La leyenda del Judío Errante y su peregrinaje de casi dos mil años en la tierra. CAPÍTULO CUARTO. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

 

El ilustre historiador colombiano Javier Ocampo López en su libro “Mitos y leyendas de Antioquia la Grande“ se refiere al Judío Errante en los siguientes términos:

“Es un espanto que viaja por todas las regiones de la tierra. El judío Ahseverus, que era carpintero en los tiempos de Cristo, le gritó al Nazareno: “Anda”, cuando éste quiso sentarse en una piedra. El Maestro le dijo: “Anda tú, anda hasta que yo vuelva, hasta el fin de los tiempos“. Y desde entonces el Judío Errante anda por todo el mundo hasta la consumación de los siglos. Según las tradiciones de algunos pueblos paisas, el Judío Errante ha estado en estas tierras de la montaña. Camina como un autómata y muy cansado. Cuando llega a los pueblos generalmente el pueblo se oscurece y hay aguaceros“. (OCAMPO LÓPEZ, Javier. Mitos y leyendas de Antioquia la Grande. Plaza y Janés. Bogotá. 2001, p. 151).

 

 

Como se observa, aquí el nombre “Ahasverus” se convierte en “Ahseverus”, pero, de todos modos, al personaje se le asigna el oficio de carpintero.

Sea el momento de advertir, sin embargo, que ni en todas las fuentes al Judío Errante se le da el nombre de Ahasverus (o Ahseverus; hay incluso otras denominaciones similares a estas), ni el oficio que se le atribuye es siempre el de carpintero.

En efecto, también se le encontrará bajo otros nombres muy diferentes, como el de Cartaphilus, y con otro oficio totalmente distinto: el de zapatero.

Es más: en algunas fuentes no es ni carpintero, ni zapatero, sino portero del palacio y residencia de Poncio Pilatos en Jerusalén, esto es, del Pretorio, el edificio donde fue juzgado y condenado Jesús.

Tampoco se le reprocha siempre al Judío Errante de manera exclusiva el haberle negado a Jesús el agua que, extremadamente sediento, le pidió camino del Calvario. También se le acusa de haberlo empujado, abofeteado, escupido, etc., o de haberle impedido sentarse a descansar unos instantes, tal y como se observa en la transcripción del libro de Ocampo López.

Lo único cierto, de todos modos, es que se trata de un hombre judío de edad indeterminada, pero que tendría alrededor de unos 50 años cuando fue testigo presencial del juzgamiento y condena de Jesús a la pena de crucifixión y que lo fue también de los inicios mismos de su camino hacia el Gólgota o, en todo caso, de algún momento del trayecto que tuvo que recorrer hacia el lugar de su ajusticiamiento.

 

 

Cualquiera que sea el contexto de las circunstancias, el común denominador es el de que, de todas maneras, a este personaje se le condenó a no morir jamás, como lo hacen todos los seres humanos, sino a permanecer siempre vivo, vagando a lo largo y a lo ancho de la tierra y sin encontrar nunca reposo, hasta la segunda venida del Hijo de Dios, llegando con el paso de los años hasta una edad centenaria y retornando a la juventud para empezar de nuevo a recorrer la vida hasta la edad centenaria y así sucesivamente, de manera que aunque aparezca en algún lugar demostrando una edad cualquiera, no se sabe con certeza cuál es la que realmente tiene en ese momento.

 

 

En la obra “EL PASEANTE DE PRAGA”, de Guillaume Apollinaire, el Judío Errante llega a aquella bellísima ciudad que a lo largo de su devenir histórico será capital de Bohemia, de Checoslovaquia y de la República Checa. El narrador, que también ha llegado a Praga y se acaba de hospedar en un hotel que le han recomendado, se encuentra en la calle con el legendario personaje y en la conversación que entablan le pregunta si su nombre es realmente Ahasverus. Transcurre el año 1902. El siguiente es el aparte pertinente del relato:

 

 

“Salí con la intención de pasear mientras fuera de día y de cenar, más tarde, en una taberna bohemia. Siguiendo mi costumbre pregunté a un transeúnte, que también reconoció mi acento y me respondió en francés:

– Yo también soy extranjero, pero conozco Praga y sus encantos lo suficiente como para invitarle a que me acompañe por la ciudad.

Observé al hombre. Me pareció que debía rondar los sesenta, aunque se conservaba bien. Su indumentaria se componía de un largo abrigo marrón con cuello de nutria y un pantalón ajustado de paño negro, a través del cual se adivinaban unas pantorrillas muy musculosas. Iba tocado con un sombrero ancho de fieltro negro, como los que suelen llevar los profesores alemanes. Una estrecha cinta de seda negra rodeaba su frente. Sus zapatos de cuero flexible, sin tacones, amortiguaban el ruido de sus pasos, lentos y regulares como los de alguien que, sabiendo el largo camino que le queda por recorrer, quiere evitar llegar cansado a la meta. Caminábamos en silencio. Observé minuciosamente el perfil de mi compañero. El rostro desaparecía prácticamente bajo la espesura de la barba, el bigote y unos cabellos desmesuradamente largos, aunque peinados con esmero, y de una blancura de armiño. Quedaban a la vista, sin embargo, los labios carnosos y violáceos. La nariz sobresalía, curva y velluda. El desconocido se detuvo cerca de unos urinarios y me dijo:

– Perdón, señor.

(…) Cuando salimos comentó:

– Mire esas casas antiguas; conservan los blasones que las diferenciaban antes de ser numeradas. Ésta es la casa de la Virgen, allí está la del Águila y, más allá, la del Caballero.

Sobre el portal de esta última había una fecha grabada. El viejo la leyó en voz alta:

– 1721. ¿Dónde estaba yo entonces?… El 21 de junio de 1721 llegué a las puertas de Munich.

Yo le escuchaba alarmado, pensando que estaba tratando con un loco. Él me miró y sonrió, mostrando sus encías desdentadas.

– Llegué ante las puertas de Munich. Pero, al parecer, mi cara no les gustó a los soldados del puesto de guardia, pues me interrogaron de un modo muy concienzudo. Como mis respuestas no les satisficieron, me apalearon y me condujeron ante los inquisidores. Aunque tenía la conciencia tranquila, me sentía bastante inquieto. Por el camino, la visión de san Onofre, pintado en la casa que ahora lleva el número diecisiete de la Marienplatz, me confirmó que viviría al menos hasta el día siguiente, ya que esta imagen posee la propiedad de conceder un día de vida a quien la contempla. De cualquier modo aquella visión no tenía demasiada utilidad para mí, pues poseo la certeza de sobrevivir. Los jueces me pusieron en libertad, y estuve paseando por Munich durante ocho días.

– ¡Debía ser muy joven entonces! -exclamé, por decir algo-. ¡Muy joven!

El desconocido respondió con indiferencia:

– Casi dos siglos más joven. Pero, exceptuando la ropa, tenía el mismo aspecto que ahora. De todas formas, aquélla no era mi primera visita a Munich. Había estado en 1334, y todavía recuerdo los dos cortejos que vi. El primero estaba compuesto por unos arqueros que acompañaban a una mujerzuela que plantaba cara con arrojo a los abucheos de la multitud y llevaba con dignidad su corona de paja, una diadema infamante en cuya cima tintineaba una campanilla; dos largas trenzas de paja descendían hasta las corvas de aquella bella muchacha. Iba con las manos encadenadas y cruzadas sobre el vientre, que adelantaba lúbricamente, según la moda de una época en la que la belleza de las mujeres consistía en parecer embarazadas. Era su único rasgo hermoso. El segundo cortejo fue el de un judío al que conducían a la horca. Caminé hasta el cadalso entre el griterío de la multitud, ebria de cerveza. La cabeza del judío estaba aprisionada bajo una máscara de hierro pintada de rojo. La máscara representaba un rostro diabólico, cuyas orejas, a decir verdad, tenían la forma de los cucuruchos con orejas de burro que se les pone en la cabeza a los niños que se portan mal. La nariz era larga y puntiaguda, y su peso obligaba al infeliz a caminar encorvado. Una lengua enorme, plana, estrecha y enroscada completaba aquel incómodo artilugio. Ninguna mujer sentía piedad por el judío. A ninguna se le ocurrió enjugar su frente sudorosa bajo la máscara, como aquella desconocida que secó el rostro de Jesús con el lienzo de la Santa Faz. (…)

– Usted es israelita, ¿verdad? -pregunté simplemente.

Él respondió:

– Soy el Judío Errante. Seguramente usted ya lo había adivinado. Soy el Eterno Judío; así me llaman los alemanes. Soy Isaac Laquedem.

Le di mi tarjeta y le pregunté:

– Usted estaba en París en abril del año pasado, ¿verdad? Y escribió su nombre con tiza en una pared de la calle de Bretagne. Recuerdo haberlo leído un día en que me dirigía a La Bastilla montado en un ómnibus.

Dijo que era verdad, y continué:

– ¿Se le atribuye con frecuencia el nombre de Ahasverus?

– ¡Dios Mío! Todos esos nombres y muchos más me pertenecen. En el romance que se cantó tras mi visita a Bruselas aparezco como Isaac Laquedem, nombre tomado de Philippe Mouskes, que en 1243 escribió mi historia en rimas flamencas. El cronista inglés Mathieu de París, que la conocía por el patriarca armenio, ya la había contado. Desde entonces los poetas y cronistas han relatado mis andanzas con el nombre de Ahasver, Ahasverus o Ashavere, según las ciudades. Los italianos me llaman Buttadeo -en latín, Buttadeus-; los bretones, Boudedeo; y los españoles, Juan Espera-en-Dios. Yo prefiero el nombre de Isaac Laquedem, con el cual he visitado a menudo Holanda. Algunos autores suponen que fui portero en casa de Poncio Pilato, y que mi nombre era Karthaphilos. Otros no ven en mí más que a un zapatero, y la ciudad de Berna se honra en conservar un par de botas cuya confección pretenden adjudicarme y que podría haber dejado a mi paso por la ciudad. Sin embargo, lo único que diré acerca de mí es que Jesús me ordenó caminar hasta su regreso. No he leído las obras que he inspirado, pero conozco el nombre de sus autores: Goethe, Schubart, Schlegel, Schreiber, von Schenck, Pfizer, W. Müller, Lenau, Zedlitz, Mosens, Kohler, Klingemann, Levin Schüking, Andersen, Heller, Herrig, Hamerling, Robert Giseke, Carmen SyIva, Hellig, Neubaur, Paulus Cassel, Edgard Quinet, Eugène Suë, Gaston Paris, Jean Richepin, Jules Jouy, el inglés Conway y los praguenses Max Haushofer y Suchomel.

(…).

– Yo no creía en su existencia -dije-. Pensaba que su leyenda era el símbolo de su raza errante. (…) Entonces, ¿es cierto que Jesús le condenó?

– Es cierto, pero no hablemos de eso. Estoy acostumbrado a una vida sin fin y sin reposo. Porque no duermo. Camino sin cesar y continuaré caminando hasta que se manifiesten las Quince Señales anunciadoras del Juicio Final. (…) ¡Vamos, ríase! No tema ni al futuro, ni a la muerte. Nunca se tiene la seguridad de morir. Puede creerlo, no soy el único que no ha muerto. Recuerde a Enoc, a Elías, a Empédocles, a Apolonia de Tiana… ¿Acaso ya no cree nadie que Napoleón todavía vive? ¡Y aquel desdichado rey de Baviera (…)! Pregunte a los bávaros. Todos le asegurarán que su magnífico y loco rey sigue vivo. Tal vez usted tampoco muera. (…) En 1542 (…) fui a una iglesia descalzo para suplicarle a Dios, en vano, que me perdonara y me permitiera detenerme. Aquel día, durante el sermón, fui reconocido y abordado por el estudiante Paulus von Eitzen, que se convirtió en obispo de Schleswig. Von Eitzen me contó la aventura de su compañero Chrysostomus Duduloeus, que la imprimió en 1564. (…) Pero empiezo a sentir que debo marcharme. ¡Ya estoy harto de Praga!”.

 

 

En su largo peregrinar, la leyenda del Judío Errante habrá de ir desde el septentrión hasta el sur y desde el levante hasta el poniente, atravesará desiertos y océanos, y un día cualquiera, cuando el siglo XIX decline o el siglo XX todavía se desperece, irrumpirá en Bucaramanga. Aún los viajeros, por esos tiempos, traerán consigo en su pelo el polvo de los caminos y al ingresar a la tierra de las cigarras lo harán cruzando el emblemático puente del Comercio.

 

 

 

ILUSTRACIONES: (1) El Judío Errante. C. Lomerelan. “Las supersticiones de la humanidad”. José Coroleu. Jaime Seix, Editor. Barcelona, España. 1881.

(2) Portada del libro “Mitos y leyendas de Antioquia la Grande” del historiador caldense Javier Ocampo López. Plaza y Janés. Editores Colombia S.A. Bogotá. 2001.

(3) El judío Ahasverus observando desde su casa-taller en Jerusalén la aproximación del cortejo en el que vienen Jesús y otros prisioneros con rumbo hacia el Calvario donde sabe que serán crucificados. Ilustración de Gustavo Doré (Detalle). 1857.

(4) El Judío Errante. Ilustración de Paul Gavarni. París. 1845.

(5) Calle solitaria en el sector histórico de Praga. Fotografía: Maticsandra.

(6) Vista nocturna del desierto. Fotografía: Walid Ahmad.

(7) El autor representando al Judío Errante en dos facetas de su eterno viaje a pie por toda la tierra y que, según la leyenda, solo terminará cuando Jesús vuelva por segunda vez: en colores, en los albores de su peregrinar, y al fondo, en blanco y negro, siglos después, cuando ingresa a la antigua Bucaramanga cruzando el puente del Comercio. Fotografías: Quintilio Gavassa Mibelli y Pedro Jesús Vargas Cordero. Montaje: Pedro Jesús Vargas Cordero (2004).

 

ADVERTENCIA: La fotografía y el montaje fotográfico a los que se refiere la nota (7) tienen derechos reservados. Se prohibe su reproducción y uso por terceras personas sin el permiso previo y escrito de sus titulares (Ley 23 de 1982).

 

ÓSCAR HUMBERTO GÓMEZ GÓMEZ. Miembro de Número de la Academia de Historia de Santander. Miembro de la Sociedad de Autores y Compositores de Colombia. Miembro del Colegio Nacional de Periodistas. Miembro del ilustre y desaparecido Colegio de Abogados de Santander.

 

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