Cervantes, intencionalmente, “mató” a su personaje al final de la obra, con lo cual dio por concluidas para siempre sus aventuras. Lo hizo, para evitar que volvieran a piratearlo, como lo había hecho, en 1614, el autor del Quijote apócrifo que, descaradamente, fue puesto a circular, bajo el nombre de un supuesto “Alonso Fernández de Avellaneda”, sin respeto alguno a los derechos de autor de quien, en realidad, había creado el exitoso personaje. (Y eso, que en aquellos años no existían semáforos, ni se quemaban CDs, ni se clonaban libros).
Don Quijote, pues, el de Cervantes, el único, el verdadero Don Quijote, fue un personaje que tuvo su comienzo y tuvo su fin, por expresa, clara y contundente decisión de su creador. Y tuvo su fin, primero, porque don Alonso Quijano el Bueno recuperó la cordura, lo cual significó el final de Don Quijote, personaje en el que don Alonso se había convertido, precisamente al perderla; y, segundo, porque luego de recuperar la cordura, don Alonso murió.
De ahí, el famoso epitafio que el bachiller Sansón Carrasco escribió y que recitamos de memoria en las tertulias:
“Yace aquí el hidalgo fuerte
que a tanto extremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida, con su muerte.
Tuvo a todo el mundo en poco,
fue el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura,
que acreditó su ventura
morir cuerdo y vivir loco”.
A pesar de ello, sobre el Quijote de Cervantes han edificado o intentado edificar obras literarias diversos autores. Desde luego, se trata de obras de otro talante completamente distinto al del desvergonzado pirata de principios del siglo XVII. Así ha sucedido con escritores como el norteamericano Orson Welles (Don Quijote), el español Carlos Blanco Hernández (Don Quijote cabalga de nuevo) y, entre los colombianos, el huilense Julián Motta Salas (Alonso Quijano el Bueno y Recuerdos del Ingenioso Hidalgo) o el santandereano Aurelio Martínez Mutis (La tercera salida de Don Quijote).
Pues bien: otro Martínez —también santandereano—, el maestro Humberto Martínez Salcedo, no solo se basó en la figura de Don Quijote para crear su propio personaje y escribir para él toda una secuencia de libretos de humor pensante, sino que él mismo puso sus cualidades histriónicas al servicio de su creación y decidió representarla personalmente.
Los televidentes pudimos, entonces, disfrutar al excelente actor santandereano encarnando, dentro de una siempre esperada sección del programa semanal Sábados Felices, la imagen de aquel hombre flaco, alto, de barba y bigote, y supuestamente loco, que decía unas cuantas verdades de contenido político y social, mientras que, con su facha humilde y estrafalaria, persistía en encarnar el sueño, inveterado y siempre esquivo, de poder construir un mundo mejor.
Por eso, pocos títulos pudieron ser más acertados y elocuentes para definir al doctor Humberto Martínez Salcedo con ocasión de su multitudinario sepelio que el de la revista Semana: “La muerte de un quijote” (Edición del 24 de febrero de 1986).
Quijote, no solo por haber protagonizado, en el fondo y con méritos actorales indiscutibles, al inmortal personaje cervantino, sino porque su lucha por el derecho a la libertad de expresión a través del humor y la sátira aguda lo enfrentó durante toda la vida al avasallador poderío del Estado y de los que, por detentar las más abultadas cuentas bancarias nacionales, se sentían con el derecho de silenciarlo a punta de censura. Y quijote, porque, igual que don Alonso Quijano el Bueno, se propuso atravesar los áridos, inhóspitos y hostiles caminos de la lucha por la justicia, y fue —como aquel inmortal soñador español— mirado con desdén por quienes, en su mediocridad intelectual y su escasez de grandeza, la vida solamente son capaces de entenderla a través del prisma del dinero y de los oropeles del poder, y de la consiguiente genuflexión servil ante los poderosos, por poco merecedores que sean de tanto halago y de tanto servilismo.
Acerca del vocablo “quijote” hay que hacer, sin embargo, unas precisiones, porque suele creerse que cuando a alguien se le dice que es un “quijote”, se le está elogiando, y es todo lo contrario.
Permítaseme al respecto citarme a mí mismo:
“Después de la aparición de Don Quijote, surgió el vocablo “quijote”.
Pero dicha expresión no fue acuñada en sentido elogioso o admirativo, sino —todo lo contrario— en sentido peyorativo. En una sociedad egoísta, es lógico que el salir en defensa del otro no se vea como ningún gesto altruista, sino apenas como el defecto de andarse metiendo en problemas que no le conciernen a quien lo hace, así lo haga persiguiendo un ideal de justicia, dado que dicho ideal se da por irrealizable.
Son bien elocuentes la definiciones que nos suministra la gran lingüista española doña María Moliner en su Diccionario de Uso del Español (Ed. Gredos, Madrid):
“quijote m. Por alusión a Don Quijote de la Mancha, se aplica como nombre calificativo a la persona que está siempre dispuesta a intervenir en asuntos que no le atañen, en defensa de la justicia. Generalmente, no se emplea con sentido admirativo, y puede tenerlo despectivo”.
De ahí derivan vocablos como “quijotería” (despectivo, cualidad de quijote), “quijotesco“(que actúa con quijotería), “quijotil“ (propio de un quijote) y “quijotismo“”(desp.) m. Cualidad de quijote”.
Hay quienes piensan, sin embargo, que tomar la lucha de los tantos quijotes que hay en el mundo como una mera expresión de patología psíquica o como un mero defecto personal de algunos entrometidos constituye un gravísimo error conceptual que puede descalificar injustamente la grandeza de hombres y mujeres que no se resignan a abandonar sus esfuerzos en pro de la construcción de un mundo mejor y de una sociedad más justa.
Con todo, la triste realidad final es la de que Don Quijote termina muriendo en su casa, enfermo y extenuado, después de haber sido ridiculizado, apaleado, enjaulado y vencido”. (GÓMEZ, Óscar Humberto. Don Quijote ante la Psicología. En: santanderenlared.com Sección Periodismo, entrada del día 23 de abril de 2018).
La censura contra Humberto Martínez Salcedo se materializaba en multas impagables o en el simple, escueto, arbitrario y burdo cierre de sus programas. Sí: así, al mejor estilo de las dictaduras —las de “derecha” y las de “izquierda”, iguales de engreídas y de abusivas—, aquí, en este país paladín de la democracia, le habían cerrado sus espacios o lo habían asfixiado para que no pudiera seguirlos emitiendo. Esa censura —que siempre tuvo un sello oficial— hizo que El Pereque, La Tapa y El Corcho dejaran, pues, de salir al aire, a pesar de la tozuda voluntad de quien los había creado, el mismo que dentro de ellos fungía de director, de libretista, de presentador, de locutor y hasta de anunciador de que ya el programa comenzaba. Así, desde el inmenso poderío de cuatro gobiernos distintos, se le amordazó impidiéndole su legítimo acceso a las ondas hertzianas. Esos cierres, para un hombre que vivía de su talento, y que de su talento sostenía a su familia, hicieron que en la casa del talentoso artista santandereano se pasaran múltiples necesidades, incluida el hambre. “En casa llegamos a pasar hambrunas“, reconocerá públicamente uno de sus hijos.
Aquel hombre flaco, sin grandes recursos económicos, apoyado tan solo en su privilegiada inteligencia, en su punzante pluma, en su admirable talento y en una honestidad acrisolada —de esas honestidades que solo se ven por estos lares de tarde en tarde, como si el Hacedor quisiera reconciliarse con su pueblo levantisco, que suele acoger entusiasta y sin reservas las anchurosas y seductoras ofertas de la inmoralidad, nuestro más atractivo becerro de oro— encarnó durante aquellos años la fortaleza indoblegable de la frágil espiga.
Y fue así como, después de su accidentado tránsito por la radio, ya vestido con el traje del loco más cuerdo de la historia, cerró su larga y desigual lucha en la televisión, ante un público que se congregaba en la noche del sábado, como en un nuevo ritual colombiano, a verlo y escucharlo, no solo para matar el tedio, sino también para enfrentársele a la desesperanza.
Así lo percibí yo, y por eso así lo retraté —con mis naturales limitaciones literarias— en el siguiente soneto:
“A HUMBERTO MARTÍNEZ SALCEDO
Eras fuego, maestro, eras estrella,
Luz radiante, cascada de alegría
Que al pueblo cada sábado traía
El brillo y resplandor de una centella.
Eras tú inteligencia que hacía mella
Entre tanta mediocre algarabía,
Y tu agudeza mental sobresalía
Por sobre la ruindad de la querella.
Fue tu clara honradez casta doncella,
Nos dejó tu talento eterna huella,
Y ejerciste con honor la abogacía:
La ejerciste con tu humor de antología,
Pues mostraste que se es justo día a día
Y que aun con sencillez… ¡también es bella!”.
[CONTINUARÁ]
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ILUSTRACIONES: (1) Humberto Martínez Salcedo como Don Quijote. Portada de la revista Directo. No. 31. Universidad Javeriana. Bogotá. Octubre – diciembre de 2010.
(2) Don Quijote. Picasso. 1955.
(3), (4), (5) y (6) Humberto Martínez Salcedo como Don Quijote. Ilustración de Pedro Jesús Vargas Cordero. 2018.
(7) Fotografía del doctor Humberto Martínez Salcedo.