Tierra de cigarras (Novela. 2000. Capítulo XVIII). Óscar Humberto Gómez Gómez

 

Sentada frente a la ventana de su cuarto y mirando sin que le interesara la caída de las primeras gotas de la lluvia nuevamente desplomada sobre la capital de la nación, inmensa, fría y triste, Julieta Álvarez le apostó a su corazón que, más pronto de lo que él quizás pensaba, lo olvidaría. Sí, que lo olvidaría sin remedio, sin trampas ni subterfugios, a pesar de que otra cosa sugiriera la elocuencia amatoria de sus poemas, rasgueados por su mano diestra con la tinta indeleble de sus añoranzas desde los albores mismos de la madrugada en que, de regreso a casa luego de la fiesta perturbadora, entendió de una vez por todas que el galante facultativo en verdad había logrado flecharla y que era amor, a secas, así se obstinara en negarlo, aquel arrebato inefable de su corazón adolescente que ella llegó a temer si no podría, de pronto, notársele en el colegio de monjas donde estudiaba, a través de las fibras azules de su uniforme de diario.

Ensimismada en sus soliloquios, no se percató siquiera del instante en que principió la caída de los primeros granos de hielo y sólo la arrancó de su letargo el tropel de una intempestiva granizada que sobrevino de improviso sobre las latas de zinc del patio de trastienda, apiladas allí en desorden como preámbulo de la inminente construcción de un cuartito de San Alejo, donde ahora sí, según sus planes calenturientos de la primera juventud, pensaba que iba a poder arrumar la montaña agobiadora de todos los recuerdos materiales que le perturbaban el legítimo ejercicio de su bien ganado derecho a la sonrisa.

Era ya diciembre, pero todavía no reventaban los voladores en el cielo taciturno de la urbe remota, gélida y gigantesca donde ahora, por fuerza de las circunstancias, se encontraba viviendo en esa habitación, enorme y solitaria, que según sus propias deducciones habían diseñado y construido con piso de tablas para que el inmemorial y emblemático frío capitalino no se les fuera a meter a sus eventuales ocupantes a través de las plantas de los pies hasta invadirles y congelarles las zonas medulares del alma.

Evocó, entonces, la imagen distante del Papá Noel extemporáneo que, armado de una sonora campanilla dorada, la había saludado una ya lejana noche, víspera de Año Nuevo, mientras ella y la madre ida enfrentaban con un canastillo de buñuelos calientes la tristeza de otro calendario que partía de sus vidas y, de paso, azuzaban a la alegría para que viniera a apoderarse de sus cuerpos y de sus espíritus en tanto avanzaban a pie hacia el cálido refugio de su anchurosa y antigua casa de paredes de adobe, techo de tejas, máquina de moler empotrada en la cocina, solar oloroso a badeas y recónditos rincones donde parecían esconderse furtivamente sus más dulces reminiscencias infantiles, aquellas vivencias imborrables de hija única que tan solo podía disfrutar, día tras día, la compañía silenciosa de su siempre sonriente muñeca de trapo.

Nunca más, en ningún otro diciembre, volvería a perturbarla Papá Noel alguno de todos cuantos se le atravesarían en el camino, a lo largo de los años, para desearle una feliz Navidad con fingidas carcajadas.

Ahora, mucho tiempo después, en otro diciembre como aquel, igual de azul e igual de triste, pero también signado por la misma extraña y confusa sensación de alegría y de soledad entremezcladas en un revoltillo inexplicable, mientras veía caer el granizo sobre la gran ciudad capitalina, ya no tenía a su lado aquel entorno inolvidable de su preadolescencia, sino únicamente la riqueza inconmensurable que le significaba el tesoro escondido de las buenas añoranzas, las mismas remembranzas de otros tiempos que harían más llevadero el peso agobiador de la tristeza, el sinsentido de la vida por la madre ausente, por las campanas de su pueblo que ya no volverían a tañer para sus oídos de niña, la procesión irrepetible del Domingo de Ramos en la que se extasió escudriñando la dulzura impregnada en los ojos entristecidos y sin futuro del burrito que soportaba con estoicismo el peso del Jesús viviente de su entorno nativo y el de su vida real de penalidades ciertas y anhelos irrealizables, y sin saber en qué momento exactamente tomó esa decisión, se vio, de manera inesperada, comprometida con su propio destino ineluctable, casada de traje blanco con otro hombre apuesto, de carácter recio, pero trabajador y bueno, que iría a llegar a su vida junto a la carrilera envejecida de un tren que se negaba a envejecer y, ya muchos años después, tratando de atisbar, con el eclipse inevitable de su mirada que se iba para siempre, las copas reverdecidas de los árboles de un parque ignoto frente al cual se erguía un viejo hospital del Estado, donde habría de producirse el encuentro definitivo con su porvenir inexorable.

Esta vez, ahí, sentada frente a la ventana entristecida por la monotonía del interminable chubasco y la densa bruma que le ocultaba las torres de los rascacielos hasta hacía poco imposibles, la visión apocalíptica de su final, cuando intentaba dar a luz a su último hijo agobiada por la desesperanza que le tenía invadida el alma, pensó que se trataba de un hecho absolutamente improbable, y lo pensó porque a la avanzada edad a la que tenía proyectado morirse, a pesar de la melancolía que ya a su corta edad le aprisionaba sus esperanzas tras los helados barrotes del desencanto, tener un hijo era cosa de absurdidad manifiesta, y no vio, por ello, en aquella visión nítida de su futuro mediato, sino una mala jugada de la imaginación, una pesada broma de sus pensamientos o, cuando mucho, la admonición de su Hacedor omnipresente para que, en vez de sumirse en las aguas frías y profundas de la desilusión, optara más bien por regalarle a la vida la mejor de las sonrisas, ella que cuando sonreía era como si de repente iluminara la niebla y convirtiera en fiesta la vida, salvo cuando lo hacía con aquel otro gesto tan suyo, con aquel otro relámpago de resignación ante la adversidad que le hacía esbozar su momentáneo y característico ademán inescudriñable, con esa carga de añoranzas que le afloraba hasta en la piel trigueña y palidecida de su rostro hermoso en los instantes de derrumbamiento anímico, en fin, con la sonrisa enigmática que jamás habría de olvidar a lo largo de su existencia el médico que, muchos años más tarde, le recibiría los datos en el Departamento de Urgencias del viejo Hospital del Estado: aquella sonrisa triste con la cual habría de responderle al joven galeno de blusa verde y estetoscopio negro colgado al cuello la pregunta con que le averiguaría su segundo apellido mientras garrapateaba la que sería para ella su última anamnesis.

Entonces, decidió retirarse de la ventana y se sentó frente a su pequeño escritorio de colegiala, estiró la mano, tomó el cuaderno cómplice de sus cuitas, asió la pluma fuente y empezó a escribir el poema con el cual quería despedirse, sin que él lo supiera nunca, de este otro galeno de ahora, de este médico joven y atractivo que recién había llegado a sus tempranas horas adolescentes y de una vez le había sembrado en sus mejillas el rubor de las primeras vergüenzas y en su pecho las palpitaciones perturbadoras de la primera atracción hacia el sexo opuesto, de suerte que al empezar a escribir dejó de ser la misma Julieta Álvarez que hasta ese momento era, dejó de ser la niña recién arribada a las arideces emocionales de la orfandad, dejó de ser la colegiala de azul que salía en la madrugada al antejardín del condominio a esperar la puntual llegada de la buseta escolar para treparse en ella con su desilusión a cuestas y sus mapas de geografía pintados en cartulinas enrolladas como cilindros y atadas por una liga de caucho color café, dejó de ser la jovencita de la piel tostada remitida de su tierra de flores y primavera al estío eternamente esquivo de la capital llena de brumas, agitación e indiferencia para que se aplicara al estudio por entero y tratara de dejar en él por siempre hasta el último vestigio del luto demoledor que le había desencadenado en las profundidades insondables de su psique la imagen imborrable de la anchurosa cama materna y, sobre ella, protegido por su mejor piyama, el exánime cuerpo de la madre muerta.

–¡Eh, avemaría! –exclamó sorprendida de veras por el súbito descubrimiento–. ¡Ya soy una mujer!

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