EL ÚLTIMO DINOSAURIO. Por Óscar Humberto Gómez Gómez

 

EL ÚLTIMO DINOSAURIO

 

Ya no recordaba cuántas horas había caminado desde su hogar humilde para presenciar el fastuoso acontecimiento, para ser protagonista directo de la historia en vez de dejar que otros se la contaran algún día, para vivir de cerca el hecho asombroso que iría a partir en dos el transcurrir del mundo.

Hubo de caminar porque le fue imposible conseguir cupo en uno de los numerosos buses venidos desde cualquier parte y cuyos conductores cobraron cuanto quisieron por el pasaje. Se enteró de que mucha gente viajó en avión hasta los aeropuertos improvisados a última hora, o en helicópteros civiles o militares que aterrizaron en las azoteas de las casas sin siquiera pedir permiso a sus dueños o moradores, o en lanchas que cruzaron los ríos más cercanos, o en coches tirados por caballos que en aquel desorden de los diablos pasaron inadvertidos a pesar de lo insólitos, o hasta en globos provenientes de los lugares más ignotos de la geografía comarcana.

Supo también que el Ministerio de Relaciones Exteriores había tenido que ponerse enérgico para evitar que otros miles, y miles, y miles de extranjeros prácticamente invadieran el país con filmadoras, grabadoras y cámaras de fotografiar de todos los pelambres y con las que querían congelar para la posteridad cada detalle del magno acaecer en la convicción de que sólo así obtendrían la credibilidad de sus dudosos descendientes.

Él se imaginó desde el principio que el mero hecho de poder llegar hasta la ciudad en la plenitud de semejante barullo resultaba por sí mismo una proeza y era consciente de lo difícil, de lo prácticamente imposible que sería poder acomodarse en algún resquicio que dejara la multitud a lo largo de la avenida que partía la ciudad en dos franjas y por donde, según los insistentes anuncios del programa, iba a pasar el imponente desfile.

Por eso fue enorme su sorpresa al ver el espacio preciso. Había sido dejado, inexplicablemente, por las gentes frenéticas apostadas desde hacía varios días sobre los comienzos de la avenida en sentido sur-norte, que habrían de ser los finales de la majestuosa procesión, la cual, según lo anunciado, vendría de norte a sur.

El vacío le permitía ver, al fondo, nítida, alegre, atiborrada de clientes sedientos que se peleaban el turno de ser atendidos, la caseta de la coja Ana Joaquina.

Sintió deseos inmensos de refrescar la garganta con una cerveza bien helada e incluso de vaciar la botella regando el líquido sobre su cabeza para mitigar el calor que ya a esa hora amenazaba con derretirle la vida, pero en seguida comprendió que no iba a poder hacerlo porque no guardaba en sus bolsillos más que el trocito de panela que alcanzó a echar a las carreras antes de partir y el deshecho papelito en el que apuntó el teléfono de Hermenegildo Cuevas, único contacto posible en la urbe lejana y desconocida, amigo de doña Hipotética Bernal, su vecina de siempre, según ella le contó la noche anterior a su partida, en la que también le advirtió que en caso de necesidad podía llamar a su gran amigo, el doctor Hermenegildo, aunque no pudo precisarle, porque dijo no recordarlo, qué profesión ejercía su tabla de salvación, ni le dio mayores detalles acerca de su perfil académico. Él conservó el papelito, pero tiró al piso, mucho antes de llegar a la ciudad, la esperanza de obtener ayuda de alguien que, en todo caso, le era completamente extraño.

Decidió acomodarse en el espacio inexplicable, pues temió que si se iba a buscar una mejor ubicación, más cerca de los inicios de la caravana, era posible que se quedara sin puesto y para cuando quisiera regresarse al sitio que ahora estaba a su disposición, el mismo a lo mejor estaría ocupado.

Parado en su inesperado lugar de observación pudo apreciar, ahí sí, la verdadera magnitud del acontecimiento. Miles, y miles, y miles de personas colmaban las aceras de la interminable avenida, y eran incontables las banderas, las serpentinas, los carteles y los pasacalles que saludaban al asombroso personaje y, por supuesto, a los gobernantes, a los políticos y a los grandes señores de la comarca, que, según reiteraba la prensa local, habían logrado calmar la impaciencia de los gobiernos extranjeros interesados en llevárselo de una vez, y la ansiedad de las academias científicas de todo el mundo que se peleaban el derecho a penetrar en sus entrañas para investigar todos sus porqués, el porqué de su existencia, el porqué de sus orígenes, el porqué de su supervivencia a todos los cataclismos, el porqué justamente él no se convirtió en otra gota cualquiera de petróleo, y averiguar también de dónde demonios salió exactamente, pues ya era noticia universalmente aceptada la de que con su aparición había convertido bibliotecas enteras de todo el orbe en apenas un montón de libracos desactualizados y erráticos que sus autores iban a tener que volver a escribir, si les era posible hacerlo, naufragando en las arenas movedizas del sonrojo y la vergüenza.

Oyó, una y otra vez, la marcación interminable de los bombos, los platillos y los redoblantes, y las cornetas desafinadas de los centenares de bandas de guerra que ya se preparaban, mientras cruzaban hacia el norte, para desfilar hacia el sur, a lo largo de la avenida, antes de él, con él y después de él, formándole calle de honor, brindándole las venias musicales, rindiéndole los homenajes marciales que él se merecía y, de paso, rodeando, con sus cobres y sus penachos multicolores, a las autoridades civiles, eclesiásticas, militares y científicas del mundo, que se dieron cita en la ciudad para acompañar al ser más maravilloso descubierto en la tierra a lo largo de las últimas centurias.

A pesar de la emoción que sentía no lo atrajeron los innumerables vendedores de bombas de colores ni de fósiles de juguete, pero, en cambio, sí se distrajo mirando el tropel de hombres vestidos de blanco de la Marina de Guerra que iban a tomar parte en el séquito, y la multitud de prostitutas venidas desde diversos rincones, y las gitanas que por decenas se ofrecían para leerle la mano y descifrarle la suerte, y el hombre que nació viejo, y los avivatos que vendían el derecho a tomarse una fotografía al lado del personaje antediluviano que llegó a visitarlos, y el alcalde de la ciudad en los tiempos de la locura onomatopéyica, y el individuo a quien debido a una sacrílega petición elevada un Viernes Santo el pene llegó a reptarle sobre el piso de su casa gracias a un extraño encantamiento que nunca pudo ser explicado, y luego sacó el trocito de panela del bolsillo, pero finalmente desistió de morderlo porque le absorbió la atención por completo el paso del hombre que resucitó de entre las flores el mismo día de su entierro.

Recordó, no supo por qué, algunos hechos aislados acaecidos en la ciudad antes de la aparición del personaje por el cual estaba ahora parado a la vera del camino interminable con el estómago vacío y el alma en vilo.

Sobre ellos había leído en los periódicos y escuchado en las tertulias comarcanas, de manera que ya los consideraba episodios familiares. La tarde de septiembre en la que Don Quijote de la Mancha y Sancho Panza llegaron hasta la casa de un viejo profesor de Derecho y lo saludaron desde sus cabalgaduras terminó siendo, sin embargo, el hecho que con mayor frecuencia se le venía a la memoria.

Pronto se dio cuenta de que la ciudad no sería capaz de albergar más visitantes. De todas partes continuaban llegando innumerables familias y, junto a ellas, numerosas delegaciones enviadas desde diversos rincones del orbe por entidades, asociaciones, academias, iglesias, partidos políticos, gobiernos, parlamentos, universidades, instituciones científicas, compañías petroleras, grupos económicos, empresas industriales, y, en fin, por el mundo entero, pues todo el planeta estaba pendiente de la ciudad donde había aparecido el ser que presagiaba, en el sentir colectivo, la definitiva culminación de la Historia.

Utilizando helicópteros, autopatrullas, pregoneros a caballo y a pie, pasacalles impresos a última hora, altoparlantes, megáfonos, periódicos, carteles, mensajes a través de la televisión y la radio, en fin, como pudieron, las autoridades locales trataron de exhortar al orden y rogaron compostura y paciencia a los miles y miles de turistas que hubieron de quedarse a pernoctar en la calle a falta de un albergue a pesar de que el presidente de la República había decretado el estado de conmoción nacional y suspendido el derecho a la propiedad privada, por lo cual no hubo casa, edificio, bodega o lugar bajo techo que no quedara habilitado como lugar de refugio por razones de orden público y de seguridad del Estado mientras se cumplía el fastuoso recorrido.

Vio pasar luego los caballos atiborrados de penachos multicolores, los perros disfrazados de bestia prehistórica, los niños uniformados de todos los colegios, escuelas y liceos que con ansia anhelaban verlo y tocarlo, y la caravana inacabable de los carros de bomberos, en uno de los cuales exhibirían al personaje para que recibiera desde allí la ovación de la multitud enloquecida. Todos caminaban hacia el norte, al punto de partida del desfile apoteósico, lugar de donde iría a provenir la maravilla.

Finalmente, cuando ya el hambre comenzaba a incomodar su expectativa y a disminuir su súbito interés en los reptiles de los olvidados tiempos mesozoicos anunciaron, en un enloquecedor desorden, en el bochinche más espantoso, entre los gritos desgarradores de la multitud, y entre carreras y empujones de quienes a última hora querían ganarse un puesto en la hilera infinita, que el cortejo ya venía y ahora sí, en serio, se les aparecería como una nunca repetida realidad dizque “la hermosa y jamás soñada oportunidad de protagonizar la Prehistoria”.

Las autoridades, para intentar calmar los ánimos, hicieron disparos repetidos al aire, pero el remolino gigantesco ya se les había salido de su control.

Él, como no contaba con un aparato de radio, ignoraba cuán cerca estaba el desfile. Además, apenas acababan de pasar hacia el norte, desde donde vendría la caravana, personas que, según lo que decía la prensa, harían parte de la comitiva, y eso lo confundió. Así que todo lo tomó por sorpresa y lo único que pudo hacer fue concentrarse en los miles de ciclistas que comenzaron a pasar portando enormes guirnaldas, en los miles de motociclistas que batían banderines de colores, en las reinas de belleza subidas en los carros de bomberos que saludaban con la mano y arrojaban flores, en las bandas de guerra que tocaban en un barullo espantoso porque una estaba prácticamente junto a la otra e interpretaban diferente canción, en los niños uniformados que desfilaban llorando y protestando con verraquera pues no se lo dejaban ver, en las cámaras de televisión de todos los países; en los payasos, bufones, mimos y arlequines que trataban de hacer reír con pantomimas, en los científicos serios que pasaban a pie, en los felices ignorantes que pasaban riéndose, en los oportunistas que pedían monedas, en los ladrones que sacaban carteras de manera subrepticia mientras sus dueños trataban de ubicar al personaje en medio de aquel desorden y, finalmente, en el enorme carro de bomberos que lo traía, según decían por los altoparlantes, el cual venía engalanado con la bandera nacional y con pequeños estandartes de todas las naciones del mundo. Entonces entrecerró los ojos para tratar de verlo mejor, para captarlo con la mirada de su misma alma, para retenerlo en la memoria por siempre, para metérselo en el fondo de su cerebro y de su corazón, para justificar por fin todos los kilómetros andados, toda el hambre soportada con estoicismo, toda su pobreza eterna y sus ilusiones siempre desvanecidas por la tozudez de la vida. Pero no: no vio ningún dinosaurio: en la inmensa máquina de bomberos no iba trepado el animalazo enorme y verde que él se imaginaba; tampoco el dragón mitológico que arrojaba llamaradas por la boca y con esa imagen terrorífica lo mantenía horrorizado en sus últimas pesadillas. Ni siquiera escuchó gruñido alguno como para al menos justificarlo todo con la grabación de su voz en la memoria. Lo que pasó fugaz frente a sus ojos ansiosos, sin piedad ni consideración, fue un animalito infeliz, una especie de ratoncillo pendejo, un ser insignificante que inclusive volvió a mirarlo, sin que hubiese razón alguna para que lo hiciera, y él creyó verlo sonreír, como si no fuese al menos un animal, sino alguien diminuto a quien hubieran disfrazado. Fue tan veloz el paso del personaje frente a sus ojos desilusionados que no alcanzó siquiera a esquivar el polvo blanco que unos patanes le lanzaron desde una de las volquetas que participaban en el desfile, ni el chorro de agua que, no se supo por qué, los bomberos dirigieron en contra de la multitud vociferante que gritaba groserías. En instantes se vio solo mientras a lo lejos se perdía el bochinche y fue ahí cuando vio, por fin, la única arma que habría de disparar en su vida. Al principio la confundió con una piedra. La agarró, con el alma sumida en el caos de la ira y el desencanto, para tirarla contra el acompañamiento del personaje que se alejaba. Empero, cayó en la cuenta de que no era en realidad una piedra, sino un terrón, porque una vez lo proyectó se le desmoronó en el aire.

Se paró, pues, en la mitad de la calle, deshecho en lágrimas, mirando la caravana que iba desapareciendo en lontananza, ensopado y con su misma hambre de siempre, mientras a su lado corrían, para cualquier parte, infinidad de personas desilusionadas, vendedores de golosinas que ofrecían dos por el precio de una, ladrones que contaban las monedas y los billetes producto de su habilidad, niños que gritaban como locos porque no pudieron ver el animal que los trajeron a ver, vendedores de bombas de colores y fósiles de juguete a quienes nadie ponía cuidado, hasta que al fin, derrotado por la sed, el hambre y la fatiga, vio como única alternativa la de irse más bien para su casa, pues todo le indicó en esos instantes que el día anhelado de su reencuentro con los comienzos del mundo ya no le ofrecía la posibilidad de alguna nueva sorpresa.

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* Derechos Reservados de Autor. 1998.

 

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