Uno de los libros que más recuerdo con afecto y nostalgia es una cartilla que se llamaba “Lecturas escolares”, cuyo autor tenía el nombre de Álvaro Marín. Se produjeron dos volúmenes, uno para cuarto año de primaria y otro para quinto. Yo cursé el cuarto en 1965 y el quinto, en 1966, y en ambos años la cartilla “Lecturas escolares” de Álvaro Marín fue texto de obligatoria adquisición dentro de la lista de “útiles”.
No logro ubicar en la memoria en cuál de las dos, si en la cartilla de cuarto o en la cartilla de quinto estaba inserto un texto titulado “Salvador el entrometido” o solamente “El entrometido”; en todo caso, el personaje se llamaba Salvador.
Haya sido en la una o en la otra, lo cierto sí es que me parece estar viendo el dibujo de aquel muchacho de nariz larga que aparecía, de frente al lector, sentado en el piso, quizás en un andén, mirando hacia abajo y sosteniéndose la cabeza entre las manos.
De él se decía, en síntesis, que era eso: un entrometido, esto es, un personaje que se metía en lo que no le importaba. Salvador era, en palabras más concretas, un perfecto lambón.
Pues bien: de un tiempo para acá he observado —en silencio, como la vida me ha enseñado que se deben observar muchas veces las cosas en este país, pues, como dice un verso del poeta Federico García Lorca, “la luz del entendimiento me hace ser comedido”— que los colombianos somos uno de los pocos pueblos del mundo que permiten que los foráneos entren a saco en sus asuntos internos y vuelvan ropa de trabajo hasta la integridad moral de sus compatriotas y su elemental derecho a profesar, en materia política o religiosa, las ideas que libremente quieran tener.
En efecto, andan por ahí hablando de nuestros asuntos internos y en contra de compatriotas nuestros ciertos personajes que no son de aquí, que son extranjeros, y que, por serlo, debieran irse a meter, más bien, en los asuntos de sus países de origen.
Uno de esos Salvadores es un personaje del Perú que, dándoselas de irreverente, se da el lujo de irrespetar a colombianos de nacimiento solo por el hecho de que piensan distinto a como piensa él. Este sujeto se mofa de la gente de aquí, de la juventud de aquí, de los líderes de aquí, de los indígenas de aquí, de los políticos de aquí, de los maestros de aquí, de los militares de aquí, en fin, coge de mofa a cuanto colombiano le da la gana coger como objeto de sus burlas.
El otro personaje llegó de más lejos, de España, e igual que el otro se siente con derecho a denigrar a sus anchas, con el mayor desparpajo, de colombianos que no simpatizan con sus gustos, generalmente políticos. Este otro personaje, a diferencia del otro, no utiliza la burla, sino el denuesto, el lenguaje endurecido, la reprimenda directa y brusca.
Y como estos hay más. Porque aquí, por dárnoslas de “universales”, de “abiertos”, de “liberales”, de “democráticos”, de “civilizados”, hemos terminado permitiéndolo todo: la marginación de nuestras expresiones culturales, la burla contra nuestras mujeres, el reforzamiento de los grupos violentos, y un largo etcétera, por parte de extranjeros que, en cualquier otro país del orbe con mediano sentido de la dignidad nacional, habrían sido expulsados al día siguiente del primer atropello en contra de un nacional.
Bienvenidos sean siempre los extranjeros que nos traigan aportes en cualquier orden: en la ciencia, en la música, en el diseño, en la cocina, en el deporte, en fin, en lo que sea, o que simplemente vengan a trabajar o a estudiar. Pero fuera de aquí los que vengan a pretender convertirse en factores adicionales de más disociación entre los ya suficientemente disociados colombianos.
Y, como es obvio, a los que pretendan hacer lo mismo desde el exterior, con más veras cerrémosles nuestros oídos y tranquémosles las puertas de nuestro corazón.
No seamos idiotas útiles de nadie.