Tierra de cigarras (Novela.2000. Capítulo XX). Óscar Humberto Gómez Gómez

 

Esa mañana, de camino hacia la plazuela del mercado, Julieta Álvarez no pasó, como solía hacerlo, junto al hombre que se envejeció mirando pasar la vida recostado en un poste. Esta vez la sedujo, más bien, la idea inusual de desviarse de su trayectoria rutinaria, pero además la de retrasar un poco la llegada a su destino para entretenerse unos instantes con el olor singular de los sarrapios.

Por ello, la joven y hermosa madre subió desde su casa hacia el oriente y encaminó la marcha rumbo al extenso bosque de la cabecera del llano, el paradisíaco bosque construido por la naturaleza ya casi al pie de los cerros, sobre un terreno de superficie irregular en forma de plano inclinado, donde veía cómo iban floreciendo los jardines o agonizaban las cigarras y hasta cuyos aires alcanzaban a llegar todavía, para exquisitez del ambiente, los últimos vestigios del perfumante olor que despedían las tabacaleras.

Era allí donde arreciaba, entre la magnificencia de los árboles enormes y la rareza encantadora de las flores silvestres, el olor jabonoso e inconfundible de las plantas sarrapieras, aroma exótico que impregnaba los vientos matinales de aquella tranquila zona de la ciudad, aún no urbanizada, y matizaba la hermosura inigualable del inigualable cantar de los canarios.

En sus escasos momentos de ocio en los que podía darle rienda suelta a su soledad, y cuando el cancionero ya no tenía la virtualidad de disiparle las enmarañadas nebulosas del tedio, ella se fugaba hasta allí para entretener esa soledad y ese tedio repetitivos con el cautivador trinar de las aves y la belleza exótica de las flores, pero, sobre todo, con la fragancia penetrante de aquellas emblemáticas dicotiledóneas tan apreciadas por las jabonerías.

Esa mañana, tal y como solía hacerlo, se sentó sobre el césped del pensil, un prado primaveral recién cortado por las artes manuales del viejo guardabosques, el mismo paisano entrado en años y vestido con overol y sombrero de jipijapa que siempre la saludaba desde lejos agitando la mano y regalándole una humilde sonrisa carente de incisivos, encogió las piernas para poder capturarlas con sus brazos y en esa posición se dedicó durante algunos instantes a contemplar el vuelo rasante de las mariposas, pero hubo un momento en que la sobresaltó el intempestivo ulular de las cigarras, canto que le trajo de inmediato a su memoria abstraída la plena certidumbre del mes en que se hallaba.

–Pero si no estamos en Semana Santa! – exclamó liberando las piernas atenazadas y uniendo las palmas como si fuera a recitar una plegaria, sin cuidarse de que alguien pudiera oírla hablar a solas –. ¡Eh, avemaría, mirá qué cosa más rara, Julieta: ¡regresaron las chicharras en octubre!

Se encontraba abstraída por completo, atendiendo tan solo el ulular de los insectos alados, cuando observó que, surcando el cielo impecablemente ataviado de celeste, pasaba una pequeña avioneta por encima de aquel parque inclinado de sus fugas solitarias. Ella la miró con total desinterés, no obstante la escasa altura que en ese momento llevaba la pequeña aeronave y el ruido particularmente ensordecedor de sus motores, ronroneo invasivo que incluso logró el milagro inoportuno de arrebatarle la proximidad privilegiada del espectáculo multicolor de las mariposas.

Desaparecida la avioneta intrusa del entorno, Julieta Álvarez contempló durante unos minutos más aquel panorama de maravilla. Lo hizo hasta el instante en que presintió un nuevo asalto de la melancolía. Fue ahí cuando se levantó del prado, se sacudió con las palmas de las manos las hojas secas adheridas a su falda y emprendió el camino de retorno hacia su casa con la decisión de pasar, ahora sí, junto al hombre que se envejeció recostado en un poste y descender por la calle de las palmeras, la calle surcada por aquellas palmeras mágicas que unas veces se mecían cadenciosas al vaivén de los embates momentáneos de las brisas venidas desde las montañas del oriente, pero que en otras ocasiones y en forma inexplicable danzaban al ritmo de las gaitas y las cumbias que retumbaban desde los altoparlantes de “El Venado de Oro” en momentos en que no estaba soplando brisa, una calle corta y descendente, con orientación de oriente a occidente, donde los hombres se apostaban frente a las puertas de sus casas o ante las verjas de sus antejardines para verla pasar con la elocuente plenitud de su señorío, una callecita breve y linda que desembocaba casi en los contornos de la plazuela del mercado, aquella plazuela habitualmente salpicada de campesinos pobres que ofrecían, entre muchas otras cosas, la magia irresistible de poder llevar a casa tres preciosas guanábanas por el precio de una sola.

No había llegado aún a su casa cuando se enteró del accidente. Decían por doquier que un avión de pasajeros que provenía de la capital acababa de estrellarse contra los cerros de oriente segundos después de que una pequeña avioneta irrumpiera de manera intempestiva en la ruta que llevaba con rumbo hacia el aeropuerto local y lo golpeara de sorpresa en una de las alas desencadenando su súbito descontrol y su desvío sobreviniente hacia las elevaciones orográficas, todavía deshabitadas, del oeste citadino.

En medio de la progresiva estridencia del bullicio y del angustioso ir y venir de los tropeles, aquellos tropeles gritones que pasaban corriendo frente al portón abierto, lo primero que su corazón de madre le previno a la aterrorizada Julieta Álvarez, como señal de que algo no andaba bien en su familia, fue la ausencia inexplicable de la niña.

 

 

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