Bucaramanga en los años 60. La escuela Roso Cala. [Memorias]. (Capítulo II). Por Óscar Humberto Gómez Gómez

 

Si he de creerles a quienes me lo han dicho, tengo memoria asociativa. Por ello, para ubicar en el tiempo los hechos más significativos de mi anónima vida, tomo como referentes los verdaderamente importantes acaecidos en mi ciudad natal, en mi país de origen o en el mundo. Eso me permite precisar, cuando escribo este segmento de mis memorias, que, por ejemplo, el segundo año de primaria lo cursé en la escuela Roso Cala en 1963.

Y me es fácil ubicar el año exacto, porque lamentablemente ese inolvidable 1963 estuvo ligado en mi escuela, y en mi casa y en mi barrio —y, sobra decirlo, en mi país y en el mundo católico— a la angustia, a la incertidumbre y a las lágrimas.

Y era que yo cursaba aquel segundo de primaria —primero que adelantaba en una escuela, pues el primer año lo “cursé” en mi casa teniendo como maestra a mi mamá— cuando aconteció que, hacia finales de mayo y principios de junio, y a lo largo de varios días y de varias noches, comenzó a desarrollarse una secuencia de informes acerca de la misma noticia, y empecé, entonces, a notar —además de lo que era capaz de leer y comprender acercándome a observar los recortes y fotografías que no sé quién pegaba a diario en la cartelera escolar, y de lo que nos contaba la profesora Ligia cuando pasábamos a su clase de religión— a mi madre, y a mis tías, y a las señoras de la cuadra, y a las mamás de mis amigos y de los amigos de mis hermanos, y, en general, a todas las mujeres de mi barrio —doña Rosa de Mantilla, la mamá de Pacho; doña Lola de Suárez, la mamá de Chepe y de Luis; doña Margarita de Pinzón, la mamá de Gilberto y de Amparo; doña Empidia de Ferreira, la mamá de Carlos, de Cristina y del gordo “Yin”; doña Chela de Villamizar, la mamá de Alberto; doña Elizabeth de Reyes, la mamá de Fernando y de Álvaro, y un largo etcétera—, visitándose entre ellas mientras lloraban y oraban cada vez que los gigantescos radios de tubos, puestos a sonar a altos volúmenes, emitían boletines, tan breves como dramáticos, leídos todas las veces con voz grave y una perfecta dicción, siempre encabezados con estas mismas palabras: “Ciudad del Vaticano. ¡Urgente!”.

 

 

Habría de ser mucho más tarde que me enteraría en detalle de lo que sucedía durante aquellos días del año 1963 y que yo, en aquel entonces, tan solo percibía, desde mi precaria perspectiva de niño, como algo muy importante para los cristianos y preocupante, doloroso y triste para las personas que formaban mi entorno, pero que ya eran “grandes”.

 

Pues bien; lo que pasaba era que, en primer lugar, a diferencia de su antecesor en el papado —un personaje proveniente de un hogar aristocrático—, Ángelo Roncalli era hijo de una anónima pareja de humildes campesinos italianos y, también a diferencia de su antecesor, costear sus estudios en el seminario para poder llegar a ordenarse de cura, lo había tenido que hacer con enormes dificultades, lo cual era previsible que despertara la admiración entre las familias modestas.

Pero, también a diferencia de él, ya investido de la pregonada calidad de vicario de Cristo en la tierra, había decidido llevar a cabo un público acercamiento de la Iglesia Católica a los judíos, quienes durante años aciagos transcurridos bajo el largo papado anterior habían sido sistemáticamente exterminados por el poderoso Estado alemán nazi, con un odio racial y religioso convenientemente exacerbado bajo el seductor argumento de que ellos —los judíos— habían sido los artífices de la entrega de Jesús a los romanos y de su consiguiente juicio, que era lo que a nosotros nos decía todo el mundo. Un juicio sin defensa y sin imparcialidad del juez que, como era previsible y también nos lo enseñaban, había culminado con su condena a la pena de muerte por crucifixión. (Análisis aparte merecería —dicho sea de paso— el papel que realmente tuvo el papa predecesor frente a la perseguida población judía durante los años difíciles del régimen nazi, tema que, contrariamente a lo que se cree, no es tan sencillo como que dos más dos da cuatro). Bueno, de todos modos, lo cierto es que los judíos sí eran percibidos por nosotros, los niños de entonces, como “malos”. De hecho, en nuestras casas escuchábamos decir que “Lloviendo y haciendo sol son las gracias del Señor, y lloviendo y haciendo frío son las gracias del judío”, sin que, la verdad sea dicha, yo entendiera qué tenían que ver exactamente los judíos con las cuestiones del clima.

 

 

Pero no solo había encaminado Ángelo Roncalli los rumbos de la Iglesia hacia una fraternal aproximación con los judíos. También lo había hecho con los protestantes. Los protestantes —atomizados en múltiples “sectas”, como entonces se les llamaba con desdén— eran el sector de la cristiandad que un monje católico alemán de nombre Martín Lutero había creado en el lejano siglo XVI luego de irse lanza en ristre contra el papa y el alto clero de aquel entonces y de que sobreviniera sobre él la excomunión y su consiguiente expulsión definitiva del seno de la Iglesia a la cual pertenecía y fuera de la cual no había salvación, lo que equivalía a decir que lo habían condenado a irse para el infierno. Al igual que a los judíos, a los protestantes era evidente que tampoco los querían en ninguna parte. Los niños oíamos cantar por ahí una especie de himno que, según contaba mi mamá, el cura de San Laureano, cuando yo todavía no había nacido, cantaba desde el púlpito mientras era seguido en coro por la nutrida feligresía que asistía a misa. Ese canto decía así: “Protestantes embusteros, vuestra iglesia no es de Cristo; / es de Zwinglio y de Lutero, y de Calvino, otro ministro. // Hace más de veinte siglos Cristo su Iglesia fundó, / la herejía protestante no hace cinco que nació //. Una sola Iglesia hay de Cristo sobre la tierra, / solo a Pedro dijo Dios: de mi Iglesia eres la piedra //”. Aquella canción, que me parecía de estructura musical un tanto monótona, me la aprendí de memoria, sin que nadie nos hubiese explicado jamás quiénes carajos eran esos extraños personajes de los que allí se hablaba. De ellos solo vine a saber, como de tantas otras cosas, cuando más tarde comencé a prestar en la biblioteca del Instituto Técnico Superior Dámaso Zapata y en la después desaparecida Biblioteca Departamental, ubicada en la edificación donde funcionaba el Colegio del Pilar, lo que vine a saber que se llamaban enciclopedias.

 

 

No eran esos, sin embargo, los únicos acercamientos heterodoxos en los que habría de incurrir este papa de quien, por la edad a la que fue elegido —77 años—, todos pensaban que solo iba a ser un papa de mera transición, algo así como un papa para mientras tanto se elegía al que sí iría a ser el verdadero papa, y que, en consecuencia, pasaría por la historia de la Iglesia sin pena ni gloria. Y es que hubo una aproximación suya todavía más osada, una aproximación que así como despertó la admiración y el respeto de un amplísimo sector de la cristiandad, habría de desencadenar la cerril oposición de un sector tradicionalista del catolicismo: su aproximación, nada más ni nada menos, que al ateísmo sin tapujos de la comunista Unión Soviética y al hasta entonces remoto e ignoto mundo religioso de su desconocida y alejada Iglesia Ortodoxa, que todos se imaginaban, según lo que yo a todos les escuchaba decir, como unos viejos barbudos, extraños y siempre vestidos de negro, que vivían por allá lejos, muy lejos, donde, según entendía yo, quedaba ubicado el fin del mundo.

 

 

Para colmo de controversia, el papa extrañamente había escogido como nombre el de Juan XXIII, que era, ni más ni menos, que el mismo nombre de un anti-papa, y para abundancia de males un anti-papa de pésima reputación y, consiguientemente, de no precisamente grata recordación dentro de las familias católicas. Decir “anti-papa” era como decir “cisma”, palabra que no parecía servir para indicar nada bueno, sino todo lo contrario, el camino directo hacia la condenación eterna. De hecho, cuando a alguien se le quería endilgar que era problemático, conflictivo, indisciplinado, indócil, desobediente, altanero, y un largo etcétera no exactamente de cualidades ni virtudes, se le decía que era un “cismático”, con lo cual se le rechazaba por indeseable.

 

 

Según lo que aseguraban los adultos a quienes yo oía pontificar en la tienda de doña Empidia mientras, sentados alrededor de una mesa ocupada por botellas de cerveza “Chivo Clausen”, fumaban cigarrillos “Virginia”, apenas llevaba el breve lapso de dos meses de haberse instalado en el llamado Trono de San Pedro (apóstol de quien, la verdad sea dicha, en lo personal nunca conocí, por más que hurgué en las páginas del libro de Historia Sagrada, que tuviera trono alguno) cuando este nuevo pontífice romano —un hombre al cual las fotografías de los periódicos y las imágenes del televisor mostraban como un señor bastante mayor que mi mamá y que la mayor de mis tías, gordo, sonriente, sencillo, amable, simpático y bonachón, y que, además, claramente se veía que, según decían los clientes cerveceros de la tienda, quería marcar una diferencia con lo que hasta ese momento había dentro de la Iglesia Católica en materia de rituales, ceremonias y vestuarios— estaba anunciando que se convocaría a un nuevo y controversial certamen religioso que se llevaría a cabo en la Ciudad del Vaticano: estaba hablando de lo que habría de conocerse como el Concilio Ecuménico Vaticano II.

El tiempo había pasado y el 11 de octubre de 1962 —al otro día se celebraría el Descubrimiento de América por parte de un señor muy importante llamado Cristóbal Colón, que había salido montado en unas “calaveras” desde un puerto llamado “Palos de moler”—, el papa estaba instalando y haciendo realidad eso que después iría a saber yo que era un magno certamen religioso y dándole el consiguiente inicio solemne a las importantes deliberaciones en la Ciudad del Vaticano, ciudad que, no lo he dicho, pero es el momento de decirlo, todos nosotros, los niños —y estoy seguro de que también los adultos— pensábamos que era exactamente la misma ciudad de Roma. De hecho, uno escuchaba decir, y uno mismo decía, que el papa vivía en Roma. Claro: cuando eso, ni yo, ni por lo visto mis vecinos sabíamos nada sobre el Tratado de Letrán, ni teníamos la más mínima idea de que existiera una cosa llamada Derecho Internacional Público.

El Concilio Ecuménico Vaticano II sería en pocas palabras, una gran reunión universal, en la que cabrían todas las tendencias religiosas, no solamente la Iglesia Católica —como en los concilios anteriores—, y en cuyas deliberaciones se podrían ventilar los profundos cambios internos que resultaban necesarios para adecuar la religión cristiana a los nuevos tiempos.

El gran concilio, cuya primera sesión había sido instalada y clausurada por el papa en aquel precitado año de 1962, proseguiría en el año en curso, o sea en 1963. De hecho, en este año se estaban adelantando las reuniones de trabajo preparatorias de la segunda sesión.

 

 

Pero antes debo contar —o rememorar, más bien— que en el mismo 1962 un terrible acontecimiento había conmocionado no solo mi casa, sino a toda Bucaramanga, y a Colombia, y al mundo.

Y es que una noche cualquiera de aquel imborrable 1962, las señoras del barrio empezaron a comentar, con angustia evidente, que esa misma noche era muy posible que se acabara el mundo.

Las asustadas señoras decían, en efecto, que se iba a desatar esa noche la Tercera Guerra Mundial, solo que esta vez el planeta sería acabado de un guamazo esa misma noche porque los rusos harían estallar una cosa horrible, algo espantoso de lo cual oí hablar por primera vez en mi vida aquella agitada noche de zozobra: harían explotar la bomba H, a la que también llamaban la bomba de Hidrógeno. En aquel entonces todavía no había tenido el gusto —o, para ser más exactos, el disgusto— de verme cara a cara con la Química (y no hablo precisamente de la lavandería que recogía la ropa para lavar en una camioneta de color amarillo y negro) y, por consiguiente, ignoraba lo que eran los elementos, los símbolos químicos, la tabla periódica y todos esos subterfugios que no pocas veces superaron mis sanas intenciones de imitar el noble modelo del santo Job. Por ello, solo mucho después vine a saber que “H” e “Hidrógeno” eran la misma cosa.

Muy pronto me vine a dar cuenta de que de la inminente guerra no hablaban solamente las señoras en mi casa y en el vecindario, sino que también lo estaban haciendo los señores.

“Pero, ¿por qué va a haber guerra?”, oía yo que preguntaba alguien en la tienda, tan pronto le daba un respiro el sorbo de la espumosa cerveza.

“Porque Estados Unidos no acepta que los barcos rusos lleguen a Cuba con los misiles”, contestaba alguno de sus contertulios después de apurar también su correspondiente sorbo. “Kennedy ha dicho que o se devuelven para Rusia o estalla la guerra”.

“¿Y Rusia qué dice?”, interrogaba otro sin soltar el vaso rebosante de espuma cervecera.

“Que no, que ellos no se devuelven, que llegan a Cuba porque llegan”, respondía otro, y entonces, antes de continuar con su interesante tertulia, todos a una —como en Fuenteovejuna— le pedían una nueva tanda de cervezas a doña Empidia, como si quisieran asegurarse de que el mortal estallido mundial los cogiera, si no confesados, al menos sí bien borrachos.

 

 

Mis indagaciones de periodista prematuro me permitieron concluir esa noche que lo que pasaba era que los rusos iban en unos enormes barcos hacia la isla de Cuba llevando a bordo unas armas muy grandes y poderosas llamadas misiles y que el presidente de los Estados Unidos, un tal John no sé qué Kennedy, había dicho que eso no lo iba a permitir y que, entonces, les había exigido a los rusos, que iban comandados por un tal Nikita “Cruchó”, que se tenían que regresar, pero que los rusos eran muy poderosos, igual de poderosos a los Estados Unidos, y habían dicho que ellos no se regresarían, y que un barbudo de nombre Fidel Castro, que era el que mandaba en Cuba, también había dicho que los rusos no tenían por qué devolverse. Yo percibía que a John no sé qué Kennedy lo quería todo el mundo y, en cambio, los únicos que querían a Nikita “Cruchó” y al barbudo Fidel Castro eran dos hermanos de apellido Carvajal que vivían y trabajaban en una marquetería llamada “Marquetería Suiza” y a quienes se les conocía con los nombres de “Suiza” y “Marquetalia”, sin que yo entendiera por qué se llamaban “Suiza” la marquetería y su dueño, el señor Carvajal, ni le hubiera escuchado jamás a nadie hablar una sola palabra sobre qué cosa era” Marquetalia”.

En la cuadra siguiente a aquella donde estaba ubicada mi casa, hacia el oeste (porque al este lo que quedaba era un tapón, es decir, que hasta ahí llegaba la calle, situación arquitectónica urbana que se mantiene hoy en día), quedaba la casa de doña María de Ordóñez y allí vivía como inquilino de ella —o, al menos, eso era lo que yo entendía—, un señor a quien llamaban “Cubanito”, por la razón obvia de que era oriundo de Cuba y de ese país había llegado a vivir a Bucaramanga. Él era, en esos momentos, el oráculo de Delfos al que acudían los vecinos del sector en busca de una opinión autorizada sobre lo que estaba pasando y las perspectivas que existían de que hubiese guerra. “Cubanito” debió ser un exiliado, porque yo oía decir que todo aquel que no estuviera de acuerdo con Fidel Castro, como se llamaba el gobernante de esa isla, y con los barbudos que lo seguían, tenía que irse huyendo de Cuba antes de que lo pasaran “al paredón”. La idea que teníamos, por ello, era la de que todo cubano que permaneciera en Cuba necesariamente estaba a favor de Fidel Castro y de los barbudos, y que, en cambio, todo cubano que viviera fuera de Cuba era porque estaba en contra de ellos. Ya no recuerdo muy bien la fisonomía de “Cubanito”; creo recordar que era un hombre delgado, más o menos alto y moreno, y tengo la casi certeza de que no usaba barba, pero sí bigote. Un día cualquiera escuché un alboroto en todo el sector y oí que las señoras decían “Alma bendita”, y fue, entonces, cuando supe que esa mañana, una mañana que rememoro como fría, lluviosa y triste, cuando el exiliado inquilino de doña María de Ordóñez caminaba hacia el trabajo, en algún lugar que todos ubicaban fuera de Bucaramanga, pisó una cuerda de alta tensión y se electrocutó. En todo caso, no recuerdo haber escuchado jamás cuál era el sentido de la opinión política de “Cubanito”, ni qué había dicho en su momento sobre el pronóstico de la tensa situación que esa noche se vivía con la proximidad inminente de la guerra.

 

 

Aquella noche, la oscura noche del terror general desatado en el mundo, y obviamente en mi casa y en mi barrio, por el inminente estallido de la Tercera Guerra Mundial —guerra que, repito, duraría solamente esa noche, porque esa misma noche el mundo se iba a acabar debido a que los rusos harían estallar la bomba H— me asaltó, de todas maneras, el sueño y, entonces, ya acostado en mi cama y completamente protegido por mi cobija —refugio más que seguro contra la bomba H— , empecé a oír las voces de zozobra cada vez más lejos, y cada vez más lejos seguí oyendo la señal sonora de los radios, y cada vez más y más lejos seguí sintiendo los temores por la muerte inminente que, según decían todos, nos esperaba como víctimas inocentes que seríamos en las próximas horas de la fugaz y espantosa guerra que probablemente se avecinaba. Cuando me desperté y volví a sentir las voces de las personas que en mi casa hablaban todavía acerca de la guerra, y las voces de los locutores en el radio que también se referían al mismo tema, aunque intercalando una que otra canción de moda, y el trino de los pájaros que, esa mañana se habían colado a nuestro patio principal, igual que se colaban todos los días, aunque con menos asiduidad y número que las palomas que lo hacían en el patio principal de la casa de al lado —la casa de una tía de mi mamá—, sonreí con la natural alegría que me producía el saber que no estaba muerto, ni que el mundo se había acabado. Me levanté y salí de la habitación. En el patio de los materos con uñas de danta me encontré con varias personas, pero fue hacia donde se encontraba mi mamá que me dirigí.

“¿Al fin, qué pasó, mamá?”, le pregunté.

“No, no hubo guerra, mijo, no hubo guerra. ¡Bendito sea Dios!”, me respondió. “El papa”, me precisó en seguida. “El papa evitó la guerra, mijo; el papa hizo que los rusos se devolvieran. Es que el poder de Dios es muy grande”.

 

 

Como ya lo dije antes, el Concilio Ecuménico Vaticano II había comenzado ese año 1962 y debía continuar en 1963, cuando yo ya estaba en la escuela. Sin embargo, en el mes de mayo de 1963 —mayo era un mes especial por ser el mes de la Virgen María y el mes de la madre, figura esta de la cual nos decían que María era el símbolo—, y cuando todo el mundo comentaba que al papa le habían otorgado un premio muy importante por lo que había hecho el año inmediatamente anterior, o sea por haber evitado aquella noche angustiosa que estallara la terrible Tercera Guerra Mundial —solo cuando yo ya era adulto, y porque se lo otorgaron al gran escritor argentino Jorge Luis Borges, supe que se trataba del premio Balzan, un premio tan prestigioso como el Nobel, pero solo dentro de la comunidad científica, artística, literaria e intelectual, y cuya cantidad en dinero se le asemeja—, la Ciudad del Vaticano se vio precisada a anunciar que, infortunadamente, al sumo pontífice se le había diagnosticado una enfermedad.

Se hablaba de una enfermedad nueva, muy grave y peligrosa, de un terrible mal físico que habría de interrumpir la materialización de sus ilusiones por ver la tierra entrelazada en un gran abrazo fraternal entre los hombres, tal y como lo había contemplado en sus sueños divinos el mártir fundador del cristianismo. Esa enfermedad se llamaba cáncer y su sola pronunciación iba acompañada de la acción simultánea de santiguarse, como empezamos a hacerlo en el patio de la escuela Roso Cala todos los días, antes de entrar a los salones de clase, para rezar por la salud del papa.

Eso, y muchas cosas más acerca del papa gravemente enfermo, empezarían a decir también las páginas de los tres periódicos que un hombre que todos los días pasaba frente a nuestra casa anunciaba, portando los ejemplares encima de su cabeza mientras los sostenía con una de sus manos. La frase que aquel pregonero gritaba era siempre la misma: “¡Vanguardia, Espectador y Tiempo, Vanguardiaaaa!”, aunque, de cuando en cuando, la complementaba diciendo que “la Vanguardia” —concretamente “la Vanguardia”— venía ese día “con el retrato de la víctima”. El grito agregado era, entonces, el siguiente: “¡Vanguardia con el retrato de la víctima, Vanguardiaaaa!”. En aquellos días, el voceador de prensa enfatizaba en que los periódicos del día traían las últimas novedades sobre la quebrantada salud del papa.

Los pormenores de las condiciones de salud del papa yo los iba conociendo, pues, no solo por los recortes de la cartelera escolar y los boletines del radio, sino porque solía leer furtivamente los títulos de la prensa en la casa de los Pinzón, en la de los Suárez, o en la de don Gratiniano, el dueño de la surtida tienda “La Veracruzana”, ubicada en la esquina suroriental de la calle 43 con carrera 13, quien, al igual que los Suárez y los Pinzón, nos permitía a los niños pasar al interior de su casa, sentarnos en la alfombra de la sala y ver, junto con él y su familia, la película del día en su televisor con imágenes en blanco y negro, de canal único por supuesto, instalado en ese sector de su espaciosa casa. Un aparato de patas que cuando él lo prendía había que esperar a que se calentara y que la imagen fuera apareciendo en la pantalla al cabo de algunos segundos.

 

 

Mi mamá —sobra decirlo con lo narrado en el anterior párrafo— no compraba ninguno de los diarios que el anunciador callejero ofrecía, ni compraba tampoco ninguno de los que no ofrecía, pero que yo sabía que existían, como “El Frente”, cuya existencia conocía porque a una señora del sector le decían así, pero, en cambio, sí me mandaba a prestar “la Vanguardia” a la casa “del señor Camargo”, una persona de la que yo oía decir que trabajaba en ese periódico y quien vivía, con su familia y una empleada, en una casa de puerta, contraportón, zaguán y baldosines de dos colores ubicada sobre el costado norte de la calle 43 con carrera 13, pasos arriba de la tienda de doña Celia.

Normalmente, la puerta de los Camargo permanecía abierta y el contraportón cerrado, por lo cual había que tocar y la persona que atendía, que era siempre la empleada, abría una pequeña ventanilla, a la que llamaban postigo; yo, entonces, le decía a ella que si a mi mamá le podían prestar “la Vanguardia” y, entonces, esa persona volvía a cerrar el postigo y al rato lo abría de nuevo para entregármela. Yo me regresaba a continuación hacia la casa con el diario, pasaba frente a la tienda de doña Celia, miraba los atractivos dulces que no podía comprar y los atractivos cuentos que no podía alquilar, y a los señores sentados que, en lugar de comer dulces y alquilar cuentos, bebían cerveza, y me dirigía hacia mi casa a llevar el periódico. Incluso, a esa misma familia, a la familia Camargo, yo mismo le llevaba en los diciembres, sobre una bandeja, el regalo de Navidad y la tarjeta navideña en la cual mi mamá le deseaba “Felices pascuas y un próspero Año Nuevo”, pero en esas ocasiones decembrinas, a diferencia de cuando iba a prestar “la Vanguardia”, me mandaban seguir, me hacían sentar en uno de los muebles de la sala y me traían, también en una bandeja, galletas y gaseosa, manjares frente a los cuales, sobra decir, yo jamás decía “No, gracias”. Tampoco me regresaba con la bandeja solitaria. Al contrario, la anfitriona, la esposa del señor Camargo, también le enviaba conmigo a mi mamá, en correspondencia, un regalo navideño y una tarjeta en la que, igualmente, le deseaba a ella y “Flia.”, las mismas “Felices pascuas” y el mismo “próspero Año Nuevo” que mi madre les había deseado.

 

 

En ese ir y venir entre mi casa y la casa del señor Camargo, todo marchó bien, hasta que un día en que, como siempre, fui a prestar “la Vanguardia” —préstamo que no había ido a hacer desde hacía algunos días—, sucedió que, al llegar, observé que no solo la puerta de entrada estaba abierta, sino que también lo estaba el contraportón, por lo cual desde el zaguán de entrada se veía el interior de la residencia, sin que, en cambio, se observara a persona alguna por ninguna parte. Yo me acerqué, entonces, al contraportón inusualmente abierto y toqué sobre la hoja de madera, pero esta vez, en lugar de ver venir a la persona que siempre se asomaba por el postigo, el que se vino hacia la puerta, y por supuesto hacia mí, a toda carrera y mientras ensordecía el ambiente con sus ladridos agudos y ruidosos, fue un perro pequeño y de color blanco al que jamás había visto ni oído, y quien, de inmediato y desoyendo mis “chites” —”chites” con los que pretendí pedirle el inmenso favor de que se devolviera—, se abalanzó sobre mi tobillo derecho y me mordió, casi al tiempo que la anfitriona —que no la mujer que siempre me abría y quien no se asomó ni siquiera con todo y ladridos—, hacía su aparición desde el fondo y le ordenaba imperiosamente al pequeño e inamistoso can que se fuera para adentro.

La señora de la casa, con gran amabilidad, llegó hasta mí y al ver que su perro me había lesionado el tobillo, me mandó seguir, me pidió que me sentara, trajo unas gasas y un pequeño frasco de algo que después habría de ser famoso en mi casa y que ese día supe que se llamaba “merthiolate” y ella misma me curó la pequeña herida que me había dejado con sus colmillos el escandaloso y nada simpático perrito, personaje indeseable este cuyos bochincheros ladridos tuve que soportar durante algunos minutos más hasta que finalmente se calló. O hasta que finalmente lo silenciaron “con la Vanguardia de ayer”, que fue exactamente lo que, en el fondo, deseé que le ocurriera, pecando si bien no de obra, sí de pensamiento. La empleada —que no era la misma que habitualmente me atendía— llegó, procedente de la tienda, con un pequeño canasto lleno de víveres, y la esposa del señor Camargo le recriminó el que hubiese salido dejando el contraportón abierto.

Después vine a saber que tanto la empleada que dejó el contraportón abierto como aquel maleducado y bochinchero animal eran personajes llegados a esa casa durante el lapso en que yo no había ido a prestar el periódico. Por fortuna, ni aquella ni este duraron mucho tiempo allí y, también por fortuna, la antigua muchacha que me largaba la “Vanguardia” a través del postigo regresó a su trabajo y todo retornó para mí a la normalidad de los mejores días. Alguien me dijo alguna vez que el perro no era de los Camargo, sino de la transitoria empleada que había reemplazado a la otra durante su ausencia, ausencia y reemplazo de cuyas causas jamás me enteré, ni me nació interés alguno en enterarme, como tampoco supe nunca, ni nunca lo indagué, el por qué habían aceptado a aquella negligente empleada con todo y su pequeña y salvaje bestia.

 

 

Nuestra casa era una de esas casas grandes, inmensas, con un patio inicial bordeado de materos sembrados con uñas de danta, otro patio pequeño frente a la cocina y un último patio al fondo, donde se hallaba ubicada, al lado derecho, la pila del lavadero. En la que sería la primera obra civil que yo habría de conocer en la vida, mi madre ordenó tumbar el viejo lavadero, una pila pequeña, angosta, oscura y de aspecto envejecido y taciturno, y la hizo reemplazar por una pila nueva, de color gris plateado, una pila inmensa y clara en la que, a diferencia de lo que ocurría con el viejo e insignificante lavadero anterior, el agua brotaba a raudales de una llave que brillaba como un sol, caía con impulso sobre la enorme pila formando innumerables burbujas y pasaba por debajo del fregadero, una placa de cemento nuevo, la anchurosa placa de cemento donde ahora se mojaba, se enjabonaba y se refregaba la ropa generando unas gigantescas espumas que, a los ojos gratamente asombrados de un niño, parecían reflejar los múltiples colores del entorno mientras los rayos del sol se desplomaban desde el cielo infinito, sin que se les atravesara obstáculo alguno, sobre la extensa superficie del patio y no solo secaba así las ropas tendidas en las cuerdas de alambre dulce, que bailaban al son que le impusieran los aires en movimiento, sino que, más allá de las limitaciones económicas en las que nos desenvolvíamos durante aquellos tiempos, nos hacían sentir a plenitud la acariciadora calidez de la vida y la fascinante sensación de ser libres.

Era allí, en el espacioso patio de ropas y junto al espacioso lavadero nuevo, donde nos reuníamos con Reynaldo, un humilde muchacho también alumno de la escuela, pero que estaba cursando el primero de primaria que yo no había cursado, a hacer las tareas de cada uno sentados en taburetes y contando con una pequeña mesa de madera fungiendo de escritorio. Al comienzo, Reynaldo las empezó a hacer acostado de bruces sobre el piso del patio, pero yo le pedí que se pasara a mi mesa, cosa que él hizo trayendo para tal efecto otro taburete. Reynaldo vivía en la casa siguiente a la nuestra, hacia el oeste, pues era hijo de la señora que allí hacía los oficios domésticos y que se llamaba Eudoxia. Era el único hijo de aquella empleada, una mujer de pequeña estatura y cuya patrona, como se decía entonces, era una tía de mi mamá a quien también nosotros llamábamos tía porque lo era, según nos lo explicaban, “en segundo grado”: la tía Tránsito. Reynaldo era mayor que yo y más alto, y tenía los ojos verdes y una sonrisa triste. Cualquier día, sin darle a nadie explicación alguna sobre el porqué, desertó de la escuela y, también sin que yo supiera la razón, se marchó junto con su mamá de la casa vecina, y jamás volví a saber de él. Las tareas escolares las seguí haciendo solo y solo me gustó hacerlas toda la vida.

 

 

Junio comenzaba cuando empezó también la agonía del papa. “Ciudad del Vaticano. Urgente”, alcanzaba a escuchar que decían con frecuencia en el radio. Lo oía perfectamente, sin esfuerzo auditivo alguno, pues la voz del locutor pasaba a sus anchas, con entera libertad, hasta este último patio —convertido en el refugio donde me gustaba encontrarme conmigo mismo y conversar conmigo, placeres que he disfrutado toda la vida—, a través de una puerta que daba acceso a él y siempre permanecía abierta. “Dicen que esta noche va a morir”, oía yo que decían refiriéndose al papa. Los ojos llorosos de las señoras y el rostro adusto de los señores me indicaba que las cosas en la Ciudad del Vaticano eran, en efecto, cada vez más difíciles.

Hasta que el día 3, que era lunes, corrió la noticia. Yo la escuché diseminarse por doquier, entre los sollozos de las señoras que iban y venían, que entraban a la cocina y salían de ella con unos pocillos de agua de toronjil. La escuché correr hacia arriba y hacia abajo, por el pasillo de la casa que iba desde su puerta de entrada hasta la cocina, y la escuché correr afuera, en los andenes, en el parque y en las tiendas de doña Empidia, de “Las Cucarachas” —unas viejecitas que, además de comestibles, vendían alpargatas y jabón de la tierra—, y de doña Celia, mientras las señoras mostraban su duelo luciendo vestidos negros y rebozos negros, rezando el rosario con sus camándulas en las manos y sus librillos de oraciones con las páginas separadas por una cinta roja. “Dale, Señor, el descanso eterno”, oía que decían. “Y brille para ella la luz perpetua”, escuchaba yo, sin que atinara a comprender qué cosa era “la luz perpetua”, ni por qué se hablaba de “ella” si quien acababa de morir era un hombre.

 

 

Muchos años después —como escribiría el maestro Gabriel García Márquez— habría de descubrir un bello poema que en honor a Juan XXIII había escrito un sensible y talentoso poeta santandereano, a quien alcancé a conocer cuando ya su vida declinaba: el maestro Pablo Zogoibi, pseudónimo de Sebastián Antolínez. Lo inserto a continuación para cerrar estos recuerdos y porque también siento que así, en el cenit de mi vida, me uno al homenaje que, más allá de coincidencias y diferencias, el mundo cristiano —y buena parte del no cristiano— le tributó en su momento, en aquel luctuoso junio de 1963, a este inmenso guía espiritual de todos los míos y a quien, en lo personal, siento que admiro, respeto y aprecio porque pienso, igual que él, que la única tabla de salvación que nos queda a los seres humanos es la de —sin renunciar a nuestros principios y a nuestras ideas— ser capaces de escuchar con respeto a los que piensan diferente a como pensamos nosotros y de no permitir que el nombre de Dios se utilice como mazo para golpear con él a nuestro prójimo, por equivocado que nos parezca que esté y por molestas que sean para nosotros sus equivocaciones, pues, como aquel ilustre desaparecido lo había dicho con sabiduría insuperable, “Hay que ser intolerantes con el error, pero bondadosos y comprensivos con el que yerra”:

 

“¡Domador de mundiales tempestades,

padre de terciopelos y de flores,

te bendicen los niños y las madres,

y te saludan fúlgidos los soles!

 

Has olvidado la palabra “nada”.

Es tu ideal el universo, el todo.

Más que Rolando, pudo tu mirada

matar la muerte de perfecto modo.

 

Piélagos de irisadas mariposas

vense volar de tus cabellos canos.

Te pueden perfumar todas las rosas

y juntarse por ti todas las manos.

 

Quién como tú que amando la pobreza

más rico fuiste que Aladino y Creso,

y el pan espiritual sobre tu mesa

diste a todos los hombres con un beso.

 

¿Qué guerrero ganó tantas batallas

como tú, sin espada y sin cañones?

¿Quién consteló su pecho de medallas

y fue más grande que los Napoleones?

 

Tú, genial, el pacífico, el sublime,

ante quien muda se postró la Tierra.

¡Tan sólo con un gesto soberano

domaste los dragones de la guerra!”.

 

(CONTINUARÁ)

 

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