Al lado de la Guerra de las Malvinas y de la Guerra del Chaco, la Guerra del Fútbol ha sido uno de los conflictos bélicos que han tenido como escenario a territorios de esta martirizada América Latina.
No me estoy refiriendo a esa permanente oleada de violencia que se suscita en los estadios y fuera de ellos cada vez que hay jornada de balompié profesional. A lo que me refiero es a lo que fue ese espantoso conflicto bélico que tuvo como escenario la frontera entre Honduras y El Salvador, uno de los tantos segmentos históricos latinoamericanos que han significado el enfrentamiento armado entre naciones hermanas, con el consiguiente derramamiento de sangre, el incremento inusitado del gasto militar, el empobrecimiento aún mayor de los pueblos involucrados y, por supuesto, la inutilidad final de tanto sacrificio.
En el año 1969, en efecto, se celebraban los partidos correspondientes a las eliminatorias que definirían los países presentes en el Mundial de Fútbol México 1970. Honduras y El Salvador debían enfrentarse en dos partidos, uno en Tegucigalpa y otro en San Salvador, a menos que resultara necesario un tercer encuentro por presentarse empate en los dos juegos o triunfo de un equipo en uno de los encuentros y victoria del otro en el segundo de ellos, como efectivamente sucedió. El primer partido, es decir, el que tuvo como escenario el estadio de Tegucigalpa se cumplió el domingo 8 de junio de 1969 y terminó con triunfo del equipo local, Honduras, por marcador de 1-0. Sólo que la noche anterior al juego, una multitud de hinchas hondureños habían saboteado, en hostil manifestación realizada en los alrededores del hotel donde se hospedaban los jugadores de la selección salvadoreña, el descanso y el sueño de éstos, y el que se presentó al estadio fue un equipo visitante somnoliento y cansado. El ambiente comenzó a enrarecerse cuando se conoció el absurdo suicidio de la joven salvadoreña Amelia Bolaños.
Amelia Bolaños era una chica de apenas dieciocho años de edad que al observar por la televisión la derrota de la selección de su país tomó la pistola de su padre y se suicidó de un balazo. A sus exequias asistió la selección salvadoreña y hasta el presidente de la República.
Por supuesto, la víspera del segundo partido, es decir, del que se llevaría a cabo en San Salvador, capital de El Salvador, fue una agresiva multitud de hinchas salvadoreños la que, en desquite, saboteó el descanso y el sueño de la selección hondureña.
El partido, celebrado el 15 de junio, terminó con triunfo para el equipo local 3-0. La tensión llegó al clímax. “Nos vengaremos del 3-0” decían los grafitis.
El tercer partido había que jugarlo en territorio neutral.
Se llevó a cabo en México el 27 de junio. Los hinchas salvadoreños fueron ubicados separados de los fanáticos hondureños por un enjambre de cinco mil militares mexicanos. El Salvador ganó 3-2 y así clasificó por Centroamérica al Mundial de México 1970. El gol del triunfo lo marcó Mauricio Pipo Rodríguez.
En ambos países, tanto en Honduras como en El Salvador, se desató un nacionalismo exagerado que se pone de presente en las letras de canciones ofensivas, en arengas como “Hondureño, toma un leño y mata a un salvadoreño” y en las informaciones y comentarios de prensa de esa época en los periódicos de ambas naciones.
Fue cuando el presidente de El Salvador, Fidel Sánchez Hernández, ordenó la invasión militar al territorio hondureño. Sánchez Hernández acusaba a Honduras de violación de los derechos humanos contra la población de inmigrantes salvadoreños. Las tropas de El Salvador penetraron a Honduras el 14 de julio y se desencadenó, desde luego, la reacción de rechazo armado por parte del ejército hondureño. La perspectiva de El Salvador era, por supuesto, otra: según el gobierno salvadoreño había sido Honduras el país que había iniciado las hostilidades con la brutal represión en contra de sus nacionales.
En todo caso, lo cierto fue que estalló la guerra. Las tropas fueron movilizadas a la boscosa y montañosa frontera y fue allí donde se dio inicio al horror de los cañones, las bombas, la metralla y la fusilería. La guerra duró cien horas (14 de julio de 1969- 18 de julio de 1969) y produjo un saldo de seis mil muertos, doce mil heridos, cincuenta mil damnificados que perdieron sus viviendas por destrucción de las mismas y numerosas aldeas reducidas a escombros. Finalmente, el conflicto armado llegó a su terminación gracias a la intervención de la comunidad internacional latinoamericana y mediante la firma de un convenio en Lima, la capital del Perú, con el consabido apretón de manos, los correspondientes abrazos y las inevitables copas de champaña.
Sin embargo, hay que anotar que, más allá del fútbol, realmente en el fondo el enfrentamiento bélico tuvo unas raíces sociales muy hondas. Trescientos mil campesinos salvadoreños desposeídos y sin esperanzas de redención económica en su patria, debido a que en ella la tierra estaba en manos de unos cuantos clanes, habían emigrado desde mucho tiempo atrás a Honduras y se habían establecido allí, a ciencia y paciencia de las autoridades, en tierras que ya constituían su hogar y el de los suyos cuando se conoció la decisión del gobierno hondureño de efectuar una redistribución de la tierra entre el campesinado pobre, pero sin tocar los poderosos intereses de la United Fruit Company y de los grandes latifundistas, sino precisamente la tierra que ocupaban los campesinos salvadoreños, a quienes se les notificó, entonces, que debían retornar a El Salvador, perspectiva que para el gobierno de este país resultaba completamente inconveniente ya que hacía vislumbrar la posibilidad de que estallara allí un peligroso polvorín social. Los insultos mutuos se desencadenaron de inmediato y fueron haciéndose cada vez más agresivos. La prensa de ambos países alimentó el odio nacionalista y se hicieron públicos vocablos ofensivos como el de “enanos”, “agresores”, “ladrones”, “sádicos” y “borrachos” para referirse a sus vecinos. En medio de esas crecientes tensiones tuvieron que jugarse los partidos de fútbol clasificatorios para el Mundial. El marco sociopolítico hostil que se ha expuesto, y no solamente el ya conocido fanatismo de buena parte de los seguidores de este deporte, explica, pues, la multitudinaria hostilidad frente al hotel de Tegucigalpa contra la selección de El Salvador y el desquite similar alrededor del hotel de San Salvador contra la selección de Honduras.
De que la Guerra del Fútbol fue un sacrificio en vano, como el de la mayoría de las guerras, me parece suficiente demostración el que hoy, cuarenta y dos años después, casi nadie se acuerde de ella, o incluso mucha gente ni siquiera sepa que la hubo, y se haya pensado, cuando la nombré, que se trataba de esa otra guerra que, repito, arman los seguidores de los equipos de fútbol colombianos, argentinos y del resto del continente cada vez que sus clubes se enfrentan en las canchas.
Guerra tan estúpida como la otra.
Y, por supuesto, igual o peor de inútil.