Lo primero que pareciera sucederles a ciertos funcionarios judiciales es olvidarse que, antes que funcionarios, son abogados.
Magistrados, consejeros, procuradores y jueces -no todos, por fortuna, subrayo- parecieran olvidar que un día, mucho antes de posesionarse en el cargo público que actualmente ocupan, se graduaron como abogados en una Facultad de Derecho.
Lo peor es que, incurriendo en perjurio, olvidan por completo que en aquella ceremonia juraron, poniendo por testigos a Dios y a la Patria, que a lo largo de su existencia defenderían la dignidad y el decoro de la abogacía.
¡Qué lamentable resulta la actitud arrogante, cuando no pendenciera, de aquellos funcionarios de la Rama Judicial del Poder Público que parecieran ser enemigos de la abogacía, pues hacen todo lo posible, no por facilitarles el trabajo a sus colegas, sino por tornarles su labor, de por sí estresante y prolongada, en algo casi imposible.
Deberían tener presente estos encopetados abogados con cargo oficial que sus colegas de profesión ajenos a la burocracia deben ejercerla desde el asfalto, siempre a la expectativa de que la buena suerte les traiga clientela, derivando su sustento y el de su familia de un trabajo profesional cotidiano, rutinario, incesante y cargado de sobresaltos, un trabajo que en estos tiempos difíciles de congestión y lentitud judicial termina extendiéndose a lo largo de muchos años de lucha y espera.
Y mientras magistrados, jueces, procuradores y consejeros reciben mensualmente su jugoso cheque, seguramente merecido, y gozan de prestaciones sociales de la más diversa índole, seguramente merecidas, y cumplen sus funciones sentados cómodamente en las poltronas de sus despachos judiciales, asesorados casi siempre por un séquito de colaboradores, los pobres abogados litigantes, que no siempre tienen cómo pagar los servicios de una secretaria, aparte de tener que estar pendientes de que no les corten la luz, el agua o el teléfono por falta de pago, tienen que -como se decía antiguamente- “salirle al astro”, a la búsqueda de pruebas, a realizar las consignaciones bancarias de expensas y otros gastos, a atender diligencias en una parte y en otra, a enfrentarse al mal genio de sus impacientes clientes, a explicarles a éstos por qué hace ocho años se les dijo que el proceso estaba al despacho para fallo y hoy, ocho años después, se les dice lo mismo, así como también a defender su precaria “estabilidad laboral” convenciendo a sus clientes que no porque le quiten el caso y se lo den a otro profesional, acaso ese que les está prometiendo ganárselo en un mes y a mucho menor precio, la sentencia favorable se les va a aparecer como por artes de magia.
He venido adelantando, hasta ahora en solitario, una tenaz y desigual lucha por la dignificación de nuestra maltrecha abogacía. No ha sido una lucha fácil, desde luego. Nuestro gremio vive muerto de miedo por lo que pueda sucederle si se alza erguido y protesta con dignidad contra, pongamos por caso, los males seculares que agobian a nuestra administración de justicia y de los cuales, a la postre, la gente del común siempre termina culpando a la abogacía, como si en las manos de los abogados estuviese la solución de una problemática que le compete abordar y solucionar al Estado. Lo que uno percibe por doquier es un profundo malestar con el actual estado de cosas, pero una ausencia total de compromiso en vincularse a la lucha por transformarlo.
Lo peor de todo es que ese notorio miedo gremial encuentra explicación, y para algunos justificación, en la actitud hostil que, desde el poder, asumen los funcionarios judiciales frente a los abogados que osan criticarlos o cuestionarlos, pues más se demoran éstos en hacerlo que aquellos en compulsar copias para que a ese profesional “irrespetuoso” le caiga encima todo el peso del poder disciplinario. De la compulsa de copias se está literalmente abusando. Con ella, y con lo que le significa a un profesional del derecho el tener que soportar las molestias de un proceso disciplinario, lo que se está pretendiendo, sencilla y llanamente, es intimidar y silenciar a la abogacía para que ante los grandes errores, abusos y tropelías judiciales guarde silencio.
Pero ello no debería ser así. Ningún funcionario judicial de Colombia puede creerse con patente de corso para jugar con los abogados e irrespetar a la abogacía. En el país tienen que erradicarse perniciosas costumbres que mucho daño le están causando a nuestra profesión, comenzando por el clientelismo que se apoderó de la administración de justicia y en virtud del cual los cargos de jueces no se proveen a la luz de la carrera judicial, mediante la aprobación de los correspondientes concursos de méritos que la Sala Administrativa del Consejo Superior de la Judicatura y las salas administrativas de los Consejos Seccionales de la Judicatura están obligados a convocar, sino a dedo, vale decir, al vaivén de los caprichos de los magistrados que ocupan plaza en corporaciones como los tribunales administrativos, quienes lógicamente pujan por hacer nombrar a sus amigos, con lo cual se genera una verdadera rosca de funcionarios que entra a ejercer el más inexpugnable monopolio del poder en esas esferas. Lo peor de esta situación es el irritante vicio que describe el General ADOLFO CLAVIJO en su libro Espejo retrovisor: “Quien llega a una alta posición del Estado como fruto de la politiquería arrastra consigo su equipo de personas, igualmente ineptas, con lo cual se forman “roscas” o grupos cerrados que hacen del ejercicio institucional un círculo de influencia personal o política dentro de las entidades. Este fenómeno predominantemente burócrata configura el llamado “clientelismo”, que incrementa el descontento popular hacia las administraciones gubernamentales y concreta la ineficiencia oficial, además de que le deja abiertas unas troneras grandes a la corrupción porque muchos llegan a la administración pública con la única intención de llenar sus bolsillos”. (CLAVIJO, Adolfo. Espejo retrovisor. Federación Verdad Colombia. Bogotá. 2007, p. 160).
Pero el clientelismo judicial, obviamente, no viene solo. Él trae consigo una cascada de vicios, los mismos que, hoy por hoy, tienen inundada, postrada y desacreditada a la justicia colombiana: 1o.) Cada vez son más las providencias manifiestamente injustas. Aunque en algunas ocasiones, para fortuna de sus víctimas, las mismas son revocadas, lo cierto es que cuando ello sucede, las cosas quedan en la impunidad, vale decir, que las decisiones manifiestamente injustas simplemente son revocadas, pero sin que nada les suceda a quienes las profirieron y pusieron a los abogados afectados con ellas en la necesidad de tener que interponer engorrosos recursos o ejercer innecesarias tutelas; 2o.) Cada vez crece más la peste de las providencias dictadas “a medias”, es decir, aquellas en las que negligentemente o con perversa intención se dejan aspectos sin resolver. Tal vicio judicial obliga al apoderado a solicitar, una vez y otra, y otra más, adiciones y aclaraciones que perfectamente pudieron evitarse, lo cual incrementa el desgaste profesional del abogado. Obviamente, si el abogado no estuvo atento a descubrir que la providencia estaba incompleta y a solicitar que se completara, el que sufre las consecuencias adversas es, única y exclusivamente, él; el funcionario judicial, que no hizo bien su trabajo, se queda completamente tranquilo. 3o.) Cada vez crece más la denegación de recursos claramente procedentes, que obliga al abogado a involucrarse en engorrosos trámites como el del recurso de queja, con lo cual se le aumenta todavía más, de manera irresponsable, su ya de por sí elevado volumen de trabajo y se le incrementan sus también elevadas dosis de estrés. Hay jueces y magistrados que parecieran disfrutar el poner a los abogados litigantes en carreras, zozobras y desgastes de los que más tarde viene a concluirse que no tenían razón de ser. 4o.) Cada vez se insertan más en las providencias las “frases al margen“, siempre en contra de los apoderados, las cuales dejan en el lector de tales decisiones judiciales la sensación de que “todo ha sido culpa del abogado”, con el agravante de que son frases contra las cuales no puede éste ejercer ningún medio de impugnación, por no ser ninguno procedente, debido a lo cual se irriga, en forma injusta, el descrédito del jurista, a quien se le culpa, pongamos por caso, de demoras judiciales en las que nada tuvo que ver; 5o.) Cada vez es mayor la injustificada prolongación de los procesos, que no sólo le dificulta al letrado la consecución de su sustento y el de los suyos, sino que deteriora en grado sumo su buena imagen profesional.
La abogacía colombiana debe volver por la dignidad perdida. El abogado colombiano debe asumir sin pusilanimidad alguna la enérgica defensa de sus derechos. Nada más lamentable que un abogado que se dedica a defender los derechos de los demás, pero no asume la defensa de los propios.
Es del gran tratadista italiano Piero Calamandrei la frase que siempre ha sido mi guía en estos temas y que seguirá siéndolo hasta el día en que deje de ejercer la abogacía: “No pretendas ser más que el juez; pero tampoco consientas ser menos”.
Para todos mis apreciados colegas, ¡Feliz Día del Abogado!