El hecho de que más de once millones seiscientos mil colombianos hayan ido hasta las urnas por sus propios medios, sin que los llevara ningún bus previamente contratado para la ocasión, sin el ofrecimiento de puestos, contratos o billetes, sin el obsequio de mochilas de mercado, ni de bultos de cemento, ni de ladrillos o tejas, sin el anuncio de casas regaladas, sin promesa alguna que moviera el único órgano con que aquí suele decidirse en materia política —que no es el cerebro, y ni siquiera el corazón, sino el estómago—, esto es, sin siquiera la promesa de una picada de carnes con cerveza, o de un tamal con gaseosa, o de un plato de lechona con refajo, y allí hayan votado en contra de la corrupción en Colombia, incluyendo dentro de ella los extravagantes ingresos que los congresistas se han decretado a sí mismos —a pesar de que, salvo brillantes excepciones, son personajes que pasan por el Capitolio como el rayo de sol por el cristal de la ventana, sin romperlo ni mancharlo—, es un hecho histórico.
Sí: es un hecho histórico que les envía a los saqueadores del erario y a los depredadores de la moral pública un rotundo mensaje de advertencia: el de que esta nación despertó, por fin, y ya no va a seguir aceptando más corruptos al frente de sus destinos.
Desde luego, y a juzgar por los mensajes que me llegaron vía WhatsApp, contra la consulta anticorrupción se desencadenó en todo el país una despiadada andanada de crítica destructiva con el claro propósito de desacreditarla, de desmoralizar al pueblo colombiano, de hacerla ver como un pronunciamiento popular completamente inútil, de dibujarla como un derroche innecesario de dinero —dinero con el que ¡vaya argumentación novedosa! se podrían construir escuelas, hospitales, parques, etcétera— y, por supuesto, como un instrumento de agresión (?) contra un expresidente, argumento que este refrendó con sus mensajes de última hora a través de Twitter.
Las dos promotoras originales de la iniciativa tuvieron que afrontar adversidades que significan un enorme peso en una sociedad tan misógina, homofóbica y “uribista” como la nuestra: el hecho de ser mujeres, de ser lesbianas y de ser “antiuribistas” constituyó, sin duda, un inocultable escollo. Si la consulta la hubieran promovido hombres, o cuando menos mujeres heterosexuales, o personajes de cualquier sexo afectos al expresidente, la cosa hubiese sido completamente distinta porque, en el último caso, la abstención hubiese sido muchísimo menor, cuando menos en el inmenso sector político que lo respalda. Desde luego, a la propuesta original se unieron partidos, personajes políticos y militantes y simpatizantes de diferentes vertientes, incluidos militantes y simpatizantes del precitado sector. Incluso, lo hizo el propio presidente de la República. Y es que el afrontamiento radical de la corrupción que nos ahoga no debe ser bandera política de nadie, sino un propósito nacional frente al cual hay que deponer antipatías personales o discrepancias de cualquier carácter.
De todos modos, el que la consulta no haya superado el elevado umbral que tenía que sobrepasar no exonera al presidente Duque y, en general, al Estado colombiano de su obligación constitucional de enfrentar con decisión la corrupción que nos asfixia.
Y es que, como decían quienes criticaban la consulta por ser “superflua”, la corrupción no está aceptada por el Estado de Derecho que nos rige. Por el contrario, conductas como el soborno, la concusión o el peculado están tipificadas en la ley como delitos y es obligación del Estado perseguirlas encarcelando a sus autores y cómplices.
Para los corruptos —con consulta aprobada o sin ella— debe haber prisión efectiva y larga, bien larga, no esa vagabundería que llaman “casa por cárcel”.
Pero, además, a los corruptos se les debe perseguir económicamente hasta las últimas consecuencias.
Y unos personajes a los que también hay que perseguir sin miramientos es a aquellos que se prestan para que a su nombre los corruptos pongan sus bienes con el fin de burlar la acción de la justicia.
De acuerdo.