“Claro que voy a ir con la Selección de Brasil, pero no le vendría mal perder para que el pueblo no olvide lo mal que lo ha hecho el Gobierno. Hemos perdido para siempre la oportunidad de tener hospitales, escuelas, transporte, carreteras e infraestructuras de calidad. Creímos que la Copa nos iba a dar todo eso, pero se han gastado todo el dinero en estadios. Y lo peor es que algunos ni van a tener uso después, como el de Manaos, en Amazonas, donde no hay una tradición de fútbol. Todo eso es muy triste. Si no hemos conseguido dar un salto adelante con el Mundial, ya no lo vamos a lograr. Yo ya he perdido la esperanza”.
Quien habla no es un activista político de São Paulo ni un sindicalista de Río de Janeiro. Alessandro es excamionero y dueño de una granja donde cría 19.000 pollos en Quatiguá, una ciudad de 7.000 habitantes situada en el estado del Paraná, en el sur de Brasil. Es un hombre del interior, de aquellos que jamás salieron para protestar en la calle. Sin embargo, su descontento es tan grande como el de las miles de personas que el 12 de junio, día inaugural de la Copa das Copas, protagonizaron enfrentamientos violentos en São Paulo, Río de Janeiro, Porto Alegre y Belo Horizonte.
Quizás el acto que mejor resume la insatisfacción del pueblo brasileño ocurrió el pasado 20 de mayo. Entonces un grupo de vándalos quemó una réplica gigante de la Copa del Mundo realizada por artesanos de Teresópolis, el municipio de la sierra carioca donde se entrena la selección brasileña.
La imagen dio la vuelta al mundo y obligó a que nos preguntásemos por qué los brasileños quieren boicotear un evento deportivo que debería representar un orgullo para un país tan amante del fútbol. Pero ¿de verdad el pueblo brasileño está en contra del Mundial? Según una reciente encuesta realizada por el Centro Pew de Investigación, solo el 48 por ciento de la población apoya la Copa, un dato ajustado en comparación con el 79 por ciento que lo hacía en el 2007.
La razón puede encontrarse en el gasto que ha supuesto la organización de este macro-evento para las arcas públicas: 8.000 millones de dólares, según O Globo, uno de los periódicos principales de Brasil; y 10.900 millones de dólares, según la cadena británica BBC, un 48 por ciento más de lo que se había previsto en el 2010.
Los manifestantes que desde hace un año reclaman más derechos y más servicios en las calles sugieren que este dinero tendría que haber sido invertido en salud y educación. De hecho, entre los colectivos más beligerantes están los profesores, que en ciudades como São Paulo y Río de Janeiro han llegado a estar de huelga durante más de un mes.
Razones no les faltan. Un docente de escuela primaria y secundaria gana entre 900 y 1.200 reales al mes (entre 400 y 540 dólares), en un país donde los precios se han multiplicado en los últimos años hasta unos niveles surrealistas. Lo más común es que un profesor brasileño tenga que tener tres y hasta cuatro trabajos para juntar un sueldo que simplemente le permita sobrevivir.
Los conductores de autobús, los médicos, los funcionarios públicos, los empleados del metro y el personal de los aeropuertos también reclaman a golpe de huelga una mejora salarial en un país en el que la tasa de inflación interanual es del 6,1 por ciento, pero en sectores como la vivienda supera con creces el 7 por ciento.
Según el Centro Pew de Investigación, el 72 por ciento de los brasileños no está satisfecho con su situación. Hace tan solo un año, antes de que comenzaran las protestas masivas por la subida del billete de bus y el metro, este dato era del 55 por ciento, casi 20 puntos menor. Sin embargo, analizando con atención los datos del Instituto de Pesquisa Económica Aplicada (Ipea), se desprende que nunca en la historia de Brasil se había invertido tanto dinero en educación, salud y programas de asistencia social y en vivienda pública.
En el 2010, la educación se llevó 20.000 millones de dólares y la salud, unos 30.000 millones. En total, todos los programas sociales del Gobierno brasileño sumaron 280.000 millones de dólares, una cantidad muy por encima de lo que habría costado el Mundial.
Al mismo tiempo, el desempleo está en los niveles más bajos de las últimas dos décadas, y ha pasado del 12 por ciento de 1999, al 5 por ciento actual. Además, desde el 2003, el año en que Luiz Inácio Lula da Silva llegó al poder, la extrema pobreza se ha reducido de forma ostensible, pasando de un 15,16 por ciento a un esperanzador 5,3 por ciento.
Otro dato muestra el impactos de las políticas sociales de los gobiernos de Lula: en el 2009 y a pesar de la crisis incipiente, la renta media del 40 por ciento más pobre de la población creció un 3,15 por ciento, mientras que la del 10 por ciento de los más ricos solo aumentó un 1,09 por ciento.
Reclamos sociales
Entonces, ¿por qué protestan los brasileños? Para la analista Tereza Cruvinel, que durante 20 años trabajó en el diario O Globo, es porque el gobierno se ha olvidado de la clase media. La explicación es sencilla: Brasil ha sido considerado en los últimos años el modelo de paz social, erradicación de la miseria, distribución de renta y políticas públicas, estuvo volcado en apoyar a los más pobres. Sin embargo, esa concentración del esfuerzo oficial en los menos favorecidos ha dejado de lado a las clases medias, engrosadas gracias a esas políticas. De allí la rebelión social.
“Los movimientos creados en torno a banderas como la de ‘No habrá Mundial’ son, sobre todo, un atentado de estupidez. En Brasil, es como apostar por una audiencia para un Día Nacional contra la Feijoada –el plato nacional–”, escribe el columnista Ricardo Melo en Folha de São Paulo. “El sermón del ‘contra todo’ es de nuevo un intento típico de los rebeldes sin causa, pero con muchas consecuencias. Una de ellas es lanzar a los trabajadores contra los trabajadores. En esta misma línea se mezclan provocadores, gente bien intencionada y líderes expertos. Los acontecimientos de São Paulo son elocuentes”, sigue Melo.
Si las cifras muestran una mejora objetiva de los indicadores sociales, los casos de corrupción como el mensalão, que involucró a políticos de relevancia, salpicando al mismo Lula da Silva, crean la sensación de que la malversación, el despilfarro y la ineficiencia carcomen las instituciones y la sociedad de Brasil.
La imagen de la presidenta Dilma Rousseff inaugurando con bombo y platillo dos obras inacabadas en Río de Janeiro –el aeropuerto internacional y el Transcarioca, un sistema de autobuses rápidos que pretende mejorar la circulación en la ciudad– ha exacerbado la indignación del pueblo, que cada vez se siente más engañado. Y es que solo el 51,7 por ciento de las obras públicas de movilidad urbana y de los aeropuertos en las 12 ciudades sede han sido concluidas. De los 45 proyectos inaugurados, 15 están incompletos por causa de atrasos o cancelaciones.
Pero la lista de razones para estar decepcionados no acaba aquí. De las 87 obras previstas para el Mundial, 32 fueron aplazadas y solo estarán listas después de la competición. No será por falta de dinero público. Según el Ministerio de las Ciudades, desde 2007 el Gobierno federal destinó 64 mil millones a inversiones en movilidad, de los que el 71,3 por ciento (45,7 mil millones) han ido a parar a ciudades sede de la Copa.
Solo en aeropuertos fueron invertidos 5 mil millones de dólares entre 2011 y 2014. A pesar de esta inyección masiva de dinero, han sido entregados apenas 9 de los 13 aeródromos de las ciudades sede. El caso de Fortaleza (Ceará) es emblemático. El contrato para el aeropuerto ha sido rescindido y durante el Mundial están usando una estructura provisional que ha costado 800.000 dólares.
Esta tendencia a cancelar obras mal planificadas viene de lejos. Cuando gobernaba Lula da Silva y Brasil experimentaba un crecimiento económico del 7,5 por ciento anual, el Gobierno central planificó proyectos lujosos y a veces disparatados, como el Museo del Alien en Varginha (Minas Gerais).
Con el desplome de este índice hasta el 1,63 por ciento, varios proyectos han sido paralizados; en otros casos, el presupuesto inicial se ha disparado hasta límites inconcebibles, lo que dificulta su ejecución.
Hoy, Brasil ha entrado oficialmente en recesión, y los ciudadanos reclaman más inversión, precisamente cuando menos dinero hay en los cofres del Estado. El próximo 5 de octubre se celebrarán las elecciones nacionales y locales. Entonces sabremos cuán indignados están los 141,8 millones de brasileños llamados a las urnas.
VALERIA SACCONE
RÍO DE JANEIRO
EL TIEMPO, domingo 15 de junio de 2014.