Antes de que pudieran prenderles el covid en el cuerpo, ya muchos colombianos se habían dejado prender el odio en el alma.
La llegada a nuestro país (igual que al planeta) de las llamadas “redes sociales”, como Twitter, Facebook, Instagram y WhatsApp, lo que hizo fue desnudar la esencia belicista de un considerable sector de los colombianos en contra de sus propios compatriotas.
Esencia tóxica esta que pareciera ser parte de su información genética.
Es triste observar a amigos de uno, a familiares de uno, a colegas de uno y a vecinos de uno odiándose entre ellos.
Es de suponer que también lo odien a uno, así nunca se lo hayan expresado.
Es lamentable que ahora tengamos que tratar a los amigos, a los familiares y a los vecinos por separado.
Y es que se volvió una hazaña casi imposible hasta la de crear un “grupo” de amigos en la Red sin el riesgo de que alguno lo abandone al poco tiempo -incluso el mismo día de su “inauguración”- dando un portazo.
Se vinieron en barrena -y entraron en franca crisis- valores hermosos que ayer nos enaltecían como sociedad, nos prodigaban alegría y nos insuflaban una visión optimista de la vida y del futuro: la amistad, la buena vecindad, el compañerismo, la fraternidad, la familia, el respeto, la conversación, la tertulia, la libertad de pensamiento, de conciencia y de expresión, la sensibilidad humana, la solidaridad con los que sufren, la sencillez, la empatía, y, en fin, un largo y plausible etcétera.
Hoy en día, el más mínimo comentario crítico hacia alguien o el más mínimo reconocimiento a los méritos de otro son reputados de inmediato como simpatía con la “izquierda” o connivencia con la “derecha” (cuando no con los guerrilleros o con los paramilitares) y propician de una vez el desencadenamiento de la más irreflexiva y virulenta hostilidad.
Es como si nadie aceptara que uno tuviese derecho, como persona, a pensar por sí mismo; es como si ahora se exigiera que los colombianos nos limitemos a calcar, sin el más mínimo apartamiento, lo que nos dicta un puñado de personajillos de diversas tendencias y con el ego más grande que “La Sagrada Familia” de Antoni Gaudí en Barcelona, quienes se sienten los únicos poseedores no solo de inteligencia, sino de cédula de ciudadanía.
Lamentablemente, los medios de comunicación, que deberían ser nuestros faros orientadores y los divulgadores generosos de las inquietudes que nos asisten como miembros de esta Nación, hoy no son más que trincheras políticas, fanáticas e intolerantes, y difícilmente encuentra uno un columnista de prensa, o un periodista de prensa, de radio, de televisión, o un “youtuber”, que no hable destilando odio político y el más irreflexivo sectarismo; ni mucho menos encuentra uno un interlocutor (periodista o no) a quien le interesen otros temas diferentes a los del mundillo cada vez más insoportable de la politiquería partidista.
Esa politiquería partidista repartidora de odio, que divide a las familias, a los amigos, a las comunidades y a la sociedad toda, y que culpa siempre a los demás de todos los males porque carece del más mínimo sentido de lo que significa el juicio interno de reproche o la autocrítica.
En síntesis, se politizó Colombia.
En el peor de los sentidos, por supuesto.