El “boticario” del pueblo —que era como decir el “médico” del pueblo, que era como decir el “brujo” del pueblo— fue siempre, como es fácil suponerlo, personaje principal en la Piedecuesta de antaño, esa Piedecuesta que Vicente Arenas Mantilla se encarga de describir a través, repito, de sus hombres y mujeres principales, de los seres anónimos que terminaron adquiriendo fama gracias a sus personalidades exóticas, de los lugares, situaciones y hechos que marcaron, por una u otra razón, un segmento de su devenir histórico.
Antiguamente, el “boticario”, “médico” y “brujo” se erguía como la figura central alrededor de la cual giraba la vida cotidiana de los habitantes de villas y villorrios colombianos, pero su posición sobresaliente la adquiría, como era obvio, de manera empírica, a veces asombrosamente empírica para el observador de hoy, que, si no es capaz de ubicarse en aquel remoto contexto histórico, social y cultural, y se empeña en medir a la sociedad de entonces con el mismo rasero con que mide a la actual, no podrá comprender el porqué de aquella preeminencia alcanzada por personas que, sobra decirlo, no habían cursado ni por atisbo estudios de Medicina y, por lo general, tan solo heredaban tanto la rudimentaria y exótica “botica” tradicional del pueblo y su bagaje de extraños conocimientos como también la fama que se había diseminado en toda la comarca sobre su incuestionable sabiduría o sus poderes metafísicos, los heredaban, digo, de sus antepasados, unos antepasados prominentes que toda su existencia se habían dedicado a hacer lo mismo: curar las enfermedades a punta de una particular combinación de remedios inextricables, intervenciones empíricas y escalofriantes conjuros.
Fue mucho tiempo después que comenzaron a irrumpir dentro del escenario social la medicina académica y la farmacéutica científica, aunque, con todo y ellas, el preparador de fórmulas misteriosas y conocedor de las invocaciones ininteligibles que expulsaban los males prosiguió siendo buscado por la gente, culturalmente recelosa de que las nuevas concepciones en materia médica no funcionaran frente a sus dolencias de siempre, a las que ahora personajes llegados de la remota capital, con un cartón bajo el brazo, les venían a dar nuevos y rimbombantes nombres.
Aquí está, pues, el simpático romance que Vicente Arenas Mantilla escribió rememorando al “boticario”, “médico” y “brujo” a quien los piedecuestanos acudían en busca de cura para sus dolencias por allá en las postrimerías del siglo XIX y los albores del siglo XX, personaje este que si se salvó del olvido, fue gracias a la pluma amena, jocosa y aguda de su paisano cronista y poeta. Se llamaba Cándido Rodríguez, pero él mismo se hacía llamar “Mano Caño”. Ah, y no solo era “científico”: también era tendero.
¡Bienvenidos!
ILUSTRACIONES:
(1) Visita del médico (1658 – 1662). Jan Steen. Museo de Wellington.
(2) Vicente Arenas Mantilla. Crónicas y romances. Imprenta del Departamento. Bucaramanga. 1960. Solapa.
(3) Operación quirúrgica. 1690. David Teniers. Museo Nacional del Prado. Madrid.
(4) Piedecuesta. Fotografía antigua. Wikipedia. Subida por Campoelías.
ROMANCE DE MANO CAÑO
En la acera de la plaza,
arriba de las Tres Viejas,
en una oscura tenducha
donde se vendía panela,
canastos, leña, jabón,
aceite, carbón y velas,
tuvo Cándido Rodríguez
su gran botica de yerbas.
Cómo recuerdo su facha
y su indumentaria añeja;
su alto sombrero de copa
y su ruana, y su montera,
y hasta su voz temblorosa
con que le hablaba a las viejas,
y a los cotudos de Enciso
que a él acudían con frecuencia
a comprarle el Santo San,
que era la caraña en perlas.
Solo Cándido Rodríguez
sabía curar la sutera.
—Mal de ánimas, decía el viejo,
lo curo pero le cuesta;
y dando una vuelta se iba
y traía de la trastienda
una ollita en que tenía
lágrimas de comadreja
y cebo de lagartijo
con tuétanos de culebra.
Y al chinito lo acostaba
entre una profunda artesa,
y le untaba en el ombligo,
y en los pies y en la cabeza,
de ese menjurje que olía
a mantellina de suegra.
Con una vela encendida
daba vueltas por la tienda,
gurrunguiando unos conjuros
y haciendo miles de muecas,
que a cualquiera, yo les juro,
hubiera sacado en muenda.
Luego, apagando la vela
dejaba oscura la tienda;
y desde un rincón gritaba:
—Ánima, salí pa’juera,
salí del cuerpo inocente
que no ha pecado en la tierra;
te lo ordena Mano Caño
En nombre de Santa Tecla.
—Lo he curado, decía entonces
cogiéndose la chivera;
si quieren, yo le echo el agua
para que nunca más vuelva
esa ánima condenada
a chuparle la mollera.
A los sordos los curaba
escupiéndoles la oreja;
y hasta quitaba el carate
o lo pasaba a una pierna,
dándole al paciente gotas
de orines de navajuela.
Para el amor, no se diga,
tenía drogas tan perfectas,
como la del rabo de gato
conservado en miel de abejas,
o el corazón de guañuz
debajo de la cabecera.
Pero él siempre preguntaba
si era casada o soltera,
si era bajita o era alta,
si era gorda o flacuchenta;
pues según la maturranga
había que saber las señas.
Para dolores de muela,
tenía unas gotas violentas
de aguardiente con mapuro
que había que aplicar al viento,
con las narices tapadas
y ojalá en lugar desierto.
También para con los muertos
tenía un millón de secretos;
y hasta hacía hablar a los mudos
y enderezaba a los chuecos,
dándoles en chocolate
la pajarilla de un ciéntaro.
Contra la infidelidad,
vendía un talismán tremendo,
que al que lo llevara encima
no lo miraba ni un cerdo;
y cuentan muchas matronas
que usaron aquel invento,
que cuando ellas lo cargaban
salían los perros corriendo.
La culebra tatacoa
con la mistela de eneldo,
aplicada en la menguante
a los locos volvía cuerdos;
y la otoba en los sarnosos,
que hoy por todas partes vemos,
recetada por ñor Cándido
curaba hasta los orzuelos.
¡Oh Cándido!, Candidito,
médico de nuestro pueblo;
cómo recuerdo tu facha
y tu camisa de lienzo,
tu sombrero de alta copa
y tu ruana echada al pecho,
formulando agua de salvia
para los brotos internos.
Dios, que es justo, te habrá dado
una botica en el cielo,
para aliviar a las ánimas
de esos calambres tremendos
que les dan de cuando en cuando,
haga verano o invierno,
sean casadas o solteras,
vayan del campo o del pueblo.
Y si hay gratitud en la tierra,
a ti se te está debiendo,
si no es posible una estatua,
un bustico por lo menos,
que recuerde a todos esos
que tú aliviaste en mi pueblo,
que tu espíritu vigila
y que aún cura desde el cielo.