Los Martínez-Villalba tuestan café.
El niño caminante ya lo sabe. Pero no lo sabe porque se lo hayan contado, sino porque ha pasado por allí, por la fábrica de café La Constancia, que inunda con su peculiar y delicioso aroma el entorno de la calle 41 con carrera 21 por donde ha descubierto que también puede llegar al puentecillo de los tres tubos, el paso hacia el barrio Sotomayor que él persiste en atravesar por debajo, sin que se atreva jamás a cruzarlo -como observa que lo hacen todos los caminantes- guardando el equilibrio mientras transitan por encima, extendiendo algunos de ellos los brazos a lado y lado, como más tarde habrá de ver que lo hacen en los circos.
También sabe que los Martínez-Villalba dan cine.
No tienen teatros, como Saúl Díaz, quien con los de su famoso Circuito Unión le ofrece películas de tipos y apaches a un público que ha pagado antes el precio de una boleta en la taquilla, o como los curas del Instituto Tecnológico Salesiano, quienes complacen a la chiquillada asistente a la catequesis dominical —una niñez que, a diferencia de los clientes de Díaz, no ha pagado nada antes de ingresar al teatro— con un proyector, un telón y unas cuantas películas de acción en blanco y negro, que se ven momentáneamente suspendidas mientras el sacerdote catequista, que está parado al lado de la máquina proyectora, detrás del haz de luz que atraviesa aquel teatro, pregunta, hablando por el micrófono y al tiempo que señala con el índice la escena congelada en el telón, cuál de los diez mandamientos de la ley de Dios están a punto de violar esos hombres que, con sombreros en sus cabezas, pañuelos sobre el rostro y revólver en la mano, se aprestan a asaltar la diligencia que se aproxima en medio de la polvareda, y aquel grupo de niños pobres, que han seguido hasta ese momento sin pestañear las emocionantes secuencias del filme, contestan con un coro estremecedor, con una desordenada vocinglería, con un decidido grito colectivo que casi hace sacudir las paredes, contestan -digo- que aquellos apaches emboscados van a violar, en los segundos siguientes, “el quinto mandamiento”, o sea, el de “¡¡¡ NO HURTAAARRRRR !!!”. (Luego de la respectiva corrección y de las correspondientes precisiones por parte del catequista, se apagan de nuevo las luces y se reinicia la película, en medio de la complacencia general de la chiquillada, más interesada en saber qué va a pasar en el filme que en aprenderse de memoria las enseñanzas y los fundamentos de la doctrina cristiana).
Igualmente ha oído hablar de los cigarros Víctor, de la cigarrería Martínez Villalba y hasta de que el patriarca de esa familia es pintor de unos óleos en los que exalta las expresiones folclóricas de su tierra con una singular belleza artística.
Lo que el chico caminante no sabe, sin embargo, es que, más allá del aroma del café que se vende en papeletas, y que más allá de su relación con tabacos, fabriquines y caneyes, y que más allá de su incursión en el mágico universo de los lienzos, los pinceles y los caballetes, y que más allá de las películas proyectadas desde una camioneta sobre los paredones contiguos de los parques o donde quiera que haya un muro lo suficientemente anchuroso como para que sobre él pueda proyectarse un filme y un área aledaña lo suficientemente espaciosa como para que los vecinos asistentes puedan presenciarlo de pie, los Martínez-Villalba también construyen edificios.
Habrá de saberlo cuando en el barrio Sotomayor cunda la gran noticia, cuando ella llegue hasta la casa de sus primos Gómez Durán, cuando alcance la sala de la casa de Guillermo Durán —en la que uno que otro domingo se dedica a ver las aventuras de Batman y Robin sentado frente a la pantalla de un televisor ajeno— y cuando, finalmente, se irrigue por las afueras del enorme templo rojizo, la enorme iglesia donde los curas jesuitas tratan inútilmente de convencer a los melenudos jóvenes que habrán de salir a apostarse en el atrio, con intenciones paganas, que es más importante ganarse el Cielo que conquistar a una de aquellas hermosas chicas de minifalda, botas y buzo cuello de tortuga que transitan por la calle 45 o por la carrera 27A atrayendo sus miradas a la salida de misa.
“Se va Salvador”, es lo primero que oye decir en el interior de aquella casa de baldosines, canales y techo de tejas donde, por primera vez, ha conocido una fotografía en colores de su nona, un retrato enmarcado en vidrio que yace recostado sobre una mesa de madera totalmente diferente de aquellas que está acostumbrado a ver en su modesta vivienda y en el que le observa unos aretes relucientes que no recuerda haberle visto en persona durante los escasos meses en que alcanzó a conocerla.
“Vendió el almacén”, escucha como complemento de la nueva.
No es una buena nueva, a juzgar por el comentario que oye en seguida: “Lástima, va a hacer mucha falta”.
Y es cuando escucha que alguien pregunta, y cuando escucha que alguien contesta, que el organista y cantor de la iglesia, el amable y culto Salvador Rodríguez, el hombre que ha refrendado con su conducta diaria como el habitual tendero de la esquina el honroso título de señor —una dignidad que en aquel entonces sí tiene importancia—, el caballero que con su talento como músico se ha ganado el título de artista aunque nadie se lo reconozca (porque la gente del barrio, que únicamente lo escucha cantar y tocar en la iglesia, ignora que él no solo interpreta el “Tú reinarás, este es el grito que ardiente exhala nuestra fe” o el “Madre mía, que estás en el Cielo, envía consuelo a mi corazón”, sino también pasillos, bambucos y boleros de sin igual factura), es cuando escucha, digo, que el apreciado vecino Salvador Rodríguez se marcha porque va a inaugurar otro negocio, un negocio mucho más grande que su famoso almacén Sotomayor, y que ese nuevo negocio lo va a abrir más arriba, sí, en un nuevo edificio ubicado sobre la avenida de arriba, sobre la carrera 33, en una esquina diagonal “al parque nuevo”, diagonal “al parque Guillermo Sorzano”, en un edificio para estrenar que han construido los Martínez-Villalba.
Y, entonces, el chico —que ya no es niño, sino un jovenzuelo, y que ya no vive al occidente, sino al oriente, y que ya no estudia ni en la escuela Roso Cala, ni en la concentración José Camacho Carreño, sino en el Instituto Técnico Superior Dámaso Zapata, y por eso todos los días camina desde las postrimerías orientales del barrio Álvarez Restrepo hasta más allá de las graderías de la sección de sombra del estadio, descubre que hasta ese momento su recorrido ha sido tan rutinario como incompleto y que, por serlo, solamente ha conocido una parte del barrio y se ha privado de ver lo que hay más arriba, más hacia el oriente, y decide, entonces, irse a caminar por la solitaria calle 44, pero esta vez no, como siempre lo ha hecho, hacia abajo, hacia el poniente, camino al templo, por la calle habitualmente sola por donde transita cuando, para llegar a la iglesia rojiza, desciende hasta el tapón donde se encuentra ubicado el convento de las monjas adoratrices y cruza hacia su izquierda, hacia el sur, y pasa frente a la casa de los Escandón, la familia de la que emergerá más tarde otra reina de belleza distinta de aquella que le mencionan siempre y de la que ha oído decir, una y otra vez, que se llama Esperanza Gallón Domínguez.
Tampoco subirá hacia el oriente una sola cuadra para doblar de una vez la esquina del almacén Sotomayor y dirigirse hacia el sur en busca del costado opuesto de la iglesia. No; esta vez optará por seguir derecho, por pasar al lado del colegio Santa María Reina, el pequeño colegio ubicado en ese momento a su diestra y del que sabe que regentan las monjas de una comunidad cuyo nombre no se preocupa en averiguar, el plantel tan diminuto como costoso donde estudia una de sus primas, y proseguirá ascendiendo en su estrenado recorrido hacia el oeste hasta que encuentre la carrera 33. Hará este nuevo recorrido porque quiere conocer, en aquel oriente hasta ese momento inexplorado, aquel nuevo “parque” del que tanto hablan.
Empero, no ha llegado a avenida alguna y ya se encuentra con un parque en el camino. Es un parque nuevo, solitario, hermoso, rodeado de casas elegantes y silenciosas, un parque sembrado de verdes prados y de jardines multicolores, un parque que irradia paz en el alma.
Habrá de saber, sin embargo, que no es ese el parque nuevo del cual le han hablado como aquel a donde se mudará el músico Salvador Rodríguez; ese no es el nuevo parque donde se halla ubicado el nuevo edificio a donde se irá el organista y cantor de la iglesia y, debido a ello, debido a que se irá para allá muy pronto, ya no continuará vendiendo en su concurrido almacén Sotomayor ni los mostachones, ni los vikingos; ni las cintas por metros, ni los botones de diversos tamaños y de variadas formas; ni las heladas botellas de vidrio de Lechesán, ni las oscuras y también heladas gaseosas Kol-cana; ni los tubos de hilo para coser, ni las peinillas para el cabello cada vez más largo de los varones; ni tampoco, por supuesto, las estampillas de correo que él ha visto a la gente adquirir cada vez que se ha asomado allí en la implacable persecución de un exquisito palitroque.
Habrá de saber, en efecto, que aquel que tiene ante sus ojos es otro parque, un parque recién fundado por los argentinos, ¿sabés?, sí, por los argentinos, che, aquellos extranjeros a los que quiere toda la ciudad entera porque unos cuantos años atrás llegaron a esta tierra de los sarrapios y de las chicharras, che, llegaron en un avión que los descargó en la pista del aeropuerto Gómez Niño y casi de una vez, pibe, casi de una vez, garufa, con la sola demora de tener que esperar en el hotel Príncipe su primer partido, che, empezaron a desencadenar, en el estadio de futbol —bautizado en honor a un político del que jamás habrá de saberse que siquiera jugara al futbol—, el frenesí general, che, la gritería colectiva de los entusiastas hinchas del equipo local, que atrincherados en la sección de sombra, o en la de sol, o en la de gorriones, che, disfrutarán desde entonces de todas sus hazañas, de sus habilidades con el esférico de cuero, de sus jugadas vistosas en el medio campo, en la punta derecha, en la punta izquierda o en la zona de candela, vos sabés, rana, de sus goles espectaculares o de sus atrapadas maestras, en fin, che, de sus apoteósicas actuaciones de cada domingo y con las cuales, vestidos con una camiseta amarilla o con un buzo negro, evitarán que la pelota se meta en su arco y, en cambio, harán todo lo posible porque se meta en el contrario, che.
Sí: aquel parque apacible al que ha arribado ese día es el nuevo parque General José de Martín, que ha sido bautizado con tal nombre por sus donadores porque así es como se llama el Simón Bolívar de los argentinos.
Sabedor de que, aunque bello y sereno, ese no es el parque que está buscando, el muchacho sigue subiendo y, por fin, arriba al otro, al parque Guillermo Sorzano, al paradisíaco parque del que hablan todos como aquel a donde la gente ha empezado a trasladarse porque a su alrededor ha sido descubierto el promisorio futuro residencial de la ciudad y, a juzgar por lo que va a hacer el visionario Salvador Rodríguez, también el no menos promisorio porvenir de su comercio.
A diferencia del que acaba de dejar atrás, del parque de los argentinos, este otro es un parque inmenso.
Para ingresar a él hay que cruzar la avenida, pero el muchacho desiste de hacerlo. Más bien, vira hacia su derecha, camina de manera paralela al seductor parque público y, entonces, encuentra el solitario edificio del que ha escuchado hablar, aquel a donde se trasladará el estimado señor de la frecuentada miscelánea de la esquina.
Mucho tiempo después será cuando haya de saber lo que ha ocurrido: que de una alianza, o algo parecido, entre una señora de nombre Leonor Puyana de Montoya, a la que le dicen doña Leo, y los Martínez-Villalba, organizados esta vez como una gran empresa constructora, ha nacido, en aquella esquina noroeste donde se cruzan la carrera 33 y la calle 47, un nuevo edificio de apartamentos, el segundo edificio de apartamentos que, en plena década de los años 60, ha emergido sobre aquella avenida —todavía poco concurrida, casi solitaria— después del Santa Lucía, la edificación residencial que ya, desde los principios de esa misma década, se yergue altiva sobre la misma avenida, en la esquina noroccidental de la calle 42 con carrera 33, un edificio de color blanco, diagonal al cual se erige la preciosa casa que, con gran alegría, había inaugurado pocos años antes el joven médico ginecólogo y obstetra Guillermo Sorzano sin imaginar que la vida no le permitiría por mucho tiempo la satisfacción de disfrutarla porque la Parca se lo llevaría cuando todavía no superaba la satisfacción de haber podido concluirla y apenas cuatro años después de que renunciara al cargo de alcalde, el prominente puesto oficial que ocupaba cuando aquel joven y persistente caminante que ahora se halla parado en las inmediaciones de aquel parque bautizado con su ilustre nombre aterrizó en su terruño nativo un día de las ánimas benditas.
El muchacho emprende el regreso. Del nuevo edificio solo ha observado la tarea febril que despliegan quienes lo preparan para que lo ocupen sus nuevos moradores. Desciende otra vez por la misma calle 44 por donde subió y atisba, allá abajo, a lo lejos, el almacén Sotomayor a la izquierda, y la casa de sus primos a la derecha, y junto a esta la casa contigua de colores verde y amarillo donde viven Gilberto y su hijo Mario, o Mario y su hijo Gilberto —que nunca logró precisar quién era el hijo y quién era el padre—, y al fondo, allá en el tapón, allá donde los carros tienen que virar forzosamente, el siempre silencioso convento de las monjas adoratrices.
Al atravesar la carrera 28, sin embargo, no puede evitar volver la mirada hacia su izquierda, hacia el dinámico almacén cuyo futuro ahora desconoce porque no sabe quién vendrá en reemplazo del señor amable que le vende los mojicones de la panadería Trillos, adornados siempre con una hojita verde, y por ello siente que, de alguna forma, corre el riesgo inminente de perder el que hasta ese momento ha sido uno de sus escasos refugios en aquel barrio de extraños, además de la casa de las bardas grises y las paredes rosadas donde viven sus primos, de la otra casa de garaje a la entrada y sin mayores remembranzas donde vive don Guillermo Durán y, por supuesto, del templo católico, del que ha leído en alguna cartilla escolar que es, al igual que la casa del cura, la casa de todos. Es, entonces, cuando se percata de que si últimamente ha presenciado que la gente compra allí, en el almacén Sotomayor, estampillas de correo, es porque al frente de él, al frente de aquel almacén que ya no será más del señor robusto y de bigote que le vende los vikingos, en el vértice de aquella esquina de la calle 44 con carrera 28, han instalado un buzón de correspondencia.
Un anónimo hombre, en efecto, ha salido en ese momento del almacén de Salvador Rodríguez y ha depositado allí una carta. El joven caminante habrá de ver instantes más tarde que otro hombre uniformado con quepis y chaqueta, como si fuese un militar, llega hasta el solitario buzón esquinero, lo abre con una llave que posee, lo desocupa, lo cierra de nuevo y se aleja llevándose su contenido en una particular talega donde alcanza a leer un letrero que la identifica como perteneciente a la empresa oficial de correos, la empresa que en aquel entonces se llama ADPOSTAL, Administración Postal Nacional, y cuyas instalaciones él habrá de conocer cuando un día se acerque allá, a su sede, a la calle 36 con la carrera 18, buscando que le expidan una libretica de color café que se llama tarjeta de identidad, con la cual habrá de identificarse hasta cuando sea mayor y le expidan su cédula de ciudadanía.
Pronto él comprenderá que siempre que observe aquella escena, la del hombre uniformado que desocupa aquel buzón esquinero y se aleja con su contenido a cuestas, para las cartas adornadas con los sellos de correo vendidos por Salvador Rodríguez habrá empezado un periplo: el emocionante periplo que las llevará a otros lugares ignotos y remotos donde serán abiertas por sus expectantes destinatarios, o por sus ansiosas destinatarias, con una sonrisa en los labios, o en los ojos una lágrima.
Ruitoque, Mesa de las Tempestades, Área Metropolitana de Bucaramanga, jueves 12 de noviembre de 2020.
(CONTINUARÁ)