En la diminuta sala de recepción ya no quedaba casi nadie. El médico de la blusa verde que ahora se hallaba sentado frente al escritorio no era el mismo facultativo que había recibido a las personas transportadas por las ambulancias desde el temido Cañón de Pescadero, sino un joven galeno que se entrenaba para una vida profesional meritoria y signada desde ya por los imprecisos vaticinios de un porvenir que se perfilaba iluminado. No levantó la vista para mirar a la recién llegada cuando formuló la primera pregunta:
–¿Cuál es su nombre, por favor, y el motivo de su urgencia?
–No vengo por ninguna urgencia, doctor –dijo ella–. Vengo a dar a luz a otra esperanza.
El joven médico alcanzó a experimentar dentro de su ser el impulso primario de indagarle sobre el porqué de su ingreso por una puerta distinta de aquella que ha debido utilizar, de llamar al portero y al guardia para interrogarlos acerca del motivo por el que la habían dejado entrar por ahí, de ordenarle que se regresara de inmediato y de exigirle que ingresara por el Departamento de Maternidad. Pero no hizo nada de ello, seducido de verdad por la inusual respuesta. Más bien, y manteniendo la mirada en la hoja de la anamnesis, optó por insistir en la pregunta suprimiendo la última parte:
–¿Cuál es su nombre, por favor?
Hubo un breve lapso de silencio durante el cual el novel doctor en medicina aún no levantaba la mirada.
–Julieta Álvarez –le contestó finalmente la paciente sin poder evitar que la voz se le quebrara.
Y fue ahí cuando el entrevistador alzó la vista y la miró, arqueando las cejas.
“Nunca olvidaré –diría más tarde el facultativo– aquella sonrisa entristecida. Con tan sólo una décima parte de las habilidades pictóricas de Leonardo hubiera podido dibujarla porque era la viva reproducción de La Gioconda”.
Entonces, le planteó el siguiente interrogante ahora sí mirándola a los ojos:
–¿Y cuál es su segundo apellido, Julieta?
–Restrepo –contestó ella con suavidad.
Y enseguida dio un respiro entrecortado y hondo dejando escapar al garete toda la carga interior de su nostalgia:
–Soy Álvarez Restrepo, doctor –dijo con un susurro—. Así se llamaba mi barrio.
__________
En los tres días subsiguientes, recostada sobre la cama hospitalaria de resortes que chirriaban, Julieta Álvarez se fue familiarizando con la soledad de las horas. Aunque en el fondo de su psique y de su corazón suponía que prontamente comenzarían las visitas, al final se persuadió de lo que siempre había estado segura por entero. Lo había pensado, lo había interiorizado, ya lo tenía como una verdad incontestable y por eso no ponía en duda que estaba escrito, sí, que ya se encontraba registrado con letras indelebles en el cuaderno imperturbable de su historia que moriría sola, sin estorbar a nadie, sin que nadie lo presenciara, sin crearle a nadie angustias ni dolores, tal y como ella anotó muchas veces que quería morir, en sus poemas desgarrados por los recurrentes embates de la depresión y la saudade.
Con el pasar de las horas, se concentraba en mirar hacia ninguna parte a través de la ventana de maderos y cristales, cometido que lograba con tan sólo girar la cabeza lentamente hacia el lado derecho de su cama. Lo hacía tan repetido, que terminó grabándose en la mente aquel paisaje igual de cada instante, aquel paisaje igual de cada hora, aquel paisaje igual de cada día inacabable. Podía ver el cielo azul y las nubes ingrávidas, las copas verdes de los árboles de mango que formaban una alameda y el ir y venir de la vida, un ir y venir representado en el vuelo fugaz de las mariposas que luego de alejarse retornaban y se estrellaban contra el cristal y en el alegre trinar de los canarios que después de revolotear encima de las ramas se posaban sobre ellas a darle con sus cantos serenata.
No entendía qué estaba sucediendo porque nadie le explicaba con exactitud lo que pasaba. Ahí seguía el mismo vientre crecido, la misma ansiedad, la misma expectativa. Un rumor había llegado a sus oídos filtrándose a través de las infidencias piadosas de las monjas de la caridad que administraban la vida espiritual del hospital y según el mismo las cosas se estaban complicando porque era inevitable la intervención quirúrgica, pero existían fundados temores acerca de su presión arterial extremadamente baja.
De pronto, una tarde cualquiera, en la que el tiempo se detuvo agobiado por el tedio de las horas, la realidad se le vino encima de improviso y todo se desencadenó para ella con una rapidez de espanto: la sorpresiva decisión de que la operarían de inmediato, el arribo consiguiente de las enfermeras y los camilleros con sus trajes de fantasmas, la delgada camilla de rodachines, los pasillos largos, sombríos e interminables, las puertas batientes de madera que se abrían y se cerraban como cuando se ingresa al desconocido reinar de la incertidumbre y la desesperanza, las luces de los reflectores, los inhaladores de la inducción anestésica, el súbito presagio de que algo no andaba bien, y luego el sopor, la pesadez y el tránsito definitivo hacia el reino de las tinieblas.
Sin embargo, Julieta Álvarez alcanzó a verse de nuevo acostada, esta vez encima de la mesa de cirugía, mirando hacia la inmensa luz del techo, y percibió con claridad premonitoria el rostro endurecido de los médicos, sus voces quebradas por la angustia, los oscuros datos de zozobra que alguien suministraba de manera persistente, el dulce trino de los pájaros, la brisa refrescante de los montes del oriente, la calle de las palmeras mágicas que se mecían sin que soplara brisa, la niña rubia parada frente a la puerta mientras el enorme auto color lila que a ella la conduciría al hospital comenzaba a alejarse y en sus ojos se empezaban a asomar las primeras lágrimas, el miedo difuso de no saber con exactitud a qué le tenía miedo, el grito lastimero de las cigarras, el llanto del nuevo hijo que nacía —el de su última esperanza—, el claxon de los coches en la calle, el circo pobre al que nadie quiso ir a pesar de los ruegos apostólicos del cura de la parroquia, sus carpas antediluvianas y la modestia extrema de su espectáculo cargado de tristeza, las asambleas familiares preparatorias del congreso eucarístico, la voz del papa que la bendecía, Fernando Sebastián recién resucitado, desconcertado y todavía de pie junto a su tumba, el pedalear sin prisa de su máquina de coser sueños, el andar presuroso de su fileteadora de recuerdos, el olor de las begonias, el hombre que se envejeció recostado en un poste, el rostro pálido de Ícaro bañado en lágrimas y sangre, derrotado ante la impotencia por no ser capaz de volar con tan solo batir sus alas demenciales ni de agarrarse lo suficientemente duro de la gloria; sus hijos todos en veloz repaso de su maternidad repetida; sus padres muertos, el Papá Noel extemporáneo a quien lo sorprendieron los días posteriores a la Nochebuena luciendo aún su estereotipado traje rojo de todos los años, las campanas de su pueblo tañendo en las mañanas dominicales para invitar a misa, sus amigos, las barajas multicolores y brillantes del naipe rutinario, el decadente parque de los mangos frente al vetusto hospital del Estado, la casa grande y antigua donde había vivido antes en la capital del frío, del granizo y de las brumas, la casa grande y antigua donde vivía ahora lejos de la gran sabana verde, el patio inmenso, los materos y las uñas de danta, el avión y la avioneta estrellándose en el viento, el silencio diurno y nocturno de su cuadra, las cometas de Beto Espitia tratando de tocar los azules cielos de agosto, el extenso e inclinado bosque de los sarrapios a donde se fugaba por momentos a su reencuentro con el pasado remoto e irrepetible al que ella se negaba a dejar sucumbir en el olvido, la plazuela siempre bulliciosa del mercado, El Rapsoda de las Calles y su inolvidable poema premonitorio en la fuente de soda Very Good, el olor exquisito del espumoso chocolate de las cinco de la tarde, el sonido grave y profundo de la bombarda y la voz aflautada de su talentoso intérprete, el segundo diluvio universal, que para su sorpresa y la del mundo entero no había sido esta vez de agua, ni de fuego, sino de flores; el gigantesco bus del colegio, su traje azul de colegiala, el joven y apuesto galeno que tan solo habría de tener cabida en su memoria, los primeros rubores del beso furtivo y, en fin, el mundo todo, el que conoció y el que no pudo conocer jamás sino en las enciclopedias, aquel mundo suyo que, sin que ella lo pudiera evitar, se iba yendo para siempre arrastrado por un ciclón ineluctable. Hasta que, de pronto, se vio de nuevo sola en su pieza hospitalaria, recostada en la misma cama de sábanas blancas y resortes que chirriaban donde había esperado resignada a que de nuevo fueran otros los que decidieran su destino. Entonces, volvió a girar la cabeza lentamente hacia el lado diestro de su lecho. Pero esta vez ya no pudo ver el cielo, ni las nubes, ni los mangos, ni la vida, ni las mariposas multicolores que ante sus ojos paralizados por el asombro continuaban estrellándose contra el cristal de la ventana, ni pudo escuchar tampoco el trino de los pájaros que seguían posándose sobre las ramas e insistían en darle serenata.
Su hermano mayor se anudaba los cordones de sus zapatos cuando la niña rubia le preguntó si ya había nacido el bebé. El hermano guardó silencio, la tomó de la mano y le señaló con el índice derecho la sala enorme de la casa. Fue ahí cuando la niña descubrió el sombrío ataúd de flormorado, las coronas de azucenas y claveles blancos, y los candelabros desvencijados y chorreados por la esperma. Pero aún así no se estrelló de frente con el luto. Se quedó mirando, más bien, al anciano de la luenga barba blanca, a “El Rapsoda de las Calles”, que se había parado junto a la puerta principal, ante la mirada expectante de todos los presentes, y comenzaba en esos instantes a declamar un poema, también premonitorio y de similar factura al que le había recitado a Julieta Álvarez en la fuente de soda «Very Good» el día en que ella lo conoció y escuchó por vez primera:
“Noble y cordial ciudad de mis mayores,
ciudad del trabajo y la esperanza,
hoy te traigo el morir de mis dolores
y el frío revivir de mis nostalgias;
y te pregunto, ciudad de mis amores,
qué fue de tu alegría y tu bonanza,
y qué fue de tus pájaros cantores,
y qué, de tus flores de fragancia.
Dónde escondes tus cerros tutelares,
y el pasar apacible de tus aguas,
y la pureza envidiable de tus aires,
y tus parques, que todos envidiaban.
Qué se hicieron tus calles de misterio
donde apenas las ánimas pasaban,
y tus puentes cargados de recuerdos,
y tu cielo celeste en lontananza.
Hoy no muere solamente la sonrisa
de la amada Julieta y sus nostalgias,
muere el viento también, muere la brisa
y las flores que sus manos cultivaban.
Y morirás tú también, ciudad querida,
cuando mueran tus calles empedradas,
y el pacífico discurso de la vida,
cuando cambies las flores por espadas.
Morirás cuando mueran tus canarios
y no vuelvan a observarse tus montañas,
y el rumor de tu río te sea extraño,
y destruyan tus puentes y sus aguas.
Cuando mueran tus árboles de mango,
y coseches solamente envidia y rabia,
y se olviden tus gentes de tus cantos,
y derriben tus palmeras espigadas.
No quedará de ti más que el recuerdo,
pero él también se marchará mañana,
cuando parta la memoria de tus viejos
y tus hijos la de otras partes traigan.
De ti no quedarán sino cenizas
de tu jabonería incinerada,
y las ruinas, mecidas por las brisas,
de tu fábrica de vinos de naranja.
De ti no quedarán más que memorias
del cálido arrullar de tus quebradas,
de las letras impresas en las rocas,
del avión que abrazaron tus montañas.
Morirás cuando mueran tus cafetos,
y la magia de tus calles solitarias,
y al aroma del tabaco lo apabulle
el humo del escape de las máquinas.
Morirás cuando muera la sonrisa
de tu gente cordial y ya otras páginas
escriban de tu historia los que lleguen
a vivir bajo tus cielos de esperanza.
Morirás cuando mueran los boleros,
cuando maten la ternura y la añoranza
y no soplen ya más aires serenos,
sino ruidos estridentes de fanfarria.
Hoy te vas, Julieta Álvarez, del mundo,
este pobre cantor también se marcha,
nunca alista equipaje el errabundo,
pues no lleva maletas cuando viaja.
No he venido a decirte adiós, ni quiero
mi llanto derramar sobre tu caja.
Unos pocos, total, se van primero,
pero todos nos veremos un mañana”.
A la madrugada siguiente, encontraron muerto a “El Rapsoda de las Calles”. Tenía los ojos abiertos y mirando hacia el cielo, pero una expresión serena dibujada en su rostro milenario y de luenga barba blanca.
La gente comenzó a acercarse hasta el cuerpo tendido sobre el andén y se dio inicio a los más diversos comentarios. Carlos y Gustavo Adolfo llegaron cuando ya desde la tienda esquinera habían llamado a la policía. Fue Carlos quien, con los ojos enrojecidos por el llanto, hizo el comentario amargo:
—Ahora sí —musitó llorando— se murió en esta ciudad la poesía.
Empero, su amigo Gustavo Adolfo lo contradijo de inmediato mientras le ponía su mano derecha sobre el hombro.
—No, Carlos —le expresó sin hacer nada por ocultar su propio llanto—. Y enseguida rememoró a un excelso poeta de otros tiempos:
“No digáis que, agotado su tesoro,
de asuntos falta, enmudeció la lira;
podrá no haber poetas; pero siempre
habrá poesía.
Mientras las ondas de la luz al beso
palpiten encendidas,
mientras el sol las desgarradas nubes
de fuego y oro vista,
mientras el aire en su regazo lleve
perfumes y armonías,
mientras haya en el mundo primavera,
¡habrá poesía!
Mientras la ciencia a descubrir no alcance
las fuentes de la vida,
y en el mar o en el cielo haya un abismo
que al cálculo resista,
mientras la humanidad siempre avanzando
no sepa a dó camina,
mientras haya un misterio para el hombre,
¡habrá poesía!
Mientras se sienta que se ríe el alma,
sin que los labios rían;
mientras se llore, sin que el llanto acuda
a nublar la pupila;
mientras el corazón y la cabeza
batallando prosigan,
mientras haya esperanzas y recuerdos,
¡habrá poesía!
Mientras haya unos ojos que reflejen
los ojos que los miran,
mientras responda el labio suspirando
al labio que suspira,
mientras sentirse puedan en un beso
dos almas confundidas,
mientras exista una mujer hermosa,
¡habrá poesía!”.