Tierra de cigarras (Novela. 2000. Capítulo XIX). Óscar Humberto Gómez Gómez

 

Un anciano poeta callejero se detuvo en la fuente de soda “Very Good”.

“La Very Good”, que era como la llamaban todos, se encontraba ubicada en la esquina suroriental del emblemático lugar donde se cruzaban dos de las principales avenidas de la incipiente urbe y solía hallarse —y, de hecho, lo estaba en esos momentos— atiborrada de clientes jóvenes y conversadores que, entre sorbo y sorbo de pitillo, comentaban los temas de moda. Temas de moda como lo eran, por aquellos días de turbulencia social, las últimas canciones grabadas por “Los Beatles”, las ruidosas aglomeraciones que se estaban formando en los aeropuertos a la llegada de la famosa banda de Liverpool y los crecientes rumores de que no solo a esta, sino en general al arte rebelde de aquellos años los estaban infiltrando los humos alucinógenos de la mariguana.

Las mesas y las sillas, cubiertas por sombrillas coloridas que protegían del sol, estaban instaladas en las afueras del establecimiento, en una espaciosa plazoleta, y gracias a ello los clientes podían observar el transcurrir de la vida en el céntrico sector citadino y los transeúntes, a su vez, podían hacer otro tanto con la escena cotidiana en la que se veía a los clientes de la renombrada fuente de soda disfrutando de sus bebidas y de sus aperitivos mientras el mundo a su alrededor proseguía su curso indiferente.

La juvenil clientela masculina de “la Very Good”, sin embargo, rebasando su interés conversacional respecto de los temas discográficos del momento, se la pasaba tratando de ubicar desde sus coloridas sillas metálicas plegables, para embelesarse con ellos, los rostros más atractivos de entre todas aquellas atractivas chicas de capules, botas largas y minifaldas que, caminando por entre las mesas, comenzaban a moverse al compás de los primeros golpes de batería y a tararear en coro y con atrayente coquetería los arpegios, no siempre afinados, lanzados al aire por las guitarras y los bajos conectados a la corriente eléctrica. Chicas que, igualmente, gritaban también, con toda la fuerza de sus aficiones apasionadas, cuando lo hacían los cantantes de las bandas de rocanrol que en aquel reconocido espacio del centro citadino literalmente ensordecían a sus cautivos oyentes, ora tocando en vivo, ora lanzando al aire las notas musicales de la Nueva Ola desde todas las emisoras de radio habidas y por haber que allí eran sintonizadas y amplificadas, dejando perplejos, por supuesto, a los señores de antaño y a las matronas de ayer que por sus alrededores transitaban. Señores de antaño y matronas de ayer que se negaban, de manera rotunda, a aceptar esa moda para ellos penosa de las camisas psicodélicas, de los buzos con cuello de tortuga, de los trajes masculinos sin solapas y con cuellos diminutos, del cabello corto de las jóvenes y del pelo largo de los varones, varones de los cuales cuchicheaban, en tono nada amistoso, y pese a la evidencia incontestable de sus preciosas compañías femeninas, que habían perdido hasta los últimos rastros de la virilidad con la que quizás habían venido al mundo, si era que algún día en verdad habían llegado a conocerla.

Sí, todos ellos eran hostiles personajes, hermano, ancestros prehistóricos, hermano, viejos cavernícolas, hermano, fósiles retardatarios, hermano, retrógrados antediluvianos, hermano, pretéritos apolillados, hermano, en fin, no eran más que decanos, carrozas, primitivos, veteranos, ultramontanos, reaccionarios, arrimados a la cola, derechistas, apostólicos, dueños absolutos del poder y de la verdad según los dictados de su intelecto, tan estrecho como refractario a los cambios sociales, hermano, a quienes todo lo de los jóvenes de entonces les parecía inmoral y antisocial, hermano.

Sí, eran aquellos hombres y aquellas mujeres mayores que pasaban al lado de “la Very Good” testigos impotentes de un mundo que se derrumbaba, de una sociedad que decaía, de una civilización que marchaba hacia el precipicio. Eran, en síntesis, observadores críticos del nuevo imperio de las botas masculinas de largo y puntiagudo tacón cubano, de las correas de anchura exorbitante, de las gafas oscuras, del cabello de los varones peinado sobre la frente, pero, sobre todo, eso sí hay que reconocerlo, hermano, lo eran también de la cópula en los parques públicos, de la “cannabis sativa” fumada sin pudor en cualquier parte y de los gritos estridentes que solían acompañar las canciones más reputadas de aquella época memorable, gritos comparados por esos mayores refractarios a la modernidad, hermano, con los estertores espeluznantes del mismísimo demonio.

El vate que ahora visitaba la céntrica y concurrida fuente de soda sesentera usaba barba luenga y totalmente encanecida, pero contrastaba su edad inmemorial con el manifiesto prodigio de su memoria y la contagiosa jovialidad de sus poemas. Julieta Álvarez no lo había visto tan siquiera una vez en la vida y, más aún, hubiera jurado que se trataba de un personaje venido de tierra extraña, porque, aunque no era esta su comarca nativa, sino apenas el lugar donde su marido había decidido fijar la residencia familiar, luego de contraer matrimonio con ella en la capital y de abandonar más tarde, junto con su mujer y sus niños, las llanuras inacabables, verdes y frías de la altiplanicie capitalina, la ciudad era, en todo caso, por aquel entonces, tan pequeña y poco poblada, que casi todo el mundo se conocía, si no de trato, sí de vista y de saludo, y a ella le era claro, en consecuencia, que aquel curioso declamador no era coterráneo de las gentes diversas que constituían su presente entorno y, antes por el contrario, tenía la convicción íntima de que, con toda seguridad, hubo de llegar de alguna parte no hacía mucho.

Por eso, ni siquiera hizo algo para tratar de ocultar su enorme sorpresa de pasmo cuando escuchó su nombre, Julieta Álvarez, proveniente de los labios de aquel exótico e ignoto sucesor de los antiguos aedos griegos y, de una vez, a renglón seguido, casi con los mismos aires inhalados por el viejo cantor para pronunciarlo, unos versos de impecable factura dedicados a ella y referidos, como por artes adivinatorias, ya no solo al color de su piel, ni a sus cabellos rizados, ni a sus ojos intensamente oscuros, ni a su sonrisa nostálgica, al fin y al cabo rasgos evidentes de su físico, sino, lo más sorprendente, también a su pérdida prematura de la figura materna, a su migración de la tierra de las flores y la eterna primavera a la capital de las brumas, el frío y el granizo, a su vocación temprana de escritora clandestina, a su religiosidad tan profunda como inquebrantable, a sus frustrados amores de los ayeres lejanos y, en fin, a su vida toda, una vida marcada por lo embates inmisericordes de la depresión y salpicada por los vaivenes incomprensibles de su carácter y el carácter imborrable de sus recuerdos.

A ella le hubiese agradado en grado sumo abordar de inmediato al envejecido y sorprendente personaje para investigar el porqué del asombroso conocimiento que con su poema había demostrado acerca de las interioridades de su vida privada, pero fue tanta la impresión que le produjo la inexplicable capacidad adivinatoria del bardo, que a la postre lo dejó marchar, con fingida indiferencia, y a duras penas tuvo el aliento necesario para pedir la cuenta mientras percibía que su corazón le latía con inusual fuerza y de su cerebro se apoderaba una confusión total de las ideas.

Fue al mesero que se la trajo y se la puso en las manos, con interesada galantería y exagerada amabilidad, a quien se atrevió a preguntarle cuál era el nombre de aquel individuo que la acababa de dejar tan abrumada, más que con la hermosura cautivadora de sus endecasílabos, con la certeza indiscutible de sus adivinaciones poéticas, y fue cuando se enteró de que nadie le conocía nombre, ni mucho menos apellido, ni se sabía cuándo ni cómo había arribado a la ciudad, pero, en cambio, obtuvo la precisión informativa —una precisión informativa que jamás se le habría de borrar de la memoria— de que le decían, y él se llamaba a sí mismo, “El Rapsoda de las Calles”.

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