EL ESPÍRITU DEL 20 DE JULIO DE 1810 EN LA COLOMBIA ACTUAL. Discurso de Orden del Día de la Independencia Nacional en la Academia de Historia de Santander. A cargo de Óscar Humberto Gómez Gómez, Miembro Correspondiente.

 

Don Miguel José Pinilla Gutiérrez, Presidente de la Academia de Historia de Santander, y demás miembros de la Mesa Directiva de esta augusta institución:

Señores representantes de las autoridades civiles y militares:

Señores miembros honorarios de la Academia de Historia de Santander:

Señores miembros de número y señores miembros correspondientes de la Academia de Historia de Santander:

Señora Directora de la Casa de Bolívar:

Doña Nylse Blackburn Moreno y familia Gómez Blackburn – Sandoval: Óscar Fernando, Alejandra Estefanía, Sergio Andrés, Édgar Leonardo y Paula Natalia:

Señoras y señores:

 

El 20 de julio de 1810 comienza la alborada, el despertar, el embrión, los que fueron los primeros atisbos de una nueva patria.
El 20 de julio de 1810 nace, entonces, un sueño: el sueño de ser libres, de ser independientes, de ser distintos en el concierto mundial de las naciones.
Sea que haya sido de la manera imperfecta con que lo subrayan unos o con la perfección con que lo exaltan otros, lo cierto es que, cuando menos indirectamente, cuando menos a largo plazo, cuando menos a la postre, el 20 de julio de 1810 marca el principio de una gesta histórica: el origen de una nueva nación.

 

 

Si, claro: posiblemente se concluya, al revisar el texto del acta suscrita ese día, que la nación colombiana no nació precisamente en aquella fecha, pues lo primero que allí se advierte es el reconocimiento de la autoridad del rey de España, Fernando VII, en aquellos momentos prisionero de Napoleón Bonaparte y de las tropas francesas que ocupaban el territorio español.
Es más: a quien se designa como presidente de la Junta Suprema, como reemplazo del virrey, es al propio virrey. Consiguientemente, habría que afirmarse que la idea de la independencia nacional necesariamente aparece con posterioridad, pues lo único que se quería en esos momentos era compartir el poder con los españoles acabando con la exclusión en el acceso a los altos cargos públicos a la que España tenía sometidos a los americanos.

Empero, tal conclusión ignora que el universo de lo ocurrido en esa fecha no se circunscribe a la redacción y firma de la precitada acta, ni a la creación de la susodicha Junta Suprema, puesto que, más allá de dicha acta, y más allá de la designación de dicha Junta Suprema, el mismo 20 de julio de 1810 un sector patriota decisivo, liderado por José María Carbonell, Emigdio Benítez, Ignacio de Herrera y Pedro Groot, firmantes todos de la famosa acta, planteó con claridad meridiana la posición radical de declarar de una vez la independencia y, lejos de apoyar la idea de que el virrey presidiera la Junta, lo que hicieron fue abogar por su inmediato apresamiento.

 

 

Si se observan, pues, los hechos en contexto, que es como se deben observar siempre los hechos, es decir, en toda la universalidad de sus circunstancias antecedentes, concomitantes y subsiguientes, no es, entonces, ni mucho menos, un disparate afirmar que allí mismo, el 20 de julio de 1810, comenzó a nacer Colombia.

Una nación que viene a consolidarse como tal, es cierto, tiempo después. Hay quienes dicen, incluso, que solo hasta 1886 se concreta la nación colombiana, pues antes solo hubo caos y puja de poderes regionales y locales, sin una verdadera conciencia nacional. Otros aseveran que esa concreción ocurrió antes, mucho antes, acaso –dicen unos- a partir del 7 de agosto de 1819, o, más bien –dicen otros-, a partir de la disolución de la primera Colombia, la grande, la que también comprendía a Venezuela y al hoy Ecuador, o sea después de 1830, concretamente en 1831, cuando, conscientes de su soledad, los de aquí se ven abocados a dictar su propia Constitución.

De todos modos, hoy por hoy somos nacionales de Colombia, es decir, colombianos. Y si lo somos fue porque hombres y mujeres que nos antecedieron se negaron a resignarse a ser súbditos de segunda clase; porque hombres y mujeres que nos antecedieron no aceptaron ser vasallos ni de un imperio abusivo, ni de una monarquía en decadencia – ni de Napoleón Bonaparte, ni de Fernando Séptimo -, y se propusieron sentar las bases de una patria independiente, soberana y libre.

 

 

Podemos decir, entonces, que existe –ciertamente- un espíritu que anima, determina y a la vez emerge airoso de la contienda del 20 de julio de 1810 y de la secuencia de hechos subsiguientes, esto es, de la I República, aplastada y anegada en sangre por los ejércitos de Pablo Morillo; de la Guerra de Independencia, que culmina el 7 de agosto de 1819 con el triunfo militar patriota en el puente sobre el río Teatinos (puente de Boyacá en la lengua indígena); y de la disolución de la Gran Colombia en 1830, cuando este país se queda solo y, en solitario, comienza a asumir los avatares de su vida republicana independiente. Ese espíritu que comienza a animar a esta tierra desde aquellos años y que se ve precisado a avanzar en medio de las contradicciones internas que generan quienes lo único que buscaban era la satisfacción de sus propios intereses, es, entonces, un espíritu independentista, libertario y nacionalista.

Con necesarias salvedades y precisiones, claro; porque, por ejemplo, faltó pensar más en los humildes, en los indígenas, en los negros y en las mujeres. Eran, desde luego, otros tiempos. De los humildes se resaltaba su ignorancia y su consiguiente escasez de luces para el manejo de la cosa pública. De los indígenas y de los negros se daba por descontado que debían seguir en la condición que tenían, y ello explica el por qué, de un lado, los indígenas se aferraron a la causa del rey de España, a quien percibían como su defensor frente a los malos tratos que recibían de los que para ellos no eran más que los descendientes de los conquistadores y de los encomenderos, y, de otro lado, los negros se fueron, como dice la sabiduría popular, al sol que más les alumbrara, es decir, guiados por los vaivenes desencadenados por el ofrecimiento que se les hiciera, desde un bando o del otro, del don inapreciable de su libertad. En cuanto a las mujeres, no solo ninguna aparece mencionada siquiera en el acta del 20 de julio de 1810, sino que, además, a pesar de su inmenso papel protagónico durante la Resistencia al Régimen del Terror, a pesar de su inmenso papel protagónico durante la Resistencia al restablecido gobierno español, y a pesar de su no menos inmenso papel durante la Guerra de Independencia, solo hasta mediados del siglo siguiente les empezarán a reconocer sus derechos políticos.

Con todo y estas contradicciones interiores que registra el movimiento emancipador y que saltan a la vista desde el mismo 20 de julio de 1810, resulta innegable que a partir de esta fecha memorable se pone en evidencia en esta tierra un espíritu nuevo.

 

 

Pero, y ¿qué queda en la Colombia actual de aquel espíritu? ¿Qué queda hoy de aquel espíritu libertario, independentista y nacionalista del 20 de julio de 1810 y de la gesta histórica sobreviniente?
¿Estamos honrando la memoria de nuestros próceres -imperfectos y todo, pero al fin de cuentas nuestros próceres- con nuestra actitud de cada día como integrantes de esta nación?
¿De qué manera estamos siendo los colombianos de hoy dignos sucesores de esa generación, violentamente desaparecida en esa misma década por la violencia española? (No olvidemos que en 1816, entre otros, serán fusilados por España los firmantes del acta del 20 de julio de 1810 José María Carbonell y Emigdio Benítez, además de Antonio Villavicencio, este último el personaje a quien se quería agasajar y para cuya recepción se fue a prestar el florero).

Para responder, necesario es abordar algunos de los temas más sensibles entre todos los que giran alrededor de la vida de una nación, llamada por Ernesto Renán en su célebre disertación en La Sorbona de París “un plebiscito cotidiano”, un plebiscito de todos los días.

Comencemos con uno de ellos: el cultural.

Y es que no hay nada que identifique más a una nación que su cultura. De hecho, los colombianos heredamos de nuestros próceres unas manifestaciones culturales. Así, por ejemplo, fue a punta de bambucos como la banda del batallón Voltígeros animó a las tropas patriotas durante la batalla de Ayacucho, que habría de sellar la independencia de la América Hispana y donde brilló el general colombiano José María Córdova.

 

 

Pues bien: ¿Estaremos honrando el espíritu nacionalista del 20 de julio de 1810 y de toda la histórica gesta posterior librada por nuestros patriotas para construir los cimientos de una nueva nación, independiente, soberana y libre, cuando el bambuco, nuestro aire nacional por excelencia, hoy ha sido excluido de la programación habitual de la red radiofónica colombiana?
Cualquier colombiano que sintonice a cualquier hora del día cualquier emisora de radio comprobará que nuestra radio le abre de par en par la magia de las ondas hertzianas a la música extranjera, dicho sea de paso no siempre de buena calidad y prácticamente nunca representativa de las expresiones culturales de esos otros países. Entretanto, nuestros compositores y nuestros artistas, por incurrir en el pecado imperdonable de querer conservar la preciosa riqueza cultural de nuestra música vernácula, se mueren de hambre y de olvido.

Nuestros poetas no cuentan ya con una editorial que los acoja porque -alegan los editores- la poesía colombiana ya no se vende. Poeta que no tenga cómo financiar él mismo su obra es poeta que, sencillamente, no podrá publicar nada. Por ese camino de veto a la poesía, nuestra juventud está creciendo y desarrollándose sumida en la más absoluta ignorancia respecto de nombres que debieran estar en los labios de todo colombiano medianamente culto, y finalmente en los de todo colombiano sin excepción. Por eso, hoy nuestros jóvenes nada saben sobre José Asunción Silva, o sobre Candelario Obeso, o sobre Ismael Enrique Arciniegas, o sobre Julio Flórez, o sobre Aurelio Martínez Mutis, y si se conoce algo de Rafael Pombo es solo porque, al parecer, a los niños todavía se les habla de Rin Rin Renacuajo, como si a eso se redujera la extensa obra de este colombiano ilustre.

De las fiestas santandereanas – para no irnos tan lejos – se exorcizaron los bambucos, las rumbas criollas y los aires autóctonos que antes se danzaban en los salones del Club del Comercio en fiestas amenizadas por la orquesta de Temístocles Carreño, y hoy cualquier pareja de jóvenes que saliera a bailar un bambuco, como dicen los muchachos, “haría el oso”.

En las ceremonias de clausura, de graduación o de conmemoraciones especiales, en los establecimientos educativos solo se escucha música extranjera y preferiblemente en inglés.

Ya empiezan, de otra parte, a escucharse voces que hablan de cambiar el escudo nacional y el himno, con el seductor y sofistico argumento de que el primero todavía tiene dibujado el Istmo de Panamá y el segundo tiene una letra violenta, como si las naciones no tuviesen un devenir histórico, no siempre exento de adversidad, o como si esta nación no se hubiese formado sobre la sangre de nuestros próceres y las lágrimas de sus padres, sus mujeres y sus hijos, sino a base de buenos consejos.

En el habla de hoy en día, cuando se quiere significar que algo carece por completo de importancia, ya se enquistó la frase de “Eso no es más que un saludo a la bandera”.

 

 

La corrupción, de otro lado, es también una manera de abofetear la memoria de nuestros mártires, de nuestros próceres, de los antepasados que alcanzaron a imaginarse un país mejor, y una manera de alejarnos del sueño de construir una nación decente.
Todos los días estalla un nuevo escándalo de corrupción. La corrupción se convirtió en la amenaza más grave que tiene la democracia, al punto de que no exageramos si decimos que podría terminar frustrando el sueño de una nación libre, soberana e independiente, y llevándonos a que nos gobiernen un día delincuentes de la peor calaña, al punto de hacer irrespirable el aire de Colombia y amenazarnos con la sombría perspectiva de convertirnos en un Estado fallido. Los indicios son elocuentes y de extrema gravedad: los corruptos ya no solo lo son, sino que, lejos de dar señales de arrepentimiento, en actitud desafiante muestran querer seguir peleándose por siempre y para siempre los contratos oficiales y los cargos públicos. Entretanto, el colombiano honesto que va a instalar una tienda o a construir una casa es sometido por el Estado a toda un maraña de requisitos, casi siempre imprecisos, para llenar los cuales le toca, más que hacer derroche de talento hacerlo de (digámoslo con sutileza) magnanimidad dineraria.

Si el hombre honrado, si el sastre, el zapatero, el empresario, el comerciante, la modista, el talabartero, el médico, el odontólogo, el ingeniero, el arquitecto, el psicólogo, el abogado, el maestro, el barbero, el agricultor, en fin, el que trabaja con honradez, el que ejerce profesión, arte u oficio honesto, no siente que el Estado lo protege; si percibe que su labor no tiene importancia alguna para el Estado, y este solo se acuerda de él para cargarle un cada vez más pesado fardo contributivo, una cada vez más pesada carga impositiva, ese ciudadano terminará sintiendo hacia la autoridad pública de su nación el mismo desprecio que en 1810 sintieron nuestros antecesores contra el Estado español, al cual, dicho sea de paso, ya nuestra gente se le había sublevado en 1781, año de la Insurrección de los Comuneros, a raíz de la insoportable carga tributaria.

He considerado pertinente en esta efemérides hacer tales reflexiones porque considero que el historiador no tiene solamente un compromiso con el pasado, para narrarlo y describirlo con la mayor sujeción a la verdad que le sea posible, sino que también tiene un compromiso con el presente y con el futuro. Con el presente, porque la historia se sigue desarrollando y, por consiguiente, se sigue escribiendo día a día; y con el futuro – sobre todo con el futuro- porque, contrariamente a lo que podría creerse, nadie está más llamado a imaginarse un mañana mejor que aquel que conoce el ayer perfectamente y que vive el hoy intensamente.

 

 

No hay que confundir, eso sí, valga la advertencia, ser nacionalista con ser chauvinista. Nadie está diciendo, ni por asomo, que nos volvamos hostiles frente a todo lo extranjero. Tampoco estamos diciendo que no se aprenda el inglés, o el francés, o el ruso, entre otras cosas porque la aproximación a las lenguas es una aproximación a la humanidad. Nada tiene que ver tampoco en estas consideraciones la indiscutible aportación extranjera a nuestro desarrollo como nación, que ha sido invaluable. Para referirnos a lo más cercano, extranjeros ilustres se convirtieron en tronco de ilustres familias santandereanas que hoy nos enaltecen. Lo que estamos diciendo es que debemos fortalecer nuestra conciencia sobre el valor de lo propio, de aquello que contribuye a cimentar los soportes en los que está edificada nuestra nacionalidad, y que nuestros valores y nuestras riquezas -naturales y culturales- debemos apreciarlas en lo que valen porque son, en últimas, el patrimonio de todos.

Pero precisamente porque el mundo de afuera, el entorno extranjero tiene un valor particular que es el de enriquecer el panorama, la perspectiva del mundo, aquello que permite entender que la vida no termina en la esquina de mi barrio, resulta lamentable observar cómo a nuestros muchachos pobres una violencia torpe y sin horizontes les ha puesto como límites del planeta, y del universo mismo, las llamadas “fronteras invisibles”, que limitan todavía más la de por sí estrecha visión que de la vida y del mundo les ha generado la miseria.
En la soledad, en el bullying, en el suicidio, en una palabra, en la desesperanza, se va deslizando lo más valioso que tiene una sociedad que es su sangre nueva, su juventud. Ninguno de nuestros jóvenes debería sentirse extranjero dentro de su propia tierra y el suicidio de un miembro de nuestra juventud debería ser tomado por todos como un bofetón contra el rostro de la nación colombiana.

No tiene, por lo demás, presentación alguna que mientras aquí vienen empresas extranjeras corrompidas a llevarse sumas astronómicas de nuestro tesoro nacional a punta de sobornos que mancillan el honor de la patria, nuestros jóvenes profesionales, aquellos en cuya formación universitaria invirtieron sus padres buena parte de sus energías y del capital conseguido honradamente, tengan que escoger entre la desoladora disyuntiva de irse de Colombia o de quedarse aquí resignados al desempleo.

 

 

De otra parte, en el espíritu del 20 de julio de 1810 y de la gesta histórica consiguiente va envuelto el ideal supremo de la justicia. Por eso, en los jueces y magistrados de la República, en su probidad, en su integridad moral, en su sentido de lo que es justo, se apuntala la búsqueda de ese supremo ideal a favor de nuestro pueblo.

No obstante, la justicia colombiana padece hoy su peor crisis. Por estos días precisamente se está hablando de Villavicencio, pero no porque se esté exaltando la memoria del comisionado regio para cuya recepción se intentó prestar el famoso florero y quien decidió ponerse de parte de los patriotas independentistas por lo cual habría de terminar apresado, enjuiciado, condenado a muerte y fusilado por la espalda como traidor a España, sino porque, de acuerdo con la Fiscalía General de la Nación, la Sala Penal del Tribunal Superior de esa ciudad no estaba dedicada a impartir justicia, sino a delinquir.

Un pueblo colombiano sin justicia, sin una justicia pronta y debida, imparcial y eficaz, ecuánime y decente, difícilmente podrá sentirse un pueblo respetado y libre. En esta Colombia de hoy las viudas y los huérfanos, así como los que han quedado ciegos o lisiados, deben resignarse a pleitos judiciales que demoran hasta veinticinco años, razón por la cual son innumerables los colombianos damnificados que envejecen o mueren esperando justicia. Pese a semejante evidencia, cuando se anuncia la reforma de la justicia, cuando se pregona el advenimiento de la solución a esta situación vergonzosa e insostenible, es en esta pobre gente sin esperanza en lo último que se piensa, porque más importante y urgente resulta dilatar el período o la edad de retiro forzoso de los magistrados de las altas cortes o rodear de fuero al secretario del Senado para que tampoco a él lo pueda tocar la misma administración de justicia que toca a los demás ciudadanos de la nación.

 

 

En fin, recuperar el espíritu independentista, libertario y nacionalista del 20 de julio de 1810 y de la gesta patriótica consiguiente debe ser tarea primordial e inaplazable del Estado y de la sociedad colombiana.
Para hacerlo, es indispensable volver los ojos hacia la nación colombiana, hacia sus necesidades, sus ilusiones y sus angustias. En una palabra, hay que hacer patria.

La defensa de la patria se asocia siempre a nuestros oficiales, suboficiales, soldados y policías; a los que, claro está, eso hay que advertirlo, han sabido honrar la inmaculada pulcritud de su misión: la de ser los depositarios, nada más ni nada menos, que de las armas de la República, y ser, consiguientemente, los herederos directos de nuestros libertadores.

Pero, ¿y qué puedo hacer yo por mi patria?, se pregunta el ciudadano del común.

Mucho, ciudadano del común, habría que responderle. Mucho, porque usted, ciudadano del común, es parte de esta nación y tiene voz y voto dentro de ella, o si siente que no los tiene debe luchar porque se le respete su derecho a tenerlos.

Usted puede, entonces, ciudadano del común, hacer patria de muchas maneras.

Usted hace patria cuando, por ejemplo, no se presta para que los corruptos sigan su fiesta. Usted hace patria cuando no paga coimas, ni sobornos, ni tajadas, ni porcentajes impúdicos, y afronta los sacrificios consiguientes que trae consigo el ser íntegro. Usted hace patria cuando, por ejemplo, les compra a nuestros artistas sus discos legalmente y no apoya el que personajes inescrupulosos que ninguna participación han tenido en una producción discográfica sean los que se beneficien del talento y del esfuerzo económico ajenos. Usted hace patria cuando no se presta para que les roben a nuestros compositores sus escasas regalías. Usted hace patria cuando compra los libros originales y no patrocina su fotocopia y el consiguiente timo a los derechos de autor. Usted hace patria cuando compra y lee poesía y no contribuye a matar los sueños. Usted hace patria cuando no descarga su violencia contra otro colombiano, ni aplaude de manera alguna el reprochable actuar de los violentos. Usted hace patria cuando respeta los derechos del otro, desde su derecho a dormir hasta su derecho a un salario justo. Usted hace patria cuando escribe una carta a los medios de comunicación pidiéndoles que le den cabida a nuestra música nacional y no se prosiga con su marginamiento. Usted hace patria cuando se la escribe para exigirles que exalten a las personalidades que de verdad le han aportado a este país y no a quienes lo han vapuleado y deshonrado ante el mundo. Usted hace patria cuando no se avergüenza de su origen nacional. Usted hace patria cuando se opone a que se derrumben las casas que, todavía en pie, constituyen nuestro patrimonio cultural e histórico sobreviviente. Usted hace patria cuando se une a la exigencia de justicia.

 

 

La patria, damas y caballeros, no es una noción lejana y ajena. La patria es algo cercano, algo que tenemos al alcance de nuestras manos, algo que podemos tocar y sentir. La patria es algo que debe estar presente en el decurso habitual de nuestras vidas.

Permítanme abusar de su paciencia y que les lea un soneto que escribí hace un tiempo. Se llama RETAZOS DE PATRIA:

Está la patria asomada en la ventana,
Está en la calle camino de la escuela,
Está en los pliegues rugosos de la abuela,
Está en los fieles que atienden la campana.

Está la patria con traje de aldeana
En el paisaje pintado en acuarela,
En el calor que sofoca la aldehuela
Y en el frío que congela la sabana.

Está abrigándose debajo de una ruana,
Está en el arte popular de una artesana,
Está en el verso perfumado de una esquela;

En los que hubieron de emigrar en caravana,
En la bandera que despierta con la diana
Y en la fragancia inmortal de la panela.

 

 

Damas y caballeros:

Hago votos porque estas modestas, deshilvanadas e incompletas reflexiones no caigan en el vacío y la presente no sea una conmemoración más de una de nuestras fiestas patrias por excelencia, sino el comienzo de una sincera autocrítica, que se haga cada vez más extensiva y que conduzca a una concienciación nacional sobre el verdadero sentido de lo que significa formar parte de una nación, de lo que significa tener una patria. Solamente así les haremos a nuestros antepasados el homenaje que, más allá de sus aciertos y de sus errores, de todas maneras se merecen.

Muchas gracias.

____________

 

ILUSTRACIÓN: Firma del Acta de Independencia en el Cabildo de Bogotá. Óleo de Coriolano Leudo. Museo de la Independencia. Casa del Florero. Bogotá.

 

¡Gracias por compartirla!
Esta entrada fue publicada en Historia. Guarda el enlace permanente.