Una cosa son los HECHOS y otra cosa, diametralmente distinta, es la INTERPRETACIÓN que se haga de esos hechos.
Y una cosa son los HECHOS y otra, totalmente distinta, es la CALIFICACIÓN que se les dé a esos hechos y a sus protagonistas.
Y una cosa son los HECHOS y otra, también abismalmente distinta, es la UTILIZACIÓN que se les dé a esos hechos ya calificados y a sus también ya calificados protagonistas.
Este será el contexto que nos servirá como marco de referencia para responder a la pregunta de si realmente sucedió o no la así llamada Batalla del Pienta.
LA BATALLA DEL PIENTA Y EL NEGACIONISMO HISTÓRICO
La negación de los hechos históricos, esto es, la negación de que unos hechos con relevancia histórica de los cuales se ha hablado siempre hayan tenido ocurrencia en realidad, que es como decir la afirmación de que la ocurrencia de esos hechos fue producto de la imaginación, o lo que es lo mismo que esos hechos se los inventaron, se ha convertido en una tendencia actual.
Esa tendencia, desde luego, la alimentan en primerísimo lugar aquellos personajes de la actualidad a los que, por cualquier razón —generalmente razones de índole político— no les conviene que esos hechos hayan sucedido. Es decir, esos personajes optan por la negación de esos hechos porque resultan incómodos para su ideología, la tendencia política partidista o la expresión religiosa o de cualquier otro orden que ellos pregonan o defienden; son, en suma un verdadero estorbo para la defensa abierta de sus intereses, para la prédica de su discurso o para la imagen de quienes hoy comparten la ideología o la forma de pensar o de actuar de aquellos que en aquel momento lo hicieron.
Así, por ejemplo, una corriente revisionista niega el holocausto judío en la Alemania Nazi, otra niega las atrocidades del régimen estalinista, otra niega el genocidio indígena español en estas tierras y, en fin, otra niega también por aquí la masacre de las bananeras.
Los argumentos son disímiles, pero el aritmético suele ser el más usado. Así, quienes niegan el holocausto judío en Europa o el genocidio indígena en América arguyen que las cifras son totalmente exageradas.
Pero hay otros argumentos, ya no cuantitativos, sino cualitativos: una corriente revisionista niega que haya existido en estas tierras una conquista y afirma que lo que hubo fue apenas un encuentro de culturas.
También se cuestionan las fuentes de información, a veces reduciéndolas a una sola, a pesar de existir varias. Las voces actuales que niegan que en Ciénaga, departamento del Magdalena, haya habido realmente una masacre de trabajadores de las bananeras en el año 1928, por ejemplo, afirman que la supuesta matanza no fue más que una invención literaria de Gabriel García Márquez plasmada en su célebre novela “Cien años de soledad”.
La postura negacionista se apoya, pues, en el desconocimiento —a veces desafiante— de las fuentes y de la evidencia que ellas aportan, o en admitir la existencia de las fuentes, pero negarles su credibilidad, o en ignorar tan solo algunas, por supuesto que a conveniencia. En el caso de la masacre de las bananeras, y refiriéndonos únicamente al mundo literario, es claro que Gabriel García Márquez no fue el único escritor que se refirió a ella, ni su famosa novela fue la única obra que abordó aquellos hechos, pues Álvaro Cepeda Samudio, por ejemplo, también los abordó magistralmente, desde sus circunstancias antecedentes —describiendo de manera magistral y a través de un diálogo los momentos en que los militares se dirigen en tren desde Bogotá hacia la zona bananera— en su magnífica novela “La casa grande”. Pero, además, mucho antes de García Márquez y de Cepeda Samudio, y no en el escenario de la literatura, esto es, tan solo al año siguiente de los graves sucesos, o sea en 1929, se dio un histórico debate parlamentario en la Cámara de Representantes promovido, dicho sea de paso, por los congresistas liberales Gabriel Turbay, de Bucaramanga, y Jorge Eliécer Gaitán, en el cual tomó parte como brillante orador el congresista conservador José Camacho Carreño, también de Bucaramanga, fogoso debate en el que se leyeron declaraciones de testigos presenciales recogidos en la propia zona bananera por Gaitán.
LA BATALLA DEL PIENTA Y LAS DIVERGENCIAS EN LA INTERPRETACIÓN DE LOS HECHOS HISTÓRICOS Y EN LA CALIFICACIÓN DE LOS HECHOS Y DE LOS PERSONAJES DE LA HISTORIA
Pero a veces lo que se niega no es la ocurrencia de los hechos en sí —es decir, que acerca de la realidad material de estos no hay discusión—, sino el contexto fáctico en que sucedieron. O lo que se niega es que esos hechos (realmente ocurridos y realmente acaecidos en el contexto fáctico del cual se habla) correspondan a la interpretación que de ellos se ha hecho. O, en fin, lo que se niega es que sea válida o acertada la calificación que se les ha dado.
Todo ello dependerá, en buena parte, de la perspectiva desde la cual los hechos se analicen así como también de otros factores que, finalmente, determinan la posición personal del relator de ellos frente a los mismos. Esa diferencia de perspectiva definirá también el concepto que se dé respecto de sus protagonistas.
Así, lo que para algunos es una gesta patriótica, heroica y revolucionaria, probablemente para otros no sea más que la altanera y condenable resistencia de unos antisociales al respeto irrestricto que debe observarse siempre hacia el principio de autoridad. Mientras que para unos Simón Bolívar fue un inmenso héroe latinoamericano, para otros no fue sino un bandido egocéntrico que simplemente se propuso expulsar a los españoles porque quería ser él el soberano —y además vitalicio— de estos países (Entre otras cosas, algunos venezolanos despistados ignoran que entre los más acerbos críticos de Bolívar está Marx).
LA BATALLA DEL PIENTA Y LA UTILIZACIÓN POLÍTICA DE LOS HECHOS Y PERSONAJES HISTÓRICOS
Ahora bien; que se utilicen los hechos históricos y las figuras históricas para determinados fines, como los educativos, los atinentes a la milicia, los que tocan con el registro de la memoria histórica de los pueblos, etcétera, es inevitable. Así, por ejemplo, hay escuelas, colegios y universidades que llevan el nombre de determinado personaje de la historia; lo mismo acontece con batallones del ejército que, igualmente, fueron bautizados con alguno de esos nombres; y, en fin, hay entidades territoriales que, así mismo, los llevan.
Pero, de igual manera, la utilización de los personajes históricos y de los hechos que ellos protagonizaron, para fines políticos —o, peor aún, politiqueros— es algo que ha ocurrido desde siempre. Máxime, si se tiene en cuenta que detrás de esos fines políticos —o, más exactamente, politiqueros— vienen las ansiadas apropiaciones presupuestales y los consiguientes giros de gigantescas partidas.
Partidas presupuestales que se aprueban y dineros que se giran so pretexto de rendir “homenaje” a personajes históricos de cuyo pensamiento político por lo general aquellos que los aprueban, aquellos que los giran y, lo peor de todo, aquellos que los reciben, son ignorantes o, peor aún, conociéndolo, distan por completo.
Y, de otro lado, en un país tan corrupto como lo es Colombia, desde que se aprueban tales “homenajes”, el manejo de los enormes recursos presupuestales destinados a ellos se vaticina que no será precisamente limpio.
De suerte que las efemérides patrióticas únicamente terminan sirviendo para que se enriquezcan los mismos contratistas de siempre y para que los mismos funcionarios de siempre saquen pecho en las izadas de bandera, y para que en estos actos conmemorativos estén presentes los que menos deberían estar ahí, dándose pantalla en las tarimas de honor, imponiendo y recibiendo condecoraciones, muchas veces sin relación alguna con aquello que se está conmemorando, y dando declaraciones rimbombantes acerca de hechos y de personajes acerca de los cuales jamás se han preocupado por tan siquiera leerse un libro.
Retomando el caso de Bolívar —para acudir, a modo de ejemplo, a nuestro más emblemático símbolo—, ha sido este patriota uno de los personajes más utilizados, con los más diversos intereses, desde su utilización por parte de dirigentes políticos no siempre coincidentes con sus ideas (e incluso enemigos de ellas) hasta su utilización para darles nombre a cosas tan disímiles como la hoy devaluada moneda nacional de un país latinoamericano (donde, por cierto, se desgastó su imagen), un conglomerado universitario colombiano donde acaso se le cita en las ceremonias de graduación, un país latinoamericano que lleva su nombre desde su nacimiento y otro país latinoamericano que lo lleva desde hace dos convulsionadas décadas, un departamento del norte de Colombia que hoy por hoy es quizás el ejemplo más representativo de la corrupción oficial y del consiguiente abandono de sus pueblos pobres, una coordinadora guerrillera que se bautizó con su nombre y poco después se desintegró con más pena que gloria, una compañía de seguros que lleva su nombre y otorga un premio de periodismo también bautizado con su mismo nombre, al que —dicho sea de paso— no pueden aspirar los periodistas desempleados (quienes por esta razón tienen que ejercer su profesión en forma independiente), porque se exige que estén vinculados laboralmente a algún medio formalmente reconocido; o una empresa de transporte de pasajeros con cuyos vehículos ojalá no tengamos que encontrarnos jamás en una curva mientras viajamos dentro del país por carretera; sin que me quede claro qué tanto admiran al prócer, pongamos por caso, los raudos y poco risueños choferes de esta flota.
Desde luego, la utilización poco ética que se hace de los hechos históricos y de sus protagonistas, aunque condenable, no puede terminar convirtiéndose en pretexto para, entonces, optar por arrasar con la memoria histórica que, en todo caso, los hechos y sus protagonistas merecen.
OBJETIVIDAD Y SUBJETIVIDAD O DIFERENCIA DE PERSPECTIVAS EN EL ABORDAJE Y PRESENTACIÓN DE LOS HECHOS Y PERSONAJES HISTÓRICOS
Volviendo al punto de cómo se interpretan y califican de manera distinta los mismos hechos, y para no ir tan lejos, por estos días se produjeron unas multitudinarias marchas en diversos lugares de Colombia y en ellas participaron algunos artistas. Mientras que esa participación fue interpretada en algunos sectores —y así se lee en diversos escritos de prensa— como la toma de conciencia de importantes sectores del arte sobre los graves problemas que agobian a esta nación desventurada, en otros lo que se interpretó —y lo que se dijo— fue que se trataba de unos cuantos oportunistas. Ello, cuando no fue que se les insultó en las redes “sociales” y hasta se les amenazó de muerte desde ellas, sin que faltara quién llegara hasta el extremo de desconocerles su condición de artistas.
Y es que si bien los hechos son objetivos, no lo es tanto la aproximación que a ellos llevan a cabo quienes irán a dejar testimonio sobre esos hechos y, de paso, sobre los hombres y las mujeres que los protagonizaron, ya que tal aproximación dependerá de su personal perspectiva. Una perspectiva que, a su vez, dependerá de las simpatías o antipatías que se experimentan, de la ideología que se profesa, de las condiciones socioeconómicas en las que se vive, y de otra serie de factores que, con antelación, constituyen el entorno cognoscitivo y hasta afectivo de quien intenta esa aproximación.
Por ello, cuando se escribe la Historia, se corre el riesgo de que lo que se esté plasmando no sea la ocurrencia de los hechos, sino la manera personal como esos hechos fueron percibidos por quien escribe y que, incluso, se produzca el ocultamiento intencional de aspectos que hubiesen contribuido a la cabal comprensión de lo acaecido, pero que no se plasmaron porque perjudicaban al héroe o porque, al contrario, les daba la razón a sus admiradores, a los cuales el autor de la obra se hallaba lejos de pertenecer y por quienes, más bien, no era precisamente simpatía lo que experimentaba.
Para no ir tan lejos otra vez, no es sino escuchar hoy en día los debates parlamentarios o leer las columnas que se escriben en los periódicos o escuchar a los comentaristas de radio o de televisión acerca de hechos con connotación política y respecto de las actuaciones o posturas de reconocidos personajes de la vida política nacional (todo lo cual habrá de ser consultado en el futuro por quienes pretendan reconstruir la historia de estos tiempos): mientras los “istas” de determinado sector presentan a sus admirados como la mismísima encarnación del ser perfecto, los “anti-istas” los presentan como la mismísima encarnación del demonio.
Pues bien: dentro de semejante contexto, caracterizado siempre por una irreconciliable polarización, a aquel que procura ser objetivo, que se limita a exaltar de cualquiera de los bandos en contienda lo que resulta digno de exaltación y a cuestionar lo que resulta digno de cuestionamiento, de inmediato se le descalifica como un personaje tibio, como alguien que no fija posiciones y que, como tal, debe ser relegado al desprecio y al olvido. Por eso, al hombre de hoy —al igual que al hombre de ayer— se le obliga siempre a tomar partido.
La pluma del historiador, pues, determina en buena parte —para algunos, incluso, totalmente— la historia.
Pero a la pluma no solamente la mueve la mano de quien escribe; también la mueven gustos e intereses que bullen dentro del escritor. De ahí que no es lo mismo que la biografía de Martin Luther King la escriba un defensor de los derechos de las minorías étnicas o que la escriba un solapado simpatizante del Ku Klux Klan.
Empero, deben diferenciarse los “pre-juicios” (como este, el del racismo) del bagaje de conocimientos adquiridos y asimilados desde siempre por quien se aproxima a unos hechos acerca de los cuales va a dejar por escrito, para la posteridad, el registro de su memoria o de su análisis.
Tanto los prejuicios como el bagaje de conocimientos se reciben, en muy buena parte, dentro del proceso que la Antropología denomina “endoculturación”.
El eminente sociólogo Emilio Durkheim —en el sentir de algunos el padre de la Sociología— hablaba de las “prenociones”, también llamadas por algunos “preconcepciones” o “pre-conceptos” (DURKHEIM, Emilie. “Les regles de la méthode sociologique” (“Las reglas del método sociológico”). Traducción del francés al español: Ernestina de Champourcín. Fondo de Cultura Económica. México. 1a. edición en francés 1895. 1a. edición en español 1986. 2a. reimpresión 2001, p.p. 73 y s.s.).
Son estas “prenociones” las que verdaderamente constituyen el bagaje de conocimientos previos que el investigador social posee antes de abordar sus investigaciones.
Para el caso de la Sociología, Durkheim abogaba en su precitada obra por la imperiosa necesidad de que el sociólogo, antes de abordar su investigación científica respecto de algún hecho social —la moral, por ejemplo—, prescindiera de las prenociones que tenía hasta ese momento con relación a ese hecho social, pues tales prenociones las había adquirido por fuera de aquella ciencia.
“Es preciso pues —escribe Durkheim— que el sociólogo, en el momento en que determina el objeto de sus investigaciones, o bien en el curso de dichas demostraciones, se prohiba resueltamente el empleo de los conceptos formados fuera de la ciencia para satisfacer necesidades que no tienen nada de científicas. Tiene que liberarse de las falsas evidencias que dominan el espíritu del vulgo; que sacuda de una vez por todas el yugo de las categorías empíricas que una larga costumbre acaba a menudo por volver tiránicas. Por lo menos, si alguna vez la necesidad le obliga a acudir a ellas, que lo haga teniendo conciencia de su escaso valor, a fin de no hacerles desempeñar en la doctrina un papel del que no son dignas.
Lo que hace particularmente difícil esta liberación en la sociología es que el sentimiento reclama a menudo su parte. En efecto, nos apasionamos por nuestras creencias políticas o religiosas, por nuestras prácticas morales, mucho más que por las cosas del mundo físico; después, este carácter pasional se comunica a la manera en que concebimos y nos explicamos las primeras. Las ideas que nos hacemos nos dominan, lo mismo que sus objetos, y adquieren así tal autoridad que no soportan la contradicción. Toda opinión que las estorba es tratada como enemiga. ¿No está de acuerdo una proposición con la idea que nos hacemos del patriotismo, o de la dignidad individual? La rechazamos sean cuales fueren las pruebas en las que se funda. No podemos admitir que sea verdadera; se le opone una negativa categórica, y la pasión, para justificarse, no tiene dificultad en sugerir razones que nos parecen fácilmente decisivas. Estas nociones pueden tener incluso tanto prestigio que ni siquiera toleran el examen científico. El solo hecho de someterlas a un análisis frío y seco, así como a los fenómenos que expresan, repugna a ciertos espíritus. Quien se propone estudiar la moral desde fuera y como una realidad exterior, se antoja a estos escrupulosos como alguien carente de sentido moral, como el viviseccionista se presenta ante el vulgo como despojado de la sensibilidad común. Lejos de admitir que estos sentimientos competen a la ciencia, se cree que hay que dirigirse a ellos para elaborar la ciencia de las cosas con las cuales se relacionan. (…)
Los sentimientos que tienen como objeto las cosas sociales no poseen privilegios sobre los otros, porque no tienen un origen distinto. También ellos están formados históricamente; son un producto de la experiencia humana, pero de una experiencia confusa y desorganizada. No se deben a yo no sé qué anticipación trascendental de la realidad, sino al resultante de toda clase de impresiones y emociones acumuladas sin orden, al azar de las circunstancias, sin interpretación metódica. En vez de aportarnos claridades superiores a las claridades racionales, están hechos exclusivamente de estados de ánimo fuertes, es verdad, pero turbios. Concederles semejante preponderancia es prestar a las facultades inferiores de la inteligencia supremacía sobre las más elevadas, es condenarse a una logomaquia más o menos oratoria. Una ciencia elaborada en esta forma no puede satisfacer más que a los espíritus que prefieren pensar con su sensibilidad más que con su entendimiento, que prefieren las síntesis inmediatas y confusas de la sensación a los análisis pacientes y luminosos de la razón. El sentimiento es objeto de la ciencia, pero no el criterio de la verdad científica”. (ob. cit., p.p. 73 – 75).
No otra cosa sucede con la Historia. Quien va a escribir sobre la Insurrección de los Comuneros, difícilmente entrará a hacerlo sin que previamente se haya sentido atraído, gracias a sus sentimientos y a sus conocimientos previos, bien hacia la lucha idealista de José Antonio Galán y sus compañeros o bien hacia la manera como manejó el amotinamiento e impuso el principio de autoridad en Zipaquirá el obispo Antonio Caballero y Góngora. Y en cuanto a la relatividad de las perspectivas, basta con leer la terrible sentencia condenatoria proferida contra el líder comunero para corroborar que para España no era, precisamente, alguien que mereciera una estatua. Igualmente, basta con saber del posterior nombramiento del obispo como virrey para concluir qué pensaban sobre él las autoridades españolas.
Uno de los problemas que afectan la objetividad de los relatos históricos es el maniqueísmo.
En efecto, en el siglo III, un monje persa llamado Mani (o Manes) fundó la doctrina religiosa conocida como el maniqueísmo. De esta doctrina solamente quedó, aparte de la memoria histórica, la palabra “maniqueísmo” en el diccionario, para indicar con ella la tendencia a la división entre el “bien” y el “mal”, y, por consiguiente, entre “buenos” y “malos”, seguida de la presentación de los hechos guardándose de solo hablar bellezas del “bueno” y atrocidades del “malo”, así se tengan que ocultar facetas de personalidad o sucesos que tuvieron lugar, todo con tal de no enlodar la imagen de aquel o de limpiar de alguna manera la de este.
La carrera universitaria de Historia es relativamente reciente y si algo pretende es depurar la investigación de los hechos de esos problemas y procurar que la aproximación a ellos sea objetiva.
El historiador de hoy, entre otras características, no tiende a la adjetivación y, más bien, se limita al relato escueto de los hechos acaecidos y a extraer de ellos las conclusiones correspondientes.
Pero la Historia no empezó a escribirse a partir del nacimiento de las escuelas o facultades donde se puede estudiar esa carrera. Desde tiempos inmemoriales, desde Heródoto, Tucídides, Suetonio, Polibio, Josefo, o Tácito, la Historia ha estado en manos de historiadores sin formación en metodología científica, a los que ahora, cuando ya la profesión de historiador existe, se les llama —algunas veces con respeto, algunas otras con desprecio— empíricos o aficionados. Yo prefiero llamarlos historiadores clásicos, aun a riesgo de que se piense en aquellos que relatan lo acaecido en una determinada época del devenir del mundo. Llámense como se les llame, la narración que estos hacen de los acontecimientos acaecidos en tiempos idos va casi siempre condimentada con la adjetivación —elogiosa o peyorativa— de los protagonistas, cuando no es que se dedican a escribir una historia por encargo o porque solamente los mueve el deseo de exaltar a alguien por quien profesan admiración o afecto. Y, entonces, al igual que lo que sucede hoy en día con las marchas, los hechos del pasado son grandes gestas heroicas o no lo son según quien sea el que escribe acerca de ellos, y determinado personaje es un héroe glorioso o un villano detestable según quien esté redactando su biografía.
Con todo, cuando se relatan sucesos hay procederes que difícilmente pueden escapar a esa clásica tendencia hacia la adjetivación. Difícilmente se puede narrar la violación de niños por parte de hombres poderosamente armados, o el que estos hayan hecho tender a sus víctimas en el piso para enseguida dispararles con el fusil por la espalda, sin incluir vocablos como “cobarde” o “ruin”. Aun así, hoy en día —cuando se está escribiendo desde ya la historia de estos convulsos tiempos— hay quienes reservan esas adjetivaciones solamente para cuando los que han cometido semejantes atrocidades han sido los del bando aquel al cual detestan, pero, en cambio, no son tan severos, o definitivamente abandonan cualquier atisbo de severidad, y hasta más bien obran con asombrosa indulgencia, si sus autores son sujetos pertenecientes al bando de su manifiesta u ocultada simpatía. Y, en este caso, no faltan los que, incluso, re-victimizan a las víctimas por haberse expuesto imprudentemente al riesgo de ser violadas o asesinadas, culpando de lo acaecido a los padres por no haber ejercido el cuidado suficiente sobre su hijo violado o a los asesinados por haberse atrevido a ingresar a zonas de las que debían suponer que podrían ser “peligrosas”.
Lo que se afirma de los hechos, se ha de aseverar de sus protagonistas. La historiografía clásica tiende a la exaltación de los así llamados próceres, incluidos dentro de ellos, bajo el nombre de mártires, aquellos que murieron por la causa o en razón a ella. Gracias a esa concepción tradicional, se escriben sus biografías, se erigen en su honor estatuas, bustos, mausoleos y, en general, monumentos, se escriben en su memoria poesías y novelas, se pintan óleos y se esculpen esculturas para perpetuar su imagen —a veces una imagen totalmente inventada, ante la inexistencia de retratos o de datos que permitan una reconstrucción aproximada de sus caracteres físicos—, se filman películas basadas en sus vidas, se bautizan naciones, departamentos, estados, provincias, ciudades, parques, etcétera, con sus nombres, y se elevan algunos de ellos a la categoría de héroes nacionales. Ello, ignorando a propósito, muchas veces, la verdadera catadura del personaje o, cuando menos, pasando por encima de sus suficientemente averiguados defectos.
La tendencia moderna, en cambio, es otra diametralmente opuesta: la de la des-mitificación de los próceres.
Pero esa des-mitificación se viene dando en dos sentidos muy distintos: uno, dejando simplemente de exaltarlos en su imagen grandiosa y humanizándolos, esto es, presentándolos, más bien, en la sencillez de su condición humana, como acontece con la figura de Bolívar en “El general en su laberinto” de García Márquez o en los óleos y esculturas, también de Bolívar, que pinta y esculpe Antonio Frío. Pero el otro sentido es aquel en virtud del cual a lo que se procede es a subrayar tan solo sus equivocaciones, a reformular la exposición de las que fueron sus actuaciones en la guerra para presentarlos como malos militares o incluso como cobardes, a hurgar en sus escritos personales para descubrir en ellos las claves que permitan aseverar que realmente no eran tan dignos exponentes de la lucha como se ha hecho creer. Dentro de este segundo sector habría que incluir a quienes sin ser historiadores —ni universitarios, ni aficionados— se lanzan temerariamente a esparcir infamias deshonrosas con tan solo haber tenido acceso a una precaria información, obtenida casi siempre de fuentes manifiestamente parcializadas o notoriamente deficientes. Estos iconoclastas de pacotilla parecieran disfrutar morbosamente de que los llamados grandes hombres se vean reducidos a la peor condición posible y que las gestas por las que la memoria popular profesa algún respeto terminen desacreditadas por completo y, de ser posible, no produzcan sino risa y burla.
Más allá de este particular criterio revisionista, es natural, sin embargo, que las naciones y los pueblos quieran tener sus propios héroes y sentirse orgullosos de sus propias gestas.
Ahora bien; eso, en sí, no está mal. Sí lo está, en cambio, el que se creen próceres de mentiras o que, so pretexto de pregonar gestas, se tergiverse la historia. Lamentablemente, la vanidad pareciera ir de la mano de la Historia y “pasar a la historia” se convierte a veces en un propósito de vida. De hecho, otra vez para no ir tan lejos, mandar a hacer estatuas, e incluso mandárselas hacer, se ha convertido por estos días en poco menos que una peste, mostrando con ello que la modestia no es, precisamente, la virtud que abunda hoy por estos lares.
Más allá de las anteriores consideraciones, de todos modos, aunque la historia se escriba con la frialdad del relato objetivo moderno, no dejan de suscitarse visiones muy distintas respecto de un mismo personaje. Así, por ejemplo, bastante va de la forma como presenta ante sus lectores Indalecio Liévano Aguirre a Vicente Azuero Plata a como lo presenta ante los suyos Armando Martínez Garnica.
Liévano Aguirre, en efecto, lo presenta como un “abogado de la oligarquía criolla” que, mientras los patriotas libraban una tenaz resistencia en los llanos, él renegaba de la causa independentista y juraba fidelidad a España.
Y es que Liévano Aguirre rememora que en documentos oficiales españoles consta que Vicente Azuero aseveró que (copiamos textualmente) “nunca juró la independencia” y que, antes por el contrario, “se opuso con el mayor esfuerzo, valiéndose de cuantos argumentos se le ocurrieron a tal declaratoria de independencia, por lo que es visto que su opinión fue siempre contraria a ese intento”. (Diligencia judicial del 16 de octubre de 1816 y diligencia judicial del 13 de febrero de 1817). Y que en diligencia del 22 de agosto de 1817 manifestó lo siguiente: “(…) Ofrezco, protesto y juro ante Dios omnipotente y la presente real autoridad, ser obediente y fiel al rey mi señor y legítimo gobierno y si —lo que Dios no quiera— faltare a esta palabra y deber, consiento y quiero que se proceda contra mi persona y bienes con todo el rigor de las leyes“.
Recuerda, además, Liévano Aguirre que cuando, después de la Batalla de Boyacá y ya instalada la República, comenzó la repartija de las tierras por parte de las nuevas autoridades, “Políticos liberales como Diego Fernando Gómez y Vicente Azuero (…) fueron (…) promotores y directores de sociedades que obtuvieron concesiones de tierra para colonización”, narrando el contexto de intrigas y favoritismos que determinaron esas concesiones, mientras que, en cambio, a los propios patriotas que expusieron su pellejo en la guerra, a los verdaderos guerreros de la Independencia, se les llenó de bonos que, más tarde, tuvieron que vender para recibir tan solo el 10% de su valor. Y rememora, además, que Azuero y Gómez fueron artífices del librecambio, “que debía asestar un golpe de muerte a la manufactura y la artesanía popular de las regiones orientales, de las cuales eran nativos”. (Véase: “Grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia”. 4a edición, Intermedio Editores, Bogotá, 2018, Edición del Bicentenario. Tomo 1, p.p. 828 – 829. Tomo 2, p.p. 190, 191, 195 y 203).
Pero, más allá de Liévano Aguirre, adelante nos referiremos a la acusación que Vicente Azuero y Diego Fernando Gómez le hicieron al general Antonio Nariño para intentar evitar que este pudiera posesionarse como senador en el nuevo congreso nacional, acusación que Nariño enfrentó personalmente en un memorable discurso que forma parte de las grandes oraciones forenses colombianas. Poco después de haber asumido su defensa con aquel histórico discurso forense —ese mismo año— Nariño moría en Villa de Leyva, enfermo y deprimido.
Armando Martínez Garnica presenta, en cambio, a Vicente Azuero como “…el publicista liberal más destacado durante la experiencia colombiana”, “figura principal de los publicistas liberales”, “el principal publicista liberal neogranadino de los tiempos de Colombia”. (Véase: “La agenda liberal temprana en la Nueva Granada”. UIS. Bucaramanga. 2006, p.p. 96, 120 y 181).
Y algo similar sucede con Diego Fernando Gómez, personaje que tiene que ver en el análisis sobre la llamada Batalla del Pienta, pues fue quien, contrariando al patriota sobreviviente de aquellos hechos, Fernando Arias Nieto —por cuya pluma fue que vino a descubrirse recientemente la ocurrencia de los sucesos de Charalá a los que se les llama la Batalla del Pienta—, sacó en limpio la actuación del coronel Antonio Morales, el comandante de las tropas patriotas arrasadas por el ejército español en aquellos sucesos y en tal sentido rindió el informe que le pidieron rendir acerca de los mismos.
A este informe de Diego Fernando Gómez se refiere Armando Martínez Garnica con relación a las duras críticas que, como se verá adelante, el sobreviviente Arias formula contra Morales al no haber tomado las medidas militares preparatorias del combate contra las tropas del coronel Lucas González — que ya se aproximaban a Charalá—, por andar más bien en jolgorios con una prostituta.
De este Diego Fernando Gómez escribe Armando Martínez Garnica: “El doctor Gómez, del círculo más cercano del vicepresidente Santander, era (…) primo de José Acevedo y Gómez y esposo de la hija de este, doña Josefa Acevedo. Jurista reconocido, después de la Batalla de Boyacá fue nombrado gobernador político letrado de la provincia del Socorro” (Interpretaciones sobre los sucesos del 4 de agosto en Charalá. En: Revista Estudio. Academia de Historia de Santander. No. 346, p. 103).
Empero, Indalecio Liévano Aguirre escribe acerca de él lo siguiente: “El último de nuestros personajes es Don Diego Fernando Gómez, familiar no lejano —como el señor Azuero— de aquel Salvador Plata que entregó a José Antonio Galán a las autoridades virreinales. (..) Lo cierto del caso es que nuestro personaje fue detenido por su calidad de antiguo miembro del Congreso Federal y que poco después andaba libre y consagrado a sus habituales actividades mercantiles. Sus andanzas pueden seguirse en la biografía y panegírico que de él hizo doña Josefa Acevedo de Gómez, biografía cuyas palpables contradicciones dejan adivinar lo que realmente sucedió. (…) De este relato vale la pena destacar los silencios intencionales y las contradicciones. Cuando la autora dice, por ejemplo, que el señor Gómez fue indultado por los españoles, ha debido agregar que el indulto implicaba haber demostrado, ante los jueces, su lealtad al rey y prestar, como lo hizo Azuero, juramento de obediencia a las autoridades metropolitanas, requisitos sin cuyo cumplimiento jamás se le habría dejado en libertad y menos aún otorgado pasaporte para que viajara tranquilamente a Jamaica a comprar mercancías. Pero hay algo más. Cuando el señor Gómez inició su “pleito” ante las autoridades españolas para obtener la devolución de los efectos de comercio que le fueron secuestrados, hubo de dar, como era inevitable, nuevas pruebas de su fidelidad a la Corona, puesto que no parece verosímil suponer que podía aspirar al dicho desembargo sin acreditar previamente el carácter infundado de las sospechas que lo habían motivado. El propio relato de la señora Acevedo de Gómez permite establecer, por tanto, que durante los tiempos en que los patriotas luchaban desesperadamente en los llanos, el señor Diego Fernando Gómez (…) se dedicaba tranquilamente al comercio y a litigar ante las autoridades españolas por razones de índole mercantil. Ya veremos la extraña y sospechosa manera como en 1819 se permitió al señor Gómez dictaminar a voluntad, en gracia del más desenfadado favoritismo oficial, cuáles eran las mercancías suyas entre los valiosos cargamentos que se encontraron en el Depósito de Aduanas, después de que los patriotas, triunfantes en Boyacá, se apoderaran de Santa Fe”. (LIÉVANO AGUIRRE, Indalecio. Grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia. Tomo 1. 4a edición. Edición del Bicentenario. Bogotá, octubre de 2018, p. 829 – 830). “
Como se observa, los hechos y los personajes pueden ser los mismos, pero las perspectivas desde las cuales se les mira y las calificaciones acerca de ellos difieren de manera sustancial dentro de los historiadores.
Otra vez para no ir tan lejos, no todos los colombianos le habrían cambiado al Palacio de Justicia de Bucaramanga el nombre del mártir de la justicia colombiana Alfonso Reyes Echandía solo para nombrarlo con el de quien fue, junto al precitado Diego Fernando Gómez, uno de los dos acusadores de Antonio Nariño en el Senado, acusaciones que resultaron infundadas y que solo perseguían lograr que no lo dejaran tomar posesión de su curul. Acusaciones que se le formularon poco antes de que el patriota colombiano, enfermo y sumido en la amargura y el desencanto, se fuera a morir en Villa de Leyva ese mismo año. Por supuesto, a este prócer bogotano no era que lo admiraran y lo respetaran mucho sus dos acusadores, a quienes Nariño en su discurso de defensa, y luego de desvirtuar uno a uno los cargos formulados en su contra por ellos, llega a llamar “vampiros miserables” y les pide que “se avergüencen, si pueden”. (Ver: Oraciones Forenses Colombianas. Editorial Temis. Bogotá. 1971, p. 13).
¿REALMENTE SUCEDIÓ EL 4 DE AGOSTO DE 1819 LA BATALLA DEL PIENTA?
Para descender, pues, al asunto que nos ocupa, cuando se pretende abordar y definir si realmente sucedió o no la Batalla del Pienta y si verdaderamente es cierto o no que esa batalla —de haber sucedido— incidió, o al menos pudo incidir, en el triunfo patriota en Boyacá, lo primero que hay que preguntar es, también en primer lugar, si ocurrieron o no LOS HECHOS.
Porque si LOS HECHOS sí sucedieron, es decir, si se admite que LOS HECHOS del 4 de agosto de 1819 y días subsiguientes sí tuvieron ocurrencia en las riberas del río Pienta, en el sitio donde se levantaba el puente, y en el casco urbano del Charalá de entonces, esto es, que esos hechos de los que se habla no son una invención fantasmagórica de santandereanos que desean que su terruño figure en la Historia nacional a como dé lugar, así sea inventándose hechos que en la realidad no ocurrieron, entonces de lo que se trata es de definir si dichos hechos, indiscutiblemente reales, si dichos acontecimientos que sí tuvieron lugar allá en esa fecha y durante los días subsiguientes, pueden ser calificados o no como una “batalla”.
Posteriormente, definido si el 4 de agosto de 1819 y días subsiguientes hubo en realidad una batalla en el río Pienta y en el casco urbano de Charalá o no la hubo, debe abordarse y determinarse si la ocurrencia de esa “batalla” incidió o no incidió en que se produjera el triunfo militar patriota en el puente de Boyacá.
Ahora bien; para definir si LOS HECHOS —en el supuesto de que hubiesen ocurrido— pueden ser calificados o no como “batalla”, tendremos que partir de una base de carácter histórico: que de lo que se trataba era de que un país donde, en diversas latitudes, ya se había declarado la independencia (Mompox, 6 de agosto de 1810; Cartagena, 11 de noviembre de 1811) o donde, cuando menos, ya se había exteriorizado el propósito de tomar una decisión al respecto en su futura organización constitucional (Acta de la Federación, 27 de noviembre de 1811), que, en todo caso, tenía sus propios gobernantes —buenos o malos, pero en todo caso los tenía— y que, de todas maneras, claramente había manifestado que no quería dentro de él gobernantes provenientes de España (Socorro, 10 de julio de 1810), había sido sangrientamente invadido por el ejército español y por eso se estaba librando dentro de él una guerra de independencia (aunque yo me he referido a ella —aún a riesgo de incurrir en anacronismo, pues del derecho de los pueblos a su libre autodeterminación obviamente aún no se hablaba en aquel tiempo— como una guerra de liberación).
En suma, contra la invasión militar española se había levantado, también militarmente, la nación invadida y, consiguientemente, el país se hallaba en guerra.
Pero lo que se libraba en nuestro suelo no era, en la totalidad de su contexto, una guerra de las que podríamos llamar hoy “convencionales”, vale decir, una guerra regular, esto es, una de aquellas en las que siempre se enfrentaban en el campo de batalla dos ejércitos formalmente constituidos, con sus divisiones, batallones y compañías, en obedecimiento a unas tácticas y a unas estrategias de las cuales se informaban los militares de carrera en las “academias” o “escuelas” de entonces, guerras en las que siempre se empleaban armas tales como cañones, espadas, lanzas, fusiles con o sin bayoneta calada, etcétera, y en las que los bandos incluso se identificaban con uniformes, pabellones y abanderados, y hasta empleaban las cornetas para tocar a retirada.
Y no podía librarse esta guerra siempre así, vale decir, en todos los escenarios, porque para enfrentar al ejército español, los de aquí no contaban sino, de una parte, con un ejército que, dicho sea de paso, por momentos parecía de menesterosos —aunque, en todo caso, había sido organizado con sujeción a las reglas de los ejércitos regulares del mundo, esto es, que tenía sus divisiones, batallones y compañías, sus grados militares y sus banderas—, y, de otra parte, y como elementos de apoyo, con unas guerrillas que se habían formado en diversos sitios de la geografía nacional, entre ellas la que en un área geográfica de lo que hoy es el departamento de Santander comandaba Fernando Santos y sostenía su hermana Antonia, y a la que en Zapatoca pertenecía Evangelina Díaz.
En otras palabras, en territorios del actual Santander se libraba lo que se conoce en el lenguaje militar como una “guerra de guerrillas”.
Este contexto no debe perderse de vista, pues sería injusto exigir de una guerrilla —patriótica, sí, pero guerrilla al fin y al cabo— la misma organización, la misma logística, la misma presencia de campo y la misma capacidad militar que podía exhibir un ejército formalmente constituido, como lo era el español, cuando en un momento dado, por la dinámica de los acontecimientos, se viera abocada a tener que enfrentar al enemigo, esto es, a las tropas del ejército español, ya no en desarrollo de una emboscada, sino en un combate frente a frente, con la construcción de trincheras incluida.
Precisado lo anterior, repito, se ha abordar la incidencia que esos HECHOS tuvieron o pudieron tener en lo ocurrido en Boyacá el 7 de agosto subsiguiente.
No obstante, este otro aspecto también debe partir de una base: la de que no siempre unos hechos inciden en otros hechos futuros mediando la intención, la conexidad teleológica.
Esto significa que no siempre se tiene que dar una relación teleológica o finalista entre el primer episodio y el segundo, pues la incidencia también puede ser circunstancial. Si un abogado se dirige hacia una importante audiencia y su automóvil se le vara en el camino o queda atrapado en un monumental atasco, por lo cual llega a la audiencia cuando ya ha pasado la oportunidad que tenía de hacer uso de la palabra, y a raíz de ese retraso pierde el pleito, esa varada o ese atasco no están conectados a lo sucedido en la audiencia en sentido estrictamente teleológico o finalista, pero indudablemente su incidencia en lo acaecido dentro de ella y a la consiguiente pérdida del pleito es evidente.
Esta última consideración, la de que para que se afirme que un hecho posibilitó o facilitó la ocurrencia de otro no necesariamente tiene que mediar una relación teleológica, de finalidad o de intención, conduce al abordaje de lo que hoy se conoce como contrafactualismo.
El análisis contrafactual de la historia responde a la pregunta: ¿Qué hubiera sucedido si…?”.
Alrededor del contrafactualismo se ha dado siempre, como es de suponerse, un fuerte rechazo de un buen sector de los historiadores por considerarlo carente de seriedad, aparte de que cuando se ha acudido a él, por lo general los autores se han introducido en el universo literario, que es como decir en un terreno más propio de la ficción que de la historia.
Con todo, los historiadores Niall Fergusson, profesor de Historia Moderna en Oxford; Mark Almond, profesor de Historia Moderna en Oxford; Maichel Burleihg, catedrático investigador emérito de Historia de la Universidad de Gales; Jonathan Clark, catedrático emérito de Historia Británica de la Universidad de Kansas; Jonathan Haslam, profesor de Historia de la Universidad de Cambridge; Santos Juliá, catedrático de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) de Madrid; Diane Kunz, profesora de Historia de la Universidad de Yale; Andrew Roberts, investigador honorario del Condville and Caius College de Cambridge; y Juan Carlos Torre, investigador del Instituto Torcuato de Tella, de Buenos Aires, escribieron la obra HISTORIA VIRTUAL ¿Qué hubiera pasado si…?
(FERGUSSON, Niall (director), ALMOND, Mark y otros. HISTORIA VIRTUAL. ¿Qué hubiera pasado si…? Taurus. Alfaguara S.A. Madrid, España. 1997).
[CONTINUARÁ]