El viernes 13 de junio de 1969 inició su labor como párroco de la recién erigida parroquia del Sagrado Corazón de Jesús —hasta ese momento tan solo una casa parroquial— el sacerdote jesuita Ignacio Zaldívar.
El nuevo párroco no solo gustaba de la música dentro de las celebraciones religiosas, sino que tenía la personal concepción de que de ella debían disfrutar, y por cuenta de la parroquia, las parejas que se casaban luego de desfilar casi una cuadra entera por la alfombrada nave central del gigantesco templo rojizo, y los padres llorosos que presenciaban a sus hijos haciendo la Primera Comunión con vela, cinta y la expectativa de un delicioso desayuno, y los padres sonrientes que presenciaban el concierto de berridos de sus recién nacidos hijos en la pila bautismal tan pronto sentían sobre sus cabezas la gelidez del agua bendita, y los deudos circunspectos que acompañaban el féretro de sus seres queridos con esa contradictoria tristeza taciturna con la que los católicos suelen despedir a sus familiares como si, en el fondo, no creyeran eso de la inmortalidad del alma.
El organista y cantor del templo empezó, pues, la que sería su época de oro. Podría decirse que era el artista que más veces cantaba y tocaba en público de cuantos a la sazón cantaban y tocaban en público en la por entonces llamada “Ciudad de los parques”. Un músico que, sin embargo, solamente interpretaba piezas de corte religioso frente a la nutrida feligresía que, además de acostumbrarse a él, a su voz y a su órgano acompañante, día tras día se encariñaba más y más con aquel cura párroco que, al tiempo que regañaba a los niños para que no corrieran dentro del templo, exhortaba a sus padres a que les dieran el modelo de educación cristiana que hacían imperiosos los nuevos y difíciles tiempos.
El rector del colegio San Pedro Claver, por su parte, era desde 1965 el padre Ortiz.
Gonzalo Ortiz, hay que aclarar en seguida, para evitar que se le confunda con alguno de sus hermanos, todos los cuales fueron también, al igual que él, padres.
Todos, incluso el padre Elberto Ortiz, padre sí, pero de sus hijos, entre ellos el médico dermatólogo Donaldo Ortiz Latorre. También lo había sido, aunque solamente de intención ya que, a diferencia de sus consanguíneos, se había retirado del seminario dos años después de haber ingresado a él, decisión debido a la cual, en el complejo ajedrez de la vida, la iglesia católica perdió a un presbítero, pero la medicina santandereana ganó a un excelente facultativo y el diario Vanguardia Liberal, a uno de sus más apreciados columnistas.
Pues bien; bajo la rectoría del padre Ortiz —Ortiz Lozano, para ser más exactos— Salvador Rodríguez ofició no solo como el emblemático Secretario General del colegio San Pedro Claver, sino como el organista y el cantor del templo contiguo a él y al que, dicho sea de paso, todavía hoy no pocos despistados persisten en darle el mismo nombre del establecimiento educativo contiguo.
Pero, entonces, sucedió que el padre Zaldívar —Ignacio Zaldívar Fernández, para ser más precisos— fue trasladado por los superiores de la Compañía de Jesús y en su reemplazo llegó el padre Arango. Corrían las postrimerías de diciembre de 1984 cuando el querido presbítero Zaldívar se despidió de sus llorosos fieles.
Hombre culto y sencillo, el padre Gilberto Arango —paisa de nacimiento— era tan amante de la música como su antecesor, pero a diferencia de este no creía que la parroquia tuviese que proveer la música a su feligresía y consideraba, por el contrario, que debía ser esta la que asumiera su costo. Así que, con la misma claridad con que llegó a predicar la doctrina que Íñigo López de Recalde, bajo el nombre de Ignacio de Loyola, se había propuesto, muchos años atrás, exponer y defender con ardor de combatiente cual si se tratara de una bandera de guerra enarbolada en contra de la herejía, el nuevo párroco les hizo saber a todos los fieles católicos del acomodado oriente bumangués que ya no habría música de órgano ni canto gregoriano durante las eucaristías ni dentro de los demás servicios religiosos excepto que los directamente interesados trajeran sus propios músicos o que el correspondiente costo lo asumieran de su bolsillo. Por supuesto, se cuidó de precisarles que el maestro Salvador Rodríguez, el organista cantor del templo, quedaba a sus gratas órdenes por si deseaban contratarlo.
Durante aquella turbulenta década, que poco a poco se iba enrutando hacia su otoño, el ya conocido y apreciado músico piedecuestano había dejado impreso su sello personal de hombre amable en “La cabaña”, pues aquel que fuera su primer establecimiento de comercio lo había dejado a cargo de otras manos —que se lo habían adquirido en compraventa— y de él únicamente se había llevado aquellos intangibles que jamás entran a formar parte de negocio alguno: el intangible no negociable de los buenos recuerdos, el intangible no negociable de vivencias y de anécdotas, el intangible no negociable del afecto sembrado en quienes habían sido sus más cercanos vecinos, el intangible no negociable de los amigos que habían aprendido a estimarlo y que ya formarían parte para siempre de esa riqueza fabulosa de la que no entienden los bancos y que se llama amistad. Ahora, en otra esquina, se había embarcado en el almacén Sotomayor, la atractiva miscelánea donde el pequeño niño de escuela llegado al barrio un fin de semana cualquiera con el propósito de visitar a unos primos distantes y que había terminado descubriendo aquel mágico entorno de árboles, flores, mariposas y chicharras, sería atendido por él con esa amabilidad casi desconcertante que habría de quedársele grabada en la memoria por siempre, igual que habría de quedársele grabada por siempre en el paladar la exquisitez sin par de la panelita marrón que le entregó por vez primera, el rectangular comestible de sabor incomparable que sería su primera compra en un barrio extraño, la deliciosa golosina que, apenas segundos antes de ser puesta en sus manos infantiles, había producido el sortilegio de hacer desaparecer para siempre la solitaria moneda de un centavo que aún sobrevivía refugiada en aquel siempre vacío bolsillo del modesto pantalón de dril donde él no solía guardar ni sus pepas ni su trompo.
El padre Ortiz habrá de ser trasladado y llegará en su reemplazo el padre Enrique Giraldo, quien será sucedido a su vez, también años más tarde, por el padre Camilo Tapias, para continuar así y con el imparable correr del tiempo el ya ininterrumpido devenir vital del que inevitablemente será en la historia de la ciudad uno de los planteles más representativos de aquella turbulenta e inolvidable década.
Unos años más tarde, el inolvidable padre Zaldívar será atropellado por un vehículo automotor en la ciudad de Cartagena de Indias y no sobrevivirá al impacto que ha sufrido en su humanidad.
El padre Arango, por su parte, habrá de emigrar a los Estados Unidos, país donde querrá iniciar desde cero su sueño de toda la vida, que no es el de llegar a ser famoso, ni el de llegar a tener fortuna, sino el de trabajar con humildad y desde el anonimato por los inmigrantes pobres, de modo que buscará y obtendrá de sus superiores no su designación como cura párroco de alguna parroquia connotada, ni mucho menos su ascenso como obispo de alguna diócesis —que, de hecho, los jesuitas no pueden serlo—, sino apenas su ignoto y remoto nombramiento como humilde auxiliar de un modesto cura párroco de cuyo nombre no habrá de acordarse nadie.
Cuando no había finalizado todavía el primer trimestre del presente año de 2020 y ya se sabía —o ya se debía saber no solo en Bucaramanga, sino en Santander y en Colombia— que una peligrosa pandemia nos amenazaba a todos con su cercanía siniestra, intentando sumirnos en el temor, en el dolor, en el desánimo y en la desesperanza, el padre Gonzalo Ortiz interrumpió la luenga labor que desde tiempos inmemoriales venía desempeñando sin pausa como pastor de almas. Su sobrino Donaldo —bautizado con el mismo nombre de su también tío y también sacerdote jesuita Donaldo Ortiz Lozano— escribió en su columna habitual de Vanguardia (sí, así a secas, ya sin la palabra “Liberal” en su cabezote) unas elocuentes palabras con las que retrató al desaparecido presbítero santandereano con más precisión que la que podrían haber logrado la más fiel fotografía o el más impresionante óleo sobre lienzo:
“Una vez le pregunté a mi tío Gonzalo Ortiz Lozano S.J., recién fallecido después de estar en la Compañía de Jesús durante 83 años, que si había tenido dudas de su vocación. Me dijo que nunca, que cuando se fue con mi papá para el noviciado, estaba seguro de lo que hacía. Mi papá duró dos años y se salió, y el superior le preguntó a mi tío que si él también se iba. Le dijo que no porque desde que había entrado supo que esa era su casa. Tenía eso que yo no tengo, fe eterna, convencimiento profundo de su papel en la tierra, y lo cumplió. Ya descansa en paz”.
Descanse también en paz usted, padre Zaldívar.
Ruitoque, Mesa de las Tempestades, Área Metropolitana de Bucaramanga, martes 10 de noviembre de 2020.
(CONTINUARÁ)