente obvia y por lo mismo inconsciente, de que orinar era la cosa más sencilla y rutinaria del mundo, y, por lo tanto, bien lejos estábamos entonces de pensar siquiera que años más tarde tuviésemos que ir a rendirle cuentas anuales a un doctor en Medicina acerca de cómo lo estábamos haciendo y darle carta blanca a un laboratorio clínico para que nos aprobara o nos rajara en creatinina, bilirrubinas o cetonas.

 

 

Allí, en el patio de la Roso Cala, de la desaparecida, pero en todo caso inmortal escuela Roso Cala, conocí las melcochas, aunque fue mucho tiempo después que me hice consciente de la importancia que tenían aquellas diminutas hojitas verdes de limonero sobre las cuales descansaban y que presencié el espectáculo soberbio de su aparición mágica entre las manos de quienes las batían, como también fue mucho después que terminarían convertidas, sin más acompañamiento que la misma agua fría que tomábamos directamente de los generosos raudales emergentes del tubo, en los lavamanos de la concentración escolar ——jamás con el apoyo logístico de vaso alguno, sino siempre apoyados apenas por la cuenca natural de nuestras manos—, en cómplices de aquella alegría ilimitada y contagiosa que en las cálidas tardes de sábado nos deparaban una modesta radiola sin marca, unos escasos acetatos de 78 revoluciones por minuto y la inmensa felicidad de estar con nuestros vecinos y nuestras vecinas bailando —en mi caso particular es solo un decir— al son de aquellos discos de color azabache, embrujos circulares de los cuales, como por artes de sortilegio, brotaba el sonido festivo de las orquestas al solo contacto de la aguja con el redondel giratorio, razón por la cual muy pronto terminaríamos bautizando a aquellos inanimados, pero incomparables animadores musicales de los años 60 pregonando a los cuatro vientos que el fin de semana siguiente habría baile en el patio de la casa, que todos estaban cordialmente invitados, y que la gran fiesta —porque no había fiesta que no fuera “gran”— sería amenizada, nada más ni nada menos, que por “El maestro Aguja y Los Negros del Ritmo”.

 

 

De hecho, la música siempre estuvo asociada a nuestra vida desde aquellos años porque si algo no faltaba en la escuela Roso Cala eran los cantos en formación antes de ingresar a clase. Por ello, parte ineludible de estos recuerdos tenía que ser una de aquellas canciones que, formados en el patio, cantábamos a todo pulmón —desde luego, en mi caso, con más entusiasmo que afinación y dulzura en la voz—. Se titulaba “De colores”, que nos acompañará en este segmento de nuestras memorias.

Hoy por hoy, a “De colores” la interpretan las tunas que todavía, en España, en México y en algunos otros países que se independizaron, pero no perdieron los lazos culturales con la nación europea, se empecinan en no desaparecer, igual que ha sucedido con tantas tradiciones españolas hermosas que, más allá de consideraciones políticas, han debido cultivarse y mantenerse.

(Abajo está aquella memorable canción, “De colores”, interpretada por la Estudiantina de la Universidad de Guanajuato, para que quienes vivieron su niñez en esa época la rememoren y quienes no, en todo caso la conozcan y se aproximen a la hoy nostálgica realidad en la que sus antecesores andábamos por aquellos tiempos).

 

 

A la Roso Cala cada alumno llegaba día tras día por su cuenta, pero por su cuenta no se iba.

Hoy, en la reconstrucción de lo que fue nuestro inolvidable paso por ella, resulta tan significativa nuestra llegada diaria al modesto plantel desde nuestras casas como la formación también diaria en su patio antes de entrar a clases, las incontables experiencias vividas en el salón donde las recibíamos —cuaderno Bolivariano, Cardenal o Modelo y lápiz amarillo con borrador de goma en mano— y la calidez inherente a los anhelados y bulliciosos recreos.

Pero no menos significativa es, desde luego, la feliz salida hacia nuestros hogares a la hora mágica del día, esto es, a las cinco en punto de la tarde.

Como todos los niños de la escuela, yo vivía cerca de ella y, por consiguiente, no tenía aún la preocupación del transporte sobre ruedas, pues los desplazamientos eran a pie.

A pesar de ello, existían, por supuesto, varias “rutas”. Pero no con busetas, como hoy en día, por la razón lógica de las cortas distancias que acabo de dejar precisadas. Eran filas que se formaban, bajo la rigurosa vigilancia de las profesoras, en el patio. Hileras a cada una de las cuales se le asignaba un apuntador, que no era otro que el alumno que vivía más lejos y quien, por lo tanto, terminaría llegando a su casa solo, después de que en el camino se le fueran retirando los estudiantes que iban arribando a su hogar.”¡En fila india!”, nos ordenaban, sin que supiéramos el por qué de esta expresión. La distancia entre el compañero de adelante y el compañero de atrás la marcaba cada alumno extendiendo el brazo derecho y tocándole el hombro del mismo lado al de adelante. Las filas iban saliendo por turnos y a medida que la profesora coordinadora lo iba ordenando.

Para cubrir el trayecto de tres cuadras y media que separaban la puerta de la escuela de la puerta de mi casa, yo debía ingresar a la fila que se dirigía hacia Las Chorreras de Don Juan, pues más o menos a mitad de dicho recorrido era que, digámoslo con palabras de hoy, “me bajaba del transporte”.

 

(CONTINUARÁ)

 

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