Fue una tarde de octubre cuando se pasó a vivir a la tierra de las cigarras, aquella promisoria ciudad enclavada dentro de los ardorosos accidentes topográficos de la cordillera del oriente, un distinguido caballero, alto de estatura, flaco de carnes, de cerviz ligeramente inclinada y aspecto de zopilote, que iría a ser conocido, a la postre, como la Reliquia.
Si no llevaba puesto el cubilete, cubrían su cabeza la coleta y los bucles de un añejo peluquín; vestía de riguroso frac, levita o sacoleva, cuando no usaba el chaqué; portaba un bastón de plateada empuñadura; calzaba lustrosos zapatos de charol de dos colores; corregía su miopía con quevedos, impertinentes o antiparras; y consultaba la hora, si no empleaba su clepsidra, extrayendo de la faltriquera un antiquísimo reloj de leontina.
Pero no era semejante indumentaria de arqueología lo que marcaba su antigüedad de costumbres y ni siquiera aquel mirar adusto por encima de los arcaicos anteojos, sino un detalle que muy pronto principió a ser percibido por los vecinos de la cuadra y habría de terminar siendo su característica típica en la ciudad entera: el peculiar modo de expresarse.
Cierta noche de sábado, invitado a la ruidosa celebración de un onomástico, más con el fin de intentar una aproximación del vecindario a aquel curioso individuo, que obrando con el convencimiento de que su compañía pudiese contribuir en algo a hacer amena la fiesta, apareció, impecablemente vestido de esmoquin negro, contrastando con los informales trajes de colores que lucían los asistentes, y levantando su mano derecha, enfundada, al igual que la izquierda, en un guante blanco de tela fina, saludó a los sorprendidos contertulios con unos vocablos que jamás nadie había escuchado ni soñado que existieran:
–¡Gaudeamus!, ¡Gaudeamus! –exclamó ceremonioso.
Los presentes, que ignoraban lo que semejante expresión significaba, no atinaron a definir, en los segundos inmediatos, si guardar silencio o responderle con alguna manifestación de cortesía.
–¡Alegrémenos!, ¡Alegrémenos! –tradujo entonces el recién llegado.
Y enseguida complementó:
–¡Os extiendo mi salutación amabilísima!
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Muy pronto el vecindario se acostumbró a su expresión jeroglífica y a su rancia indumentaria.
–¡Ave! –saludó otro día a Julieta Álvarez, y su hijo Pedro Claver, que en esos momentos la acompañaba, trató, a renglón seguido, de rebuscar, hurgando en los más recónditos e intrincados vericuetos de su memoria, qué diablos podría estar diciendo aquel vecino circunspecto, seguro como estaba de que su caballerosidad, llevada hasta el extremo, no le permitía, ni por atisbo, ofender a su progenitora espetándole la palabra “pájaro”.
Tiempo después terminaría popularizando el “¡Salud a vuesa merced!”, frase con la cual reimplantó la moda de saludar, una vez que, influenciados por doctrinas extranjeras, los jóvenes del barrio acordaron, en una conjura digna de mejor causa, abolir para siempre la, según ellos, burguesa, proimperialista, oligárquica y reaccionaria costumbre del saludo.
Todo el mundo empezó, entonces, a saludar con aquellas expresiones que la mayoría creía inexistentes, productos de su invención fantasmagórica, y otros consideraban vestigios de arcaísmos sobrepasados hacía rato por el arrollador decurso de la historia.
Mas ello no lo fue todo, sino que al gongorismo de aquel saludo barroco terminaron uniéndose muchos otros vocablos y ademanes, de modo que cundió en la ciudad entera una concepción tan anticuada del comportamiento, que muy pronto comenzó a exigirse sacoleva en los uniformes de diario de los niños, pese a las protestas de los padres de familia, no sólo por los altos costos de los exóticos trajes, sino por el hecho de que debían adquirir los sombreritos de copa con irritante frecuencia, pues los infantes, no acostumbrados a utilizar prenda alguna sobre la cabeza, olvidaban el diminuto cubilete en cuanto lugar lo descargaban.
Los señores empezaron a saludar a las damas con una reverencia en ángulo de noventa grados mientras sostenían en las manos su chistera. Las damas, presas menos del calor que generaban sus frondosas enaguas y sus trajes rimbombantes que de la petulancia inherente a la última moda, empezaron a usar a toda hora los abanicos, unos accesorios de apertura mágica que se extendían en sus manos respondiendo a un embrujador movimiento de sus dedos y dejaban al descubierto al desplegarse imágenes de dragones y figuras orientales de colores exóticos. Los señores desterraron los relojes de pulso e impusieron la moda de las clepsidras y los relojes de leontina, instrumentos de medición del tiempo que emergían de los bolsillos de sus chalecos como dispuestos para un número de magia. Y ya frente a los edificios públicos no se aparcaban los coches de motor, amos y señores de las calles a partir del momento en que Arturo Hakspiel trajo el primero, sino alazanes con pechera y cascabeles. Los elegantes ciudadanos estacionaban sus corceles atándolos en botalones y apeaderos que la alcaldía ordenó construir a las carreras, pues las quejas sobre caballos deambulando por las vías públicas mientras sus dueños cumplían diligencias abarrotaron hasta el techo la oficina de reclamos que el ayuntamiento dispuso para garantizar a sus súbditos el legítimo e inviolable derecho a la protesta.
Empero, lo que con mayor fuerza se tomó la ciudad fue aquel lenguaje florido y retocado que impuso, a la postre, la complicada expresión verbal de la Reliquia.
—Decidme, dama: ¿cómo estáis vos en este anochecer de plenilunio? —saludó a Julieta Álvarez un vecino contagiado por la peste y que detrás de su nuevo almacén de antigüedades veía pasar las tardes de sopor paralizante observando el mundo detrás de sus recién adquiridas antiparras.
—Dejate de pendejadas, hombre –le repuso Julieta—. Bien sabés que yo no comulgo con esta afectación hipócrita que se ha apoderado de la ciudad desde la llegada de la Reliquia.
—No os enojéis, fémina preclara, con este vasallo de vuesa merced –le insistió el anticuario, al que también se le había anticuado el lenguaje.
Y así siguieron los días. La gente ya no decía “hola”, sino “ave”, “salud, o “salve”; no se despedía con el “adiós” de siempre, sino con la expresión “abur”; no hablaba de “mamá y maestra”, sino de “mater et magistra”; no se refería a “la leche”, sino al “elíxir perlático de la consorte del toro”; y hasta el cura párroco, contagiado de la peste, les opuso a los carpinteros Lizcano, cuando éstos se presentaron en la casa parroquial para pedirle el metálico anticipado que les prometió sobre las primeras bancas de madera con destino al templo, las cuales estaban comprometidos a entregar hacía mucho tiempo y todavía no lo hacían, un argumento denominado “exceptio non adimpleti contractus” según el cual el incumplido no podía exigir cumplimiento. —Pacta sunt servanda— les dijo—. “Los pactos son para cumplirlos”. Y cuando éstos le manifestaron, sin ocultar su molestia, que, en ese caso, bien podía abstenerse de pagarles los escaños, que ellos, de todas maneras, los pondrían a disposición suya en la casa de Dios, el clérigo, impertérrito, les ripostó que no aceptaba tal ofrecimiento porque al hacerlo incurriría en un enriquecimiento sin justa causa y se expondría a que más tarde ellos mismos lo demandaran al amparo de la “actio in rem verso”.
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La vesania imitativa no fue inmediata, por supuesto. Tardó meses el complicado personaje en imponer su modo de vivir entre aquellos parroquianos de costumbres sencillas. Pero sus repetidas apariciones en público hacían crecer rápidamente el auditorio, hasta que personas de todas las condiciones sociales terminaron impregnadas de la peste gongoriana.
Su primer contacto con el ignaro vulgo, como denominaba al pueblo raso, lo había tenido cuando le fue menester salir de compras. En esa ocasión abandonó su casa, con una larga capa negra encima de los hombros y sus ademanes de filipichín del medioevo, descendió por la Calle de las Palmeras, indiferente a la nieve que caía sobre el hombre que se envejeció agarrado de un poste, y fue a entremezclarse con la turbamulta que vendía y mercaba e inundaba el ambiente con sus gritos, el olor acre de sus sudores y la cotidiana ordinariez de la reventa.
Las veteranas campesinas que vendían frutas, verduras, hortalizas, legumbres, plantas medicinales y condimentos en la entrada de la plazuela del mercado quedaron estupefactas esa inolvidable mañana de sábado cuando se acercó hasta ellas portando con donaire un canasto de mimbre y una lista de mercado en pergamino aquel extraño individuo de quevedos, sacoleva, guantes blancos, sombrero de copa, zapatos de charol y bastón con cacha plateada, quien, luego de un saludo ceremonioso y de despojarse de su capa, la cual dejó colgando sobre su brazo siniestro doblado en ángulo recto, les empezó a hablar con un lenguaje indescifrable:
—Dilectas septuagenarias —dijo el recién llegado, quien, por supuesto, no era otro que la Reliquia—. Hacedme la merced de transferirme el usus, el fructus y el abusus, vale decir: el ius utendi, el ius fruendi y el ius abutendi, huelga expresar: el derecho de propiedad o dominio, perecedero por demás, ya que se mercan, no con animus lucrandi, sino para fines primarios de consumo, de los siguientes frutos de la madre natura, a saber:
Citrus auratium: dadme diez unidades.
Sapota aschras: entregadme cinco unidades.
Solanum tuberosum: proveedme de dieciéis onzas.
Apium petroselinum: disponed vosotras la cantidad adecuada para fines culinarios unipersonales.
Piper nigrum: vendedme exigua porción.
Bromelia ananas: surtidme de una pieza bien fermosa.
Vicia sativa: depositad en mi canastillo una libra.
Musa sapientum: un racimo, mas no me lo déis tan presto a la ingesta.
Persea gratissima: trocad por mis modernos dracmas uno de tales frutos que natura nos obsequia dadivosa.
Alium sativum: me valdré con tan sólo unos cuantos especímenes en aras de no importunar mi hálito.
Osimum basilicum: lo que consideréis menester en vuestra sapiencia ignara para unas cuantas infusiones.
Oryza sativa: dadme en venta dieciséis onzas de tal grano.
Solanum melongena: dadme una, hacedme la merced.
Hordeum vulgare: con dieciséis onzas me abastezco.
Allium cepa: vosotras, que lo sabéis mejor, calculad la que me sea menester.
Passiflora mollíssima: dignaos proveerme de un kilogramo, que no os miento si os asevero lo gustoso que soy de consumirla.
Phaseolus vulgaris: considerando su riqueza nutricional, dadme un kilogramo de tal gramínea.
Cicer arietinum: con ocho onzas que me proveáis paréceme suficiente.
Igna: deléitome en verdad con estas frutas, de suerte que os adquiero en compraventa una decena de ellas.
Anona muricata: ¡O tempora, o mores! Dulces añoranzas arriban a mi memoria con esta exquisitez de la naturaleza que obsequionos la deidad. Son mías tres de ellas, por lícita adquisición, claro es, adversario como soy del latrocinio.
Zea maya: unos granos bastarán.
Mangifera química: succionarlos es deleite, mas no contengo el deseo de herir su pulpa con los cortantes bordes de mis incisivos. Vendedme cinco.
Rubus bogotensis: treinta y una onzas, para ser exactos.
Beta vulgaris: las necesarias, según vuestro cálculo sapiente, para una trilogía de ensaladas.
Vitis vinifera: proveedme de unas cuantas.
Yatropha manihot: poned en mi canastillo una libra de tapioca.
Daucus carota: ídem.
Matisia cordata: de vendaje y con llaneza os pido tan sólo un chupachupa.
Las vendedoras se miraron entre sí presas de la perplejidad, pero no se atrevieron a exigirle que se comportara como una persona seria, pues temieron que pudiera ser un loco furioso dispuesto a abalanzarse sobre ellas con todo y su estrambótica indumentaria.
–¡Huy, señor! –exclamó al fin una de ellas con mirada de espanto y desconfianza–. Perdone vusté, pero nosotras no vendemos cosas tan jinas.
El adquiridor se vio precisado, entonces, por fuerza de la necesidad, a rebajarse al mismo nivel de la canalla.
—Comprendo y redimo vuestra ignorancia —les dijo el insólito comprador—. Os traduciré, en vulgada lengua, lo que pretendo compraros.
Y a renglón seguido principió a expresar lo que deseaba adquirir en un vocabulario inteligible:
–Citrus auratium: lo que el ignaro vulgo llama naranja.
Sapota aschras: en vuestra ordinariez, nísperos.
Solanum tuberosum: ¡papa, féminas, papa!
Apium petroselinum: es decir, lo que vosotros vulgarmente llamáis perejil.
Piper nigrum: o sea, que os estoy comprando pimienta.
Bromelia ananas: que vosotros llamáis piña.
Musa sapientum: lo designáis como plátano.
Persea gratissima: lo habéis degradado, en vuestro vocabulario sin pulimentar, a la rústica condición de aguacate.
Alium sativum: que ofrecéis seguramente como ajo.
Osimum basilicum: aprended: quiere decir albahaca.
Oryza sativa: es vuestro tosco arroz.
Vicia sativa: posiblemente la llaméis arveja.
Solanum melongena: expresado de ordinario, berenjena.
Hordeum vulgare: o cebada, como se dice en el léxico del vil populacho.
Allium cepa: que vosotros designáis como cebolla.
Passiflora mollíssima: vuestra plebeya curuba.
Phaseolus vulgaris: que horrorosamente bautizáis fríjol.
Cicer arietinum: de seguro diréis garbanzo.
Igna: para ilustraros: cuando no poseéis un céntimo afirmáis, con aspereza suma, que estáis más pelados que una pepa de guama.
Anona muricata: que rebajáis a guanábana.
Zea maya: del cual sostenéis que se trata de un burdo maíz.
Mangifera química: al que apodáis mango.
Rubus bogotensis: que conocéis como mora.
Beta vulgaris: ¿no habéis visto el color de la así llamada por la plebe, remolacha?
Vitis vinifera: a las que habéis envilecido con la tosca denominación de uvas.
Yatropha manihot: ¡Horror! La habéis llamado burdamente yuca.
Daucus carota: le espetáis un nombre horrísono: zanahoria.
Matisia cordata: lo maltratáis como un mísero zapote. Y mirad qué curioso: ni aun mencionándolo con llaneza reconocisteis al jugoso chupachupa.
La gente de la plazuela del mercado, que se había arremolinado en torno al personaje y a sus asombradas proveedoras de vegetales y especies, atraída por aquella extrema distinción sin precedentes, y presa también, sobra decirlo, del archiconocido afán de imitación que siempre ha regido a la sociedad desde que existe, optó por seguir de inmediato los pasos de aquel nuevo vecino de hablar enrevesado. Así que desde el día siguiente parroquianos sencillos que siempre llamaron fresa a la fresa y cilantro al cilantro comenzaron a solicitárselos a los abrumados campesinos con vocablos que éstos no entendían: a la fresa le empezaron a decir fragaria vesca, y al cilantro, que a lo sumo le habían cambiado el nombre por el de culantro, ya no lo llamaban ni de un modo ni del otro, sino coriandrum sativum.
La epidemia cundió muy pronto por la ciudad entera, al igual que sucedió con las demás costumbres barrocas de la Reliquia. De los labios de todos desapareció la coliflor y nació la crássica olarácea; murió el comino, pues sólo se hablaba del cuminum cyminum; y ya nadie volvió a mencionar el durazno, sino el pérsica vulgaris.
Así que las listas de precios se comenzaron a redactar en las nuevas denominaciones y no hubo un solo valiente que se atreviera a referirse a lo ricas que eran “las manzanas”, porque hasta el más ignorante elogiaba por doquier “la exquisitez incomparable de los delicados frutos del pirus malus”.
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Hubo, sin embargo, una consecuencia más perdurable de la influencia que tuvo la Reliquia sobre las costumbres de la ciudad: la oleada incontenible de bautizos de niños con nombres antiguos, seguida de otra epidemia: el cambio de nombre por parte de los adultos, que se convirtió en la fuente de trabajo más apetecida por los abogados sin oficio.
La ciudad, en efecto, se atestó de nombres que ni remotamente imaginó que existieran. A la pila de su sacrificio fueron llevados neonatos y párvulos a quienes bautizaron con nombres como Agamenón, Esdras, Habacuq, Miqueas, Amós, Oseas, Antíoco, Atalfa, Ocozías, Holofernes, Ajab, Roboam, Amizabad, Zabadías, Mesalemías, Obededóm, Natán, Elá, Orías, Jotam, Romelías, Jeroboam, Azarías, Amasías, Joacaz, Joas, Matán, Atalia, Joyada, Jehú, Bidqar, Nabot, Joram, Guejazí, Naamán, Jazael, Omrí, Goliat, Nabucodonosor, Báquides, Geronte, Andrónico, Apolonio, Seleuco, Hircano, Jedutún, Sadoq, Menelao, Lisias, Patroclo, Dositeo, Sosípatro, Bakenor, Quereas, Apolófanes, Epator, Filometor, Zaqueo, Calístenes, Atenobio, Cendebeo, Abubos, Neumenio, Trifón, Antípater, Tolomeo, Alcimo, Macedonio, Antero, Salvio, Eleusipo, Prisca, Canuto, Pionio, Veridiana, Anscario, Corcino, Rogato, Metodio, Agape, Cesáreo, Jovino, Ceadio, Celedonio, Gerásimo, Coleta, Perpetua, Guadioso, Afrodisio, Ciriaco, Anatolio, Serapión, Calinico, Epigmento, Bertoldo, Urbicio, Gualterio, Acacio, Casilda, Hermenegildo, Lamberto, Estanislao, Telmo, Eleuterio, Cleto, Pascasio, Elfego, Pánfilo, Segismundo, Atanasio, Exuperio, Eleodoro, Geroncio, Nereo, Pancracio, Domitila, Teodosia, Salustiano, Medardo, Críspulo, Olimpio, Anfión, Metodio, Aresios, Eterio, Quinciano, Marciano, Crescencia, Sancha, Gervasio, Protasio, Macario, Terencio, Senón, Agripina, Antelmo, Irineo, Petronila, Edilburga, Sinforiano, Priscila, Gualberto, Abundio, Hermágoras, Epifania, Silas, Arsenio, Apolinar, Niceta, Teodomiro, Bartolomea, Pantaleón, Nazario, Cira, Hilaria, Hipólito, Poncio, Cornelio, Ponciano, Liberato, Floro, Agapito, Ceferino, Tecla, Eufemia, Tiburcio, Proto, Jacoba, Cipriano, Eustaquio, Constancio, Cosme, Wenceslao, Hilarión, Fortunata, Engelberto, Serapio, Dasio, Fermina, Facundo, Evasio, Damasceno, Osmundo, Leocadia, Basiniano, Concordio, Melanio, Plauto y Dorimeno.
Inclusive, algunos padres ignorantes y apresurados, sin parar mientes en que el nombre escogido para sus vástagos aparte de antiguo fuera siquiera de persona y no de otra cosa, un libro por ejemplo, incurrieron en errores tan horribles como el de bautizarlos Sirácides, Talmud o Pentateuco.
Otros progenitores, embrutecidos hasta la sinrazón por aquella peste maldita, ni siquiera se tomaron la molestia de acudir a los personajes del Antiguo Testamento o a los santorales del Almanaque Pintoresco de Bristol, sino que, presumiendo de originales, les colgaron a sus indefensas crías, como un inri, palabras cuyo significado no se cuidaron, al menos, de indagar en algún diccionario, y no hubo cura ni escribano que saliera en defensa de aquellas criaturas desventuradas, sometidas para siempre a las penalidades del estigma. Varias de esas víctimas, ya inmersas por completo, muchos años después, en las arideces de la decrepitud, seguían arrastrando, no sólo los pies fatigados por tantos lustros a cuestas, sino la injusta condena que sus padres les impusieron en la pila bautismal durante aquella época aciaga: doña Histerectomía Castro, don Escroto González, don Metacarpo Jiménez, doña Hipotenusa Gutiérrez, don Cateto Martínez, doña Hermenéutica López y don Plexo Solar Mendoza fueron apenas algunas de ellas.
Un poco de mayor fortuna tuvieron los párvulos a quienes les asignaron nombres que ni eran antiguos, ni existieron jamás, ni nada vergonzoso significaban, sino que sus verdugos configuraron con simples juegos de palabras, o de letras, todo con tal de eludir la colocación de nombres, si no modernos, al menos comunes y corrientes. El más popular, entre estos rebusques irracionales, acabó siendo el de Pulvesio.
Pero los menos desdichados, entre aquella caterva de infelices, fueron quienes obtuvieron de la misericordia popular, o de la menos común clemencia de sus amigos más cercanos, las bondades de un apelativo, un apodo o un hipocorístico al cual se apegaron con desesperación por el resto de sus días, o el uso inveterado de su apellido como única identificación en la calle y en los actos y situaciones propios de la vida diaria.
Los apelativos más comunes fueron desde entonces mano, compa y jefe. Por doquier se escuchaban, entonces, saludos como “Hola, mano”, “Hola, compa” u “Hola, jefe”. A veces ocurría que uno de los que saludaban decía “Hola, jefe” y aquel a quien le dirigía el saludo le respondía con otro “Hola, jefe”, de modo que la persona que casualmente los escuchaba saludarse se quedaba sin saber quién era el jefe y quién era el subalterno.
Apodos, alias o motes hubo a granel, pero casi todos, por desgracia, referidos a defectos físicos y a gente de baja condición, lo cual, lejos de auxiliar al desventurado, le agigantaba la magnitud de su infortunio. Don Escafoides Mastuerzo, por ejemplo, no atinaba a determinar cuál opción le era más incómoda, si la de su nombre de pila, o el apodo de “Sietealmuerzos” que le pusieron debido a su voluminoso abdomen.
Aun así, en defensa de algunos malaventurados salieron sobrenombres creados con mayor delicadeza y por ende más llevaderos, como el referido a su lugar de origen, o a una cualidad que le fuera propia. Así, a Basiniano Silva le agradaba más que lo llamaran Barichara; a Protasio Guevara lo fascinaba el bien ganado mote de Sal de Frutas, que se lo pusieron por su tendencia a saludar a todo aquel que junto a él pasara; y Metodio Cárdenas, cuyo cuerpo de alfeñique bien podría servir para una campaña de la FAO contra el hambre, agradecía, desde su reciente dedicación al levantamiento de pesas, que le dijeran, así fuera con un dejo de burla, Charles Atlas.
El hipocorístico Mene, aplicado a Doña Hermenéutica López desde su llegada a la ciudad, ocurrida después del aparatoso desfile en el que fue exhibido el último dinosaurio; el de Don Ciro, regalado a ese varón egregio que fue siempre Don Sirácides Gutiérrez, el cual coincidía con el nombre propio de muchos munícipes tales como el célebre monaguillo suicida que decidió subirse a los barandales del puente del viaducto para desde allí lanzarse al vacío con el fin de caer en los brazos de la desesperanza; el de Doctor Beto, donado piadosamente a Engelberto Hastamorir, catedrático universitario muy famoso; y el de Tato, obsequiado a Liberato García, baterista de una banda de rock pesado que atormentó al vecindario durante más de un año hasta su aplaudida emigración a otro país en busca de la medalla de oro que no encontró en su ensordecida tierra, acabaron siendo los más reconocidos.
Los que pudieron refugiarse tras de su apellido iban relegando el nombre de pila a los amarillentos anaqueles del registro civil, de suerte que sólo llegaba a descubrirse la gran verdad cuando uno de tales documentos era exigido por autoridad competente. De resto, González era simplemente González, Mora era Mora y Vargas era Vargas, sin nombre alguno por el cual averiguar.
Empero, la decorosa salida no les sirvió a los que además de un horroroso nombre cargaban el fardo de un apellido poco estético detrás del cual guarecerse. El sargento y músico militar Pantaleón Rabia, verbigracia, no contó con esa fortuna.
Tampoco favoreció la buena suerte a Don Guadioso Borrego Chamucero, ni a la señorita Sancha Pito Pita, ni al doctor Geronte Hastamorir Flautero, ni al reputado arquitecto Serapión Choque Chuza, ni al odontólogo prostodoncista Neumenio Rabón, ni al ingeniero civil Antípater Chaguala. Menos, a don Atalia Cuca, a don Apolófanes Jirafa, al contabilista Abubos Cuero, al doctor Goliat Champiñones, médico otorrinolaringólogo muy prestigioso, a don Apolonio Chillón, al reputado comerciante de licores Zaqueo Chito Madroñero, al diácono Atenobio Cuña, o al jurista Cendebeo Morcillo. El suicidio del primero, don Guadioso Borrego Chamucero, un jueves de Corpus Christi a la una y treinta y dos minutos de la tarde, refleja de modo diáfano la gravedad de una sin salida semejante. En la mesa de noche de Borrego Chamucero los investigadores encontraron una carta manuscrita, dos copas vacías y unas cuantas raíces de mandrágora.
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El amanuense del escribano, quien trazaba rasgos de inmaculada caligrafía gótica sobre los pergaminos extendidos encima de su enorme escritorio medieval a medida que iba mojando la pluma de ganso en el frasco de tinta, no daba abasto para inscribir en los anaqueles del registro civil aquella marejada de nombres extraños que los padres, a fin de escapar lo más pronto posible al trance de su dudosa ortografía, tenían que dictarle letra por letra. Pero aun así se negó, con enfática decisión y no obstante la evidencia persuasiva de las interminables ringleras, a obedecer la instructiva emanada del Tribunal Supremo, con asiento en la capital de la nación, según la cual debía proceder de inmediato a ejercer sus deberes oficiales otra vez con apoyo en los últimos avances tecnológicos y abandonar la pluma, los pergaminos y el tintero en los mohosos archivos del pasado remoto e irrepetible.
Se pusieron de moda, además, mil artefactos rezagados por el progreso desde hacía mucho tiempo: la plancha de carbón y la metodología calorífica de soplarla con frecuencia para atizar la incandescencia de las brasas encendidas y evitar que se enfriara; los cuellos y los puños almidonados de las blancas camisas masculinas; el corbatín y las calzonarias; las fotografías en blanco y negro, o en color sepia, donde aparecían los caballeros posando altivos con sus pipas en los labios, y las damas engaripoladas con trajes anchísimos y un toque de distinción en la manera de asir la sombrilla; los gramófonos de manivela y las canciones románticas esparcidas al aire por los surcos giratorios de los negros acetatos; y, en suma, toda la anticuada parafernalia de tiempos pretéritos, tenida ahora, por imperativo de la moda, como señal de respetabilidad, donosura y señorío.
Duró muchos tiempo el vecindario, después de la partida sin retorno de la Reliquia, para volver al disfrute de las calideces propias de la informalidad. El extraño personaje se largó de este mundo sin siquiera despedirse: agobiado por el peso insoportable de la culpa, de un pistoletazo puso fin a sus años de estrictez inamovible sólo porque aquel día de desgracia tuvo la ordinariez imperdonable de decir “metro” en lugar de “longitud equivalente a un millón seiscientas cincuenta mil setecientas sesenta y tres punto setenta y tres ondas de la radiación color naranja del espectro luminoso emitido por los átomos de kriptón 86”.
Murió a la edad de veinticinco años.
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* Derechos Reservados de Autor. 2000.
(Este cuento forma parte de la novela de su autor “TIERRA DE CIGARRAS. 1a. edición. Sic Editorial. Bucaramanga. 2000. En esta, la protagonista, una joven adolescente, estudiante interna de un colegio de bachillerato, recién llegada a la orfandad, contempla el paisaje a través de la ventana de su cuarto mientras repasa su vida y rememora a su primer amor. Muchos años más tarde vivirá la llegada a la ciudad donde reside de un anticuado personaje frente a quien muy pronto sus vecinos habrán de asumir una conducta contradictoria, pues mientras le ponen un remoquete acorde con la extremada antigüedad de sus modales, no dudan en imitárselos).