EN EL REINO DE LA VULGARIDAD, LA ESTUPIDEZ Y LA INJUSTICIA. Por Óscar Humberto Gómez Gómez.

ÓSCAR HUMBERTO GÓMEZ GÓMEZ (Fotografía: Nylse Blackburn Moreno).

 

Nos cuenta un malogrado compositor e intérprete bogotano de música vallenata —de la propia, desde luego— el inolvidable maestro Julio Torres (quien murió ahogado en Cartagena cuando apenas contaba con 23 años de edad) que había en la Bogotá antigua un “loquito” al que llamaban “Pomponio” y a quien, para provocarlo, los muchachos le preguntaban a gritos que si quería queso, porque sabían que con ello sobrevendría de inmediato una terrible sarta de vulgaridades —lanzadas por él a todo pulmón— , las cuales obligaban a las damas de entonces a irse por otra calle, en medio de las risas de aquellos desalmados.

Pienso que hoy en día “Pomponio” hubiera llegado a ocupar más de un alto cargo público en más de una ciudad de Colombia o en más de un país de América Latina, o hubiera tenido un canal en Youtube con centenares de miles de seguidores felices de escuchar a diario todo su rosario de improperios.

Bueno, aunque, en honor a la verdad, también me asiste la convicción de que “Pomponio” hubiese desempeñado sus altos cargos con más brillo intelectual y menos groserías que el que exhiben y las que derrochan a granel ciertos burócratas de estos infortunados rincones del mundo, personajes de quienes uno francamente no entiende cómo pudieron llegar a conseguir las investiduras que ostentan.

Y es que eso de ser vulgar, eso de andar con las palabras soeces a flor de labios, y, sobre todo, eso de pronunciarlas a gritos y en cualquier escenario, se volvió la moda, lo “in”, lo que da “glamour”, en estos desdichados tiempos.

Así, lo que ayer era un signo de pésima educación, algo que generaba el rechazo por parte de toda persona con mediana decencia, algo que ocasionaba que en las escuelas y en los colegios del país a uno lo rajaran en “Urbanidad”, en “Disciplina” y en “Conducta”, y que se citara con carácter urgente a los padres de familia o a los acudientes para notificárseles que el alumno de boca sucia quedaba a las puertas de la expulsión —vale decir, con aquello que se denominaba “Matrícula Condicional”—, es ahora motivo de risa generalizada y sirve como motor para que se produzca el inmediato ascenso del patán de marras dentro de la escala social de estas naciones cada vez más enfermas y sin norte.

La lumpenización de la sociedad es ya un fenómeno inocultable. Atravesemos el Atlántico. Nos cuenta la prensa europea que un sujeto, en medio de la indignación general, se comió el banano de una obra de arte y subió su hazaña a su cuenta de Instagram. Aunque, eso sí, nos aclara enseguida que aquel iconoclasta de pacotilla reemplazó en la obra el banano que se manducó por otro y salió a decir en las redes “sociales” que ya había reparado el daño.

Lo peor, sin embargo, es que la “obra de arte” resultó ser el banano pegado con cinta adhesiva a una pared, el costo de aquella “obra de arte” asciende a la bicoca de 250.000 dólares, esto es, unos 875’000.000 de pesos (sí, así como leyó: ochocientos setenta y cinco millones de pesos), y el artista autor de aquella “obra de arte”, es decir, el artista ofendido por la muestra de ordinariez cometida por aquel sujeto al comérsele el banano de su “obra de arte”, resultó ser, en últimas, un personaje cuya fama deriva, entre otras causas, de que hace poco le robaron otra “obra de arte”: un inodoro de oro puro.

Regresemos a estos lares. En Bogotá, una mujer ignorante y carente de cualquier talento —excepto su innegable talento para la estulticia— despedazó a martillazos la cabina de una estación de Transmilenio, filmó su hazaña y subió el video a su cuenta de Facebook. Pues bien; vino a saberse que lo hizo porque en eso se la pasaba: haciendo cuanta estupidez se le ocurría o le sugerían, pues contaba con centenares de miles de seguidores que le aplaudían todas las tonterías que hacía y, debido a ese copioso caudal, numerosas empresas —que uno ya no sabe cómo calificar— le pautaban, por lo cual se vino a saber que en avisos publicitarios se ganaba la bicoca de $300´000.000 (sí, leyó bien: trescientos millones de pesos) anuales, es decir, $25’000.000 (sí, leyó bien: veinticinco millones de pesos) mensuales.

“El sueldo de un magistrado”, pienso yo en mis cavilaciones. Sí, sueldo de magistrado: incluso de aquellos que no merecen la magistratura, pero que ahí siguen tan campantes, como cierto güisqui, alcahueteados por el Consejo Superior de la Judicatura, ese adefesio creado por la colcha de retazos en que se convirtió la cacareada Constitución de 1991, aquella “Carta Magna” que, en medio del inexplicable poderío de unos pocos delincuentes, nos vendieron como el sombrero de mago del cual brotaría la solución a todos los problemas nacionales, ignorando que aquí el problema —como precisamente quedó demostrado cuando se supo la causa de ese poderío— nunca han sido las instituciones, sino a quiénes se les entrega su manejo.

“O alcahueteados por el Congreso”, agrego en mi soliloquio. Sí, alcahuetados por el Consejo Superior de la Judicatura o por el Congreso, que así como tuvieron el desacierto de elegirlos —o de propiciar que los eligieran—, deberían tener el acierto de hacerlos echar, y con guardias de seguridad, de los mancillados palacios de justicia. Y esta —la justicia, la genuina, no la que se disfraza con una toga para delinquir — debería hacer que fuesen llevados, con esposas y grilletes, derecho a la cárcel, para que comenzaran a pagar allí, de una buena vez por todas, sus prevaricatos, sus cohechos y sus concusiones, al lado de los que allí mismo purgan largas condenas por haberse, como cualquier Jan Valjean, robado un pan para calmar el hambre.

Pero no: esos son de aquellos magistrados —y jueces, agrego— que, hagan lo que hagan y la prensa denuncie de ellos lo que denuncie, poco a poco, gozando de una inexplicable libertad “provisional”, inexplicablemente al frente de sus inmerecidos cargos, a punta de errores y de arbitrariedades —inexplicablemente impunes—, y a punta, claro, de exigirle a gritos “respeto”, sin habérselo ganado, al pobre abogado que se atreve a cuestionarlos, se van acercando, con eso que la sabiduría popular llama con tanta propiedad “nadadito de perro”, a su jugosa pensión de jubilación, único norte “filosófico” que los mueve en la vida.

Y, por supuesto, sobra decirlo: estos sinvergüenzas recibirán durante el resto de su “valiosa” existencia una pensión de mesada astronómica por “los grandes e invaluables servicios que le prestaron a la Patria y sin los cuales con toda certeza esta hubiese sucumbido”, según dicen los desgañitados oradores de turno en las comilonas con las que se les despide del “servicio público”.

Mientras tanto, otros servidores de esta misma Patria —a quienes nadie despide con discursos, ni comilonas—, como, pongamos por caso, los soldados que tan solo se quedaron sin piernas, o que tan solo se quedaron sin brazos, o que tan solo quedaron con perturbaciones auditivas, oftalmológicas o mentales de por vida, todo por andar defendiéndola, según dicen los oradores de ciertos discursos que les son ajenos, piden limosna en las calles para poder pagar el bus.

Leí hace ya algún tiempo el libro “Historia de la estupidez humana”, de Paul Tabori.

Es muy bueno, pero se queda corto. Se ve que Tabori no vivió en estos últimos tiempos y a leguas se nota que no conoció Colombia.

¡Gracias por compartirla!
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