Ahí está ya, de pie, con la vieja pistola de campaña empuñada en su mano dominante y con la mirada lóbrega de sus ojos tristes; ahí está, solitario, sin uniforme de gala, sin disputar rangos, ni reclamar glorias; ya nada queda de la inmensa república que llegó a ser y que él intentó otra vez que fuera; ahí está, sin su esposa, la bumanguesa que se quedó allá, muy lejos, allende el Atlántico interminable; está sin sus hijos, que también se quedaron en la América distante a la que no volverá jamás; sin sus compañeros de armas, sin la voz cercana de Napoleón Bonaparte que le imparte órdenes, sin la voz todavía más cercana de Simón Bolívar que también se las imparte, pero que además le cuenta en Bucaramanga sus cuitas y sus decepciones; a él ya no hay nadie que le imparta órdenes, ni hay nadie a quien él pueda impartírselas; las guerras quedaron atrás y atrás quedaron los laureles de las victorias, y los sinsabores de las derrotas, y los sueños hermosos de una nación inmensa y poderosa; atrás quedó el juramento de fidelidad a la república que le hicieron a él los nativos de las islas antillanas, los habitantes desconcertados de ese San Andrés maravilloso enclavado como una enorme perla en la enormidad infinita del Caribe, de esa isla de San Andrés donde hizo izar por primera vez el pabellón de Colombia; y atrás quedó la espaciosa casa donde vivió, y el caballo del cual lo hizo apear el Libertador, en la vieja Bucaramanga de 1828, para que en vez de acompañarlo en los inicios del viaje de regreso, fuera a reunirse con su recién llegada esposa, que acababa de arribar junto a sus hijos; y atrás, más atrás, bien atrás, quedó aquella Tunja siempre gélida donde se casó con ella, con Dolores Mutis, la hija de Facundo Mutis, sin imaginar ninguno de los dos que la engalanada novia habría de ser pariente por sangre de la virtuosa mujer de cuyo vientre emergería el poeta del verso inmenso, el de la epopeya gloriosa, el del verso romántico, el del canto a la tierra; y atrás quedaron las pláticas diarias con el elocuente militar, con el político incomparable, con el escritor excelso, con su admirado prócer, aquel patriota glorioso y derrumbado al que acompañó hasta su lecho de muerte en la Santa Marta del luctuoso 17 de diciembre de 1830, aquel prócer prematuramente envejecido que no murió de la enfermedad que el médico Próspero Réverend diagnosticó, sino de amargura, de decepción y de tristeza; y atrás quedaron cartas, y apuntes, y correcciones, y agregaciones, y sueños plasmados en palabras; y atrás quedó la Nueva Granada, y atrás quedó Venezuela, y atrás quedó Quito, y atrás quedó Colombia, sumida en la división y en la discordia; y mucho más atrás quedó, perdido entre las brumas nebulosas de los recuerdos, su pasado junto a un corsario convertido en comodoro; atrás quedaron sus luchas emancipadoras en el cono sur de América, su trasegar patriótico en Chile y en Argentina; y atrás quedaron los laureles, y las contradanzas, y las fiestas de gala, y las mujeres bonitas arrojando flores al paso triunfal de los corceles; ya no están ahí, en ese cuartucho miserable, donde su rostro se refleja en un espejo sin brillo, en toda la plenitud de su desencanto infinito, ya no están ahí, digo, ni los odios, ni los que lo odiaron, ni los que lo degradaron de general a coronel bajo los acicates punzantes e insoportables de la retaliación y de la envidia; ya no está ahí Carlos Soublette, vencido en las urnas, pero instalado en el poder por Páez y por los argumentos no convincentes, pero efectivos, de la guerra; ni está con Pedro Carujo, tratando allá en Venezuela de rehacer lo imposible: de que reviva la Gran Colombia que se disolvió en 1830 así como se disolvía la salud y la vida de su creador iluso; ni está, más atrás, bien atrás, mucho más atrás en el agitado turbión de los tiempos, Francisco de Paula Santander recibiéndolo por vez primera y encomendándole la primera misión oficial: la de asistir en Villa del Rosario al nacimiento de aquella gran república que nueve años más tarde se derrumbaría; ni está ahí ninguno de sus hermanos de la masonería, ni ninguno de sus copartidarios bolivarianos, ni ninguno de sus compañeros de milicia, ni ninguno de sus amigos con los que hasta bien entrada la noche jugaba tresillo y ropilla, porque la soledad no tiene hermanos, ni copartidarios, ni compañeros, ni amigos; ahí está, con su vieja pistola de campaña en la mano, sin más compañía que su tristeza inmensa y su desencanto infinito; después llegará la dueña de aquella pensión paupérrima y lo encontrará, despojado de vanidades y de oropeles, único vestigio de la vida y de la brega en el ambiente opaco, frío y triste de esa pieza reducida y mísera; entonces, el periódico parisino El Siglo relatará que lo encontraron y describirá cómo lo encontraron; y, entonces, se publicará su testamento, su pobre testamento de hombre arruinado, de escritor de cuyas obras solamente se recuperarán los títulos; y, más tarde, en la ciudad donde acompañó a su admirado héroe, donde galopó a su lado para pasear por el despoblado y llegar hasta aquella casita humilde en la que una señora anónima creyó que él era más importante que su jefe, en esa ciudad donde vivió dos meses hospedándose en la mansión de los familiares de su esposa, en la ciudad donde conoció al sacerdote botánico al que tuvo que hacer desistir de que publicara un almanaque porque a su admirado héroe no le gustaba lo que aquel cura loco escribía, en la ciudad donde pacientemente había ido escribiendo día a día lo que su jefe iba diciendo y de esa forma había garantizado, con su imperecedero Diario de Bucaramanga, su merecido ingreso a la inmortalidad anhelada de la historia, en esa ciudad remota bautizarán un colegio con su nombre; un colegio que, sin embargo, después cerrarán sin miramientos, y, así, sin miramientos, mandarán su nombre a los anaqueles polvorientos del olvido; sí: lo enviarán al olvido, para que nadie más lo pronuncie de nuevo, para que nadie pregunte nunca más qué fue de él, a dónde se fue después de tanta lucha, para que ningún niño despistado pregunte cómo murió, para que no tengan que relatarle a nadie lo que hizo en esa habitación, estrecha y sin alegría, para que no cuenten que ese oscuro 17 de febrero de 1837 cometió aquel pecado, horrendo e imperdonable, que con su vieja pistola de campaña consumó en contra de su propia vida; sí: porque es mejor que todos ignoren su patriotismo, su entrega, su lealtad, sus aportes a la causa de la Independencia, sus sufrimientos y sus adversidades, a que pueda servir de mal ejemplo; por eso, nada volverá a saberse de él, ni de sus obras, ni de sus contribuciones a la Independencia de unas naciones sin gratitud y sin memoria; ahí está, solo, inmensamente solo, triste, inmensamente triste, sin una sola moneda con qué proseguir llevando una vida digna; ahí está, inquilino mala paga de una pensión de mala muerte ubicada en un lugar perdido y sórdido de la gran capital de Francia; algún día solamente se dirá de él que fue edecán de un hombre grande y que gracias a su pluma no se perdieron del todo sus memorias; eso, claro está, si es que algún día no se olvidan todos de él y hasta del hombre grande que en la hoy Casa de Bolívar de la ciudad de Bucaramanga, entre plática y plática, le proyectó para la posteridad la sombra inconmensurable de su gloria.
Mesa de las Tempestades, sábado 3 de agosto de 2019, Año del Bicentenario de la Independencia.
ILUSTRACIONES: (1) El suicidio. Óleo sobre lienzo. Eduardo Manet. París. 1877. Museo E. G. Bührle, Zurich, Suiza.
(2) Casa donde Luis Perú de Lacroix vivió en Bucaramanga. Por tal razón pasó a llamarse Casa Luis Perú de Lacroix. Ya se está proponiendo cambiarle el nombre.
(3) La Casa Luis Perú de Lacroix hoy en día.
Hermosa vida de triunfos y derrotas, de honores y degradaciones y lo peor: de olvido. Francia y Colombia deberían rescatar la memoria de Luis Perú de LaCroix, héroe de las guerras napoleónicas y héroe de la Independencia de Colombia.