“Militar, político y escritor venezolano”.
Así comienza su biografía el Diccionario Enciclopédico Espasa, de España.
Casi todos omiten la última faceta del ilustre venezolano que habría de convertirse en ilustre colombiano e ilustre latinoamericano: su faceta de magnífico escritor.
Nació en Caracas, en el hogar de Juan Vicente Bolívar y Concepción Palacios, y pertenecía a la elevada clase social de los mantuanos.
Era un joven aristocrático y había recibido una educación esmerada hasta terminar convirtiéndose en un hombre culto. Culto no solo por su formación académica, sino también por sus modales, su expresión y su pluma. Fueron maestros suyos Andrés Bello y Simón Rodríguez.
Muy joven aún, se casó con Teresa del Toro, hija de un marqués español. Empero, muy pronto su joven esposa enfermó y murió. A Luis Perú de Lacroix, su edecán francés, habría de rememorarle, aquí en Bucaramanga, en una de las pláticas que los dos patriotas solían sostener en la actual Casa de Bolívar, convertida en sede de la Presidencia de la República de la Gran Colombia en aquel 1828, que juró no volverse a casar y que había cumplido su promesa.
En su obra Mi delirio sobre el Chimborazo, en sus epístolas y en sus proclamas se percibe su cautivadora exquisitez idiomática.
Cuando se creía que ya estos países habían alcanzado su independencia de la poderosa España con tan solo declararla, el rey Fernando VII —que a la sazón se hallaba prisionero de Napoleón Bonaparte— recuperó el trono y decidió ocuparlos militarmente y desplazar a las autoridades que aquí gobernaban. ¡Esto tenía que volver a ser parte de España! Fue entonces cuando sobrevino la Reconquista y con ella la peor represión contra quienes habían liderado, o siquiera apoyado la Primera República, o simpatizado con ella.
Lo demás ya es ampliamente sabido: la organización del ejército libertador, el plan de liberar primero a la Nueva Granada y a partir de ahí hacer lo propio con los demás países incluida Venezuela, la gran marcha, los llanos, el Páramo de Pisba, las muertes por frío y hambre, el Pantano de Vargas, el puente de Boyacá, la huida del virrey y de las autoridades españolas, Santa Fe de nuevo en poder de los patriotas, Bolívar en la presidencia, el surgimiento de la oposición en su contra, etcétera, hasta llegar a la Convención de Ocaña, el traslado del Libertador a Bucaramanga, el ejercicio de la presidencia desde nuestra ciudad, la disolución de la Convención como estrategia de los bolivarianos —que la abandonan subrepticiamente para así disolver el quórum—, su regreso a Santa Fe, la Dictadura, el atentado de la Noche Septembrina, la controvertida condena y ejecución del gran patriota guajiro el Almirante José Prudencio Padilla, la renuncia a la presidencia y el último viaje, con destino al mar y a la muerte.
Estaba tan flaco, que le pusieron el apodo de “Longanizo” y así le gritaban los niños en Honda mientras le lanzaban pedazos de cagajón y le exigían que se largara, justamente cuando ya, diezmado y apesadumbrado, se aprestaba a embarcarse y a iniciar su viaje final a través del río Magdalena.
Y estaba tan avejentado, que a pesar de tener apenas 47 años, parecía que tuviera 80.
Arribó en condición de huésped, a bordo de una berlina abordada en el puerto, en unas condiciones de salud calamitosas, a la Quinta de San Pedro Alejandrino, de propiedad ¡vaya paradoja! de un español, don Joaquín de Mier. Allí sobrevivió varios días, auxiliado por el médico francés Próspero Révérend, hasta que llegó el 17 de diciembre de 1830.
Entonces, pasada la 1 de la tarde de ese día, desde el sopor de su enfermedad, “Examinó el aposento con la clarividencia de sus vísperas, y por primera vez vio la verdad: la última cama prestada, el tocador de lástima cuyo turbio espejo de paciencia no lo volvería a repetir, el aguamanil de porcelana descarchada con el agua y la toalla y el jabón para otras manos, la prisa sin corazón del reloj octogonal desbocado hacia la cita ineluctable del 17 de diciembre a la una y siete minutos de su tarde final. Entonces cruzó los brazos contra el pecho y empezó a oír las voces radiantes de los esclavos cantando la salve de las seis en los trapiches, y vio por la ventana el diamante de Venus en el cielo que se iba para siempre, las nieves eternas, la enredadera cuyas campánulas amarillas no vería florecer el sábado siguiente en la casa cerrada por el duelo, los últimos fulgores de la vida que nunca más, por los siglos de los siglos, volvería a repetirse”.
Con estas palabras termina Gabriel García Márquez su novela El general en su laberinto.
Y con ellas termina Santander en la Red este sencillo homenaje de recordación a Simón Bolívar, Libertador de Colombia e hijo preclaro de América.
ILUSTRACIONES: (1) La sed del guerrero. Antonio Frío.
(2) Quinta de San Pedro Alejandrino. Santa Marta.
(3) Muerte de Simón Bolívar. Antonio Herrera Toro. 1889.
(4) Cama de Bolívar en San Pedro Alejandrino.