Los lapsus al escribir. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

 

Cuando uno está escribiendo es posible que plasme sobre el papel otra cosa distinta de aquella que tenía la intención de anotar. A eso se le conoce con el nombre latino de “lapsus cálami”. En español significa “error de pluma”. Y se llamaba así dicho yerro involuntario por la razón obvia de que antes se escribía con una pluma que se iba mojando en el tintero.

La misma denominación se mantuvo cuando se pasó de la pluma a los demás implementos con los que el ser humano ha escrito directamente con la mano. Por eso, cuando se cometía el mismo lapsus con un estilógrafo o con un lapicero también se le siguió llamando “lapsus cálami”.

Cuando vino la máquina de escribir se siguieron cometiendo los mismos lapsus, pero la denominación de “lapsus cálami” para designarlos se siguió manteniendo.

 

 

Por supuesto, los mismos lapsus se comenzaron a cometer al pasar a escribir con el teclado del computador. Sin embargo, ahora se ha pretendido cambiar la denominación del lapsus y llamarlo “lapsus teclis”.

En lo personal, yo me quedo con la denominación antigua de “lapsus cálami” así se cometa con las teclas de la computadora. Y me quedo con esa denominación tradicional no solamente por razones históricas, sino además porque no se entendería que hasta ahora se le fuera a cambiar el nombre luego de que durante décadas y décadas se cometió con las teclas de la máquina de escribir sin que por ello se le dejara de llamar “lapsus cálami”.

 

 

Pues bien; cuando se incurre en un “lapsus cálami” y el autor del escrito o su editor se han dado cuenta de él cuando ya la impresión se ha llevado a cabo lo que se hace es dejar constancia de que se ha detectado el error, anotar en qué consistió el mismo, en cuál página o en qué lugar del escrito se detectó y cómo ha debido quedar escrita la palabra o la frase. A esto se le conoce con el nombre de “Fe de erratas”.

Entonces, si, por ejemplo, en la página 37 de un libro quedó anotado “Bucoromango”, se deja constancia de que donde dice “Bucoromango” debe leerse “Bucaramanga”.

Algo parecido les pasó a los autores y editores de “Historia del mundo”, obra en la cual el lector desinformado aprende que “SIMON BOLIVAR… En 1819… derrotó a los españoles… en la batalla de Boyoca”. (Anita Graneri y otros. Historia del mundo. Editorial Parragon. Barcelona. 2004, p. 163).

 

 

Y es que, en efecto, hay ocasiones en las que se cambia por completo una palabra o una frase y se termina, si no se deja la constancia del yerro en una fe de erratas, induciendo en error al lector. De suceder tal cosa, entonces, la fe de erratas debe precisar, por ejemplo, que donde quedó escrito “Bolívar” debe leerse “Bolivia” o donde dice “el papa Juan XXIII” debe leerse “el papa Pablo VI”.

 

 

Algunas veces, de acuerdo con el contexto del párrafo, el lapsus de cambiar unas palabras por otras puede encerrar graves errores conceptuales o históricos y generar en el lector una gravísima confusión.

Para no ir tan lejos, en un libro que escribí y publiqué en el año 2004 sobre el filósofo Giordano Bruno (Giordano Bruno. La lucha por el derecho a pensar diferente) mientras escribía el párrafo que aparece en la página 40 debí estar pensando en la salida del sol por los cerros de Pan de Azúcar y Morrorrico, pues si hubiera estado pensando en lo que estaba escribiendo, o al menos en los arreboles bumangueses cuando se aproximan las seis de la tarde y se empieza a poner el sol detrás de los cerros del oeste más allá de Campo Hermoso y Quinta Estrella, no me hubiera quedado la escalofriante descachada que me quedó escrita. Copio lo que quedó publicado y ustedes me dirán si no se justificaban las medidas desesperadas de última hora que hube de tomar para evitar propagar un error donde, precisamente, estaba hablando del error científico en un importantísimo segmento del devenir histórico humano. Dice así:

“Si partimos de que la Edad Media transcurrió entre los siglos V y XV, y los años 476 (caída del Imperio Romano de Oriente) y 1453 (coronación de Carlomagno) y que Nicolás Copérnico aparece en escena hasta el año de 1473 cuando nace en Torun (Polonia) y su obra De revolutionibus orbium coeslestium libro VI aparece en el año de 1543, no siendo aceptada sino mucho tiempo después (siglo XVII), cuando Galileo Galilei inventa el anteojo y cambia radicalmente la observación del cosmos, lo cual sucede hasta 1609, nueve años después de haber sido reducido a cenizas Giordano Bruno por defender, entre otras ideas, la teoría heliocéntrica (Galileo también fue condenado por la Santa Inquisición, pero no ejecutado), entenderemos fácilmente cómo hubo generaciones y generaciones enteras que nacieron en el error y murieron en el error, estudiantes universitarios que aprendieron de sus maestros y contestaron sus exámenes afirmando que la tierra era el centro del universo, que era plana, que permanecía inmóvil, que el sol giraba en derredor suyo, etcétera, y comprenderemos el cataclismo que hubo de significar para el mundo civilizado de entonces la afirmación copernicana de que la tierra se movía, que no era el centro del universo y que giraba alrededor del sol”.

Como se dieron cuenta, en vez de escribir “Imperio Romano DE OCCIDENTE”, lo que escribí fue “Imperio Romano DE ORIENTE”. Por supuesto, lo primero que tocó hacer fue suspender de inmediato la distribución del libro. De lo contrario, hubiese propagado, dentro de mis desdichados lectores, el “diminuto” yerro de poner al Imperio Romano de Oriente finalizando la pendejada de diez siglos antes de cuando realmente finalizó.

 

 

Desde el punto de vista de la Psicología, los lapsus al escribir —también los hay al hablar y se llaman “lapsus linguae”— son parte de los llamados “actos fallidos”.

Un “acto fallido”, cuando se traduce en un “lapsus linguae”, puede ser causa de, pongamos por caso, un divorcio. O de algo peor. Ello ocurre cuando, por ejemplo, el esposo que le está siendo infiel a su esposa, por nombrarla a ella, termina mencionando el nombre de su amante.

Sigmund Freud lo explica con perfecta claridad al señalar que “(…) los actos fallidos son actos psíquicos resultantes de la interferencia de dos intenciones”. (FREUD, Sigmund. Introducción al Psicoanálisis. Volumen I. Traducción de Luis López-Ballesteros y de Torres. Editorial Sarpe S.A. Madrid / España. 1984, p. 78).

El prestante médico psiquiatra austríaco precisa que, además del “lapsus cálami” y del “lapsus linguae”, hay otros lapsus.

Escribe Freud:

“2. Los actos fallidos

Comenzaremos esta segunda lección (…) con una investigación, eligiendo como objeto de la misma determinados fenómenos muy frecuentes y conocidos, pero insuficientemente apreciados, que no pueden considerarse como producto de un estado patológico, puesto que son observables en toda persona normal. Son estos fenómenos aquellos a los que nosotros damos el nombre de funciones fallidas (Fehlleistungen) o actos fallidos (Fehlhandlungen) y que se producen cuando una persona dice una palabra por otra (Versprechen = equivocación oral), escribe cosa distinta de lo que tenía intención de escribir (Verschreiben = equivocación en la escritura), lee en un texto impreso o manuscrito algo distinto de lo que en el mismo aparece (Verlesen = equivocación en la lectura o falsa lectura), u oye cosa diferente de lo que se dice (Verhören = falsa audición), claro que sin que en este último caso exista una perturbación orgánica de sus facultades auditivas”. (ob. cit., p. 40).

 

 

Nadie que escriba —o que hable— está exento de los lapsus.

Ni siquiera se salvó de ellos Cervantes en el Quijote, como cuando a la esposa de Sancho Panza le da el nombre de “Juana” en la obra original, publicada en 1605, pero en su continuación, diez años más tarde, el nombre que le da a la mujer del co-protagonista de la inmortal obra ya no es el de “Juana”, sino el de “Teresa” .

“–¿Qué es lo que decís, Sancho, de señorías, ínsulas y vasallos? –respondió Juana Panza, que así se llamaba la mujer de Sancho, aunque no eran parientes, sino porque se usa en la Mancha tomar las mujeres el apellido de sus maridos.” (Primera Parte, Capítulo LII).

“De la discreta y graciosa plática que pasó entre Sancho Panza y su mujer Teresa Panza, y otros sucesos dignos de recordación.” (Segunda Parte, Capítulo V, epígrafe).

“[…] ‘Teresa’ me pusieron en el bautismo, nombre mondo y escueto, sin añadiduras ni cortapisas, ni arrequives de dones ni donas, ‘Cascajo’ se llamó mi padre, y a mí, por ser vuestra mujer me llaman ‘Teresa Panza’ (que a buena razón me habrían de llamar ‘Teresa Cascajo’ pero allá van reyes do quieren leyes)” (Segunda Parte, Capítulo V).

 

 

El periodista y escritor costeño Juan Gossaín rememora, en una de sus crónicas, que no recuerdo si en su pueblo natal, San Bernardo del Viento, o en la capital del departamento, había un tipógrafo que escribía sus propios libros y los publicaba en su propia imprenta. Lamentablemente, era frecuente que, con los libros ya editados, descubriera múltiples errores, razón por la cual las fes de erratas solían ser bastante extensas, casi como el libro mismo. Hasta que en una ocasión le sucedió un hecho que llevó al colmo esta situación: cuando revisó la fe de erratas ya impresa e insertada en cada uno de los libros, se dio cuenta de que el “lapsus cálami” le había ocurrido, nada más ni nada menos, que en el propio título de la fe de erratas. En efecto, había quedado escrito “FE DE ERROTAS”. El desesperado tipógrafo, para no perder la edición, no tuvo más remedio que agregar una segunda fe de erratas. Decía así:

“FE DE ERRATAS

Donde dice: “FE DE ERROTAS”, léase: “FE DE ERRATAS””.

 

 

Toda esta carreta es solamente para decirles a los infortunados suscriptores de “La piedra filosofal” que en la columna titulada “Eneas”, publicada en este portal el pasado 22 de mayo, al relatar el hallazgo de la firma del abogado Eneas Claudio Navas Uribe dentro de los folios de un expediente anoté que debido al mismo había sabido ese día no solo su segundo nombre y que el apellido Gallinazo no había dado inicio a una nueva dinastía, sino además que era uno de los asesores jurídicos “de la Gobernación de Santander”.

Pues no; el “nombramiento” o la “contratación” de Eneas como asesor jurídico de la Gobernación debió sorprender a quienes lo conocen de cerca, pues obviamente no recordaban que hubiese sido jamás tal cosa. Y están en lo cierto al no recordarlo porque la entidad que iba a mencionar yo era el Área Metropolitana de Bucaramanga.

En puridad de verdad —como solían decir los ponentes de la Corte Suprema de Justicia— en esos momentos debí estar pensando en otro abogado, también joven él, y también alto de estatura física, y también de elevada estatura como persona noble, a quien no conocí de niño —como sí conocí a Eneas—, pero quien igualmente me sorprendió de manera muy agradable al verlo por primera vez ya convertido en profesional del derecho, pues su señora madre, cuando todavía era soltera, fue compañera mía en las aulas universitarias y por ella profesé siempre, en aquellos lejanos años, un especial afecto, sentimiento que ha sido indeclinable. De este joven abogado también vi su nombre y su firma “dentro de los folios sin alma” de uno de los “lacónicos” expedientes judiciales con los que hube de trajinar durante cuarenta años, y él sí era, en efecto —no sé si lo siga siendo—, uno de los asesores jurídicos externos “de la Gobernación de Santander”.

 

 

La correspondiente corrección del “lapsus cálami” en el texto de la entrada ya está hecha, tal y como podrán verificarlo mis martirizados y pacientes lectores. Solamente faltaba enviarles la fe de erratas. Sin embargo, en lugar de una escueta fe de erratas preferí escribirles esta nueva entrada.

Encontré así un pretexto para volver a saludarlos, para reiterarles cuanto los estimo y, de paso, para hacerlos partícipes —o, más bien, víctimas para ser más exactos— de otra más de mis impertinencias.

Sigan, ahora sí, por favor, trabajando, o estudiando, o descansando, o haciendo lo que estaban haciendo, y tengan la bondad de disculparme por este “lapsus cálami”.

 

¡Gracias por compartirla!
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