El hombre ya no ingresa al barrio Sotomayor a pie como lo hacía ayer cuando era adolescente y anteayer cuando era niño.
El hombre ya hace rato sabe también que en la esquina de la calle 44 con la carrera 28 para él no estará nunca más el almacén donde igual compraba un salchichón que un supercoco y por eso no se ha preocupado por indagar si aún existe o si fue cerrado por sus posteriores dueños.
Ya no ha vuelto a asistir tampoco a la misa dominical de la mañana en la gigantesca iglesia de los ladrillos rojos y de los ángeles blancos que a él le parece que les tocan sus trompetas a los cielos.
Ahora tampoco llega desde el oeste, ni lo hace desde el levante; ahora proviene del sur, desde las goteras de la otrora lejana Piedecuesta, la tierra donde el maestro Carlos Peña —como si hubiese tenido en ese instante dotes de adivino— un día le advirtió a su paisano Salvador Rodríguez que la voz de cantor podría fallar algún día y que, por ello, debía aprender a tocar un instrumento.
Pero es que, al fin de cuentas, tampoco entra al barrio, sino que apenas lo bordea, conduciendo su automóvil, o viajando como copiloto mientras su esposa lo maneja, por aquella esquina por donde en su niñez arribaba desde el occidente portando en el bolsillo su “Juan Pagas”, la misma esquina en la que ya de la quinta Alejandría no queda sino tan solo el refugio feliz de sus recuerdos.
Hace rato que se ha dado cuenta, por supuesto, de los cambios; hace rato que ha descubierto que no solamente él ya no es el mismo, sino que tampoco es ya la misma su pequeña y apacible ciudad nativa, hoy transformada en aquella otra gran ciudad extendida y cada vez más poblada sin remedio, esa urbe anónima que ya hace mucho tiempo dejó de oler con disfrute la fragancia jabonosa de los sarrapios desprendidos de los árboles, y los aromas de aquella tabacalera donde a los transeúntes conversadores se les advertía lo de “Silencio, tabaco en reposo” y, por supuesto, el aroma seductor e inconfundible que despedía, desde los fogones encendidos y desde las olletas calientes, el espumoso chocolate de las cinco de la tarde.
Sí: en estos nuevos tiempos que dejaron bien atrás los tiempos viejos, el hombre arriba desde el sur a una ciudad grande e impersonal que va creciendo inmersa en el desorden y la falta de amor por el terruño, una ciudad que se agiganta día tras día con torres de babel que van oscureciendo el otrora firmamento azul celeste surcado por la mágica blancura de los nimbos, una ciudad etérea en la que seres que no harán nada por ser buenos vecinos ni por intentar ser buenos amigos se aglomeran huraños detrás de puertas hostiles, cerradas siempre para el vecino y, con mayor razón, para el extraño.
Ya se ha dado cuenta, apabullado por el peso abrumador del desencanto, que si se han multiplicado por doquier esas torres yertas y de arquitectura cada vez más anodina es porque de la ahora gran ciudad terminó por apoderarse la tiranía del miedo y la zozobra.
Y se ha dado cuenta de que, por esa misma razón, y porque ahora no gobiernan ni el amor ni la esperanza, apenas algunas de las hermosas casas que conoció en sus caminatas resisten todavía con estoicismo las acometidas del tiempo, de la pica y del buldócer.
Pero, así mismo se ha dado cuenta de que también hasta esas casas supervivientes del desastre, hasta esas casas que se niegan a que también sobre sus terrenos, y más allá del fugaz y melancólico reinar de sus escombros, lleguen a enseñorearse los edificios hacinados de quienes nada comparten diferente del espacio, hasta esas casas, digo, el miedo y la zozobra han llegado y, por ello, dominan a la urbe que lo vio caminar sin prevenciones y a sus cada vez más numerosos y distanciados habitantes, ya no el saludo mañanero de quienes ayer se cruzaban cuando iban hacia el almacén Sotomayor a comprar el pan o hacia el templo rojizo a escuchar la prédica del día, ya no esa simpatía general que llegó a hacerle merecer el nombre de “La ciudad más cordial de Colombia”, sino la antipatía forzosa de las rejas carcelarias, de las rejas inamistosas detrás de las cuales ahora se refugian los angustiados moradores de las viviendas que conservan con osadía la hoy peligrosa puerta hacia la calle queriendo con aquel encierro voluntario desterrar de sus mentes adormecidas y a punto de irse a la cama los enconosos embates de la incertidumbre frente a la sombría perspectiva de la llegada nocturna del ladrón furtivo, a quien, para desdicha de su tranquilidad, presienten todos que ya el policía no persigue, ni la justicia castiga, ni la prisión espera.
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Él sabe, además, que hubo una vez un vendedor de pianos y de órganos.
Sabe que había nacido aquel vendedor de instrumentos musicales en un pueblecito al que amaba entrañablemente, pero por cosas de la vida tuvo que salir de allí y terminó viviendo en la capital, donde habría de permanecer el resto de su existencia.
Aquel hombre del relato —lo recuerda muy bien— acabó siendo vendedor de pianos y de órganos y, entonces, aprovechaba el serlo para poner en práctica, con aquellos teclados nuevos y relucientes, sus dones musicales.
Así que ese hombre aprovechaba todos sus momentos libres para aprender a tocar cada vez más y más nuevas canciones. Aprendió, entonces, a ejecutar pasillos, y valses, y bambucos, en fin, temas de su país, cuya interpretación más tarde habría de recibir el apoyo feliz de un violinista.
Sabe que aquel hombre, aquel vendedor de pianos y de órganos, había llegado a tener, en el decurso de la vida, la particularidad de comenzar su independencia personal en un lugar llamado “La Cabaña”.
Sabe que “La Cabaña” era un sitio amable y concurrido a donde las personas iban los viernes y los sábados a alegrar sus pensamientos y a echar al olvido preocupaciones y pesares valiéndose del sortilegio incomparable de la conversación y, desde luego, de la compañía inseparable que les brindaba, no solamente el interlocutor sentado al frente suyo, sino la espuma sin igual de una cerveza.
Sí, claro, él sabe que aquel hombre se llamaba Jaime Llano González.
Sí: aquel maestro que, sentado sobre un butaco de madera, dignificó durante lustros la música colombiana y a quien habrá de conocer más tarde, una noche de luces y de música, cuando sea el maestro el que esté frente a él vestido de esmoquin negro.
Pero sabe, igualmente, que hubo otro vendedor de pianos y de órganos llegado también a la capital y proveniente también de su pueblecito natal; un hombre que aprovechaba los instrumentos nuevos y refulgentes ofrecidos en venta para practicar en ellos los aires autóctonos que le brindaban con generosidad las partituras; sabe que este otro hombre empezó su decurso independiente también en un lugar llamado “La Cabaña”, pero no en la bogotana, en la que lo inició aquel otro, sino en la de aquí, en la de esa Bucaramanga sesentera que, parado ahí, en el altar de la iglesia rojiza, con su esmoquin nuevo, ahora él recuerda con nostalgia, una Bucaramanga que así como presenciaba el volcánico llegar de la Nueva Ola en la fuente de soda “Very Good”, de su carrera 15 con su calle 36, y que veía irrumpir por doquier el “Yeah, yeah” de los mechudos embelesados con el sonido conquistador de las guitarras eléctricas, también tenía garantizada la libertad de optar, en el dial de los radios transistores, por las notas de “Espumas”, de “Soberbia” o de “Brisas del Pamplonita”, pues aún en las ondas hertzianas los aires nacionales de las montañas no habían sido desplazados por la fuerza arrolladora del dinero y de un progreso musical y social mal entendido.
Sabe que ese otro hombre se llamaba Salvador, Salvador Rodríguez Mantilla, el señor de quien hablaban los ex alumnos del contiguo Colegio San Pedro Claver como un secretario excepcional, que escribía a mano las calificaciones del alumnado, que utilizaba los dedos como calculadora para obtener los promedios por anotar y que en las aulas, como profesor de Música y de Religión, les había enseñado, con su misma particular pedagogía, tanto los intríngulis del pentagrama, la magia de los compases, los tiempos, las corcheas y las semifusas, como el valor, inconmensurable y sin dubitación más trascendente, de la gracia habitual y de la gracia santificante.
Ahí está él. Sí, ahí está él, parado al pie del altar y a su lado los músicos que ha llevado, por su cuenta, como lo dispuso años atrás el padre Arango. No ha podido contratar, como el cura paisa ofreció en su momento, al maestro Salvador Rodríguez, porque, para infortunio de sus afectos, para ese día especial, cuando hubiese querido derramar todo su amor sobre el mundo fascinante de sus hermosos recuerdos, el maestro Salvador Rodríguez ya no está tocando su órgano mágico en su rincón de siempre, en aquel rincón inolvidable del inolvidable templo rojizo, ni lo está haciendo tampoco en ningún otro templo, ni en la intimidad que le brinda el tranquilizador refugio de su casa. El maestro se ha ido al Cielo de sus creencias irreductibles, a aquel lugar especial y maravilloso cuya existencia siempre, y con irreductible convicción, les predicó a sus hijos, y a sus alumnos, y a sus amigos, más que con la dialéctica persuasiva de su voz, con la argumentación más convincente de su ejemplo.
Ahí está él, sí, vestido de esmoquin negro. Sabe que en cualquier momento ingresará la novia. Que ingresará con su traje blanco, en todo caso no tan blanco como la blancura inmaculada de su alma. Sí, sabe que en cualquier momento hará su entrada por la puerta principal, por allá, por la puerta del fondo, por la inmensa puerta del oeste, y que entonces comenzará a caminar sobre la alfombra extendida a lo largo de la nave central, mientras el maestro Alfonso Guerrero y sus músicos tocarán la Marcha Nupcial de Mendelssohn, y los fogonazos incesantes que genere la toma de las fotografías abrillantarán su más cercano entorno, y la pesada cámara negra que la filmará irá registrando su paso y el paso de sus acompañantes, y amigos, familiares y feligreses la saludarán de pie, y le tributarán su bienvenida los ramilletes de bellas flores con los que han sido vestidas las bancas.
No importará, en últimas, que Salvador Rodríguez no esté tocando el órgano, ni que ya no transcurran los años 60: él sonríe para sus adentros pues sabe que, por fortuna, todo será siempre posible dentro del mundo impenetrable de los sueños.
Ruitoque, Mesa de las Tempestades, Área Metropolitana de Bucaramanga, lunes 16 de noviembre de 2020.