Bucaramanga en los años 60. La escuela Roso Cala. [Memorias]. (Capítulo III). Por Óscar Humberto Gómez Gómez

 

Para la primera mitad de la década de los años 60, en mi imaginación infantil lo que llamaban San Andrés Islas era una tierra de ensoñación que mágicamente había brotado un día en la mitad de la inmensidad del mar llevando sobre su superficie cantidades multicolores de unas cosas muy bonitas que a muchos adultos, hombres y mujeres, atraían hacia nuestra casa, a bordo de sus automóviles. A esas cosas tanto ellos, luego de estacionar sus relucientes vehículos junto al andén del frente de nuestra vivienda, cerca del borde norte del parque, y acercarse a nuestro siempre abierto portón de entrada, como mi mamá, quien luego de saludarlos los invitaba con amabilidad a pasar, las llamaban “mercancías”.

Las tales “mercancías” eran, entre otras muchas cosas, cajas de exterior dorado y de terciopelo azul en su interior que al ser abiertas producían música y ponían en evidencia un luminoso espejo, telas de vivos colores y de figuras exóticas, coloretes rojos que hacían resaltar con su brillo los labios carnosos y la sonrisa fresca de las damas jóvenes, abanicos mágicos que casi todas las mujeres bellas abrían entre sus dedos con una elegancia especial que las hacía ver más hermosas aún de lo que eran, perfumes fantásticos que llenaban el aire de olores nunca percibidos antes en el entorno de nuestro hogar, y, en fin, muchas otras cosas maravillosas como, por ejemplo, unas preciosas sandalias doradas y plateadas que notoriamente hacían sobresalir a la vista de los señores la belleza de las piernas “torneadas”, palabra exacta con la que eran descritos los muslos de las mujeres más atractivas, de quienes incluso se decía que eran “reinas”, tal y como lo era la reina de nuestro barrio, Miryam Primera, o como lo era también la reina del barrio La Joya, Leonor Primera, quien finalmente, según oía decir en la tienda del gordo “Yin”, había sido elegida reina de toda Bucaramanga no porque fuera más bonita que nuestra reina, sino porque había recogido más plata en las rifas, los bailes y los bazares previos a la feria que se habían organizado en su sector, un sector a donde yo jamás había ido, ni tenía la más mínima idea sobre hacia qué lado quedaba ubicado, ni qué tan distante se encontraba de nuestro entorno, ni por qué lo llamaban con esa palabra.

En nuestra casa había, de esas “mercancías” traídas desde las lejanías del mar, cantidades que a mí me parecían enormes, pero de las cuales escuchaba decir que no lo eran tanto, porque a mi mamá se las traían “al por menor” mientras que, en cambio, a las personas de las que se decía que eran “acaudaladas” sí se las traían “al por mayor”. De mi mamá escuchaba comentar, además, que tan solo vendía “al detal” y que por eso no ganaba mucho dinero, sino poquito.

Pero un día cualquiera supuse que le habían llegado, por fin, mercancías “al por mayor”, no “al por menor”, como sucedía siempre, porque vi que extendieron en el patio de la entrada —aquel patio grande bordeado por unos materos enormes en los que había sembradas unas matas de hojas gigantescas a las que llamaban “uñas de danta”, el mismo patio donde yo veía en las fiestas de los diciembres que los hombres y las mujeres bailaban cumbias, sobre todo don Emiliano Romero, que era de Cartagena y las bailaba muy bonito,—, vi que extendieron en el patio, digo, bastantes abanicos multicolores con figuras de unas mujeres de facciones diferentes a las jóvenes del barrio y a quienes oí que llamaban “las japonesas”, y muchas “mercancías” asombrosas más, y dentro de esa gran cantidad de “mercancías” asombrosas vi una serie de lápices extraños, unos lápices pequeños que no eran de color amarillo como esos largos que usábamos en la escuela, aquellos con una punta negra en un extremo y un borrador rojizo en el otro, sino de otros dos colores distintos, unos de color azul y otros de color rojo, todos ellos brillantes, y muy bellos, y bastante atractivos a la vista. Supe, entonces, que aquellos realmente no eran lápices pequeños, como yo había creído al principio, sino “lapiceros”, y observé que sí, que en realidad no tenían borrador, ni les sobresalía una punta negra de manera permanente, como sucedía con nuestros lápices, sino que había que abrirlos por uno de sus extremos, exactamente por donde tenían una cosa llamada “broche”, y, entonces, en su extremo opuesto, como por arte de magia, aparecía una punta empapada en un líquido de color azul o de color rojo, según fuera el color del hermoso y fascinante estuche.

Pero, además, oí comentar que estos lapiceros no eran lapiceros “comunes”, sino lapiceros “perfumados”. Pronto vine a conocer la razón por la cual los llamaban así y era la de que, en efecto, comenzaban a oler a rico tan pronto las personas comenzaban a escribir con ellos sobre una hoja de papel blanco o cuando menos a trazar sobre ella rayas o garabatos. Y olían a delicioso tanto los que escribían en azul como los que lo hacían en rojo.

 

 

Después de que se retiraron mi mamá y todas las personas que con ella habían estado admirando aquellas cosas y elogiando esos lapiceros pequeños, preciosos y perfumados, algunas de las cuales se habían llevado varios de cada uno, mostrando con sus sonrisas una amplia satisfacción por haberlos comprado “para regalo”, recordé la escuela, y por supuesto a mis compañeros —como Humberto Piza, el niño que vivía en la última casa de Las Chorreras de Don Juan, donde todo el mundo comentaba que brotaban cascadas de agua de las rocas— y traje a mi memoria el detalle de que todos ellos solamente eran poseedores, al igual que yo, de un lápiz amarillo de punta negra en un extremo y borrador rojizo en el otro, el mismo lápiz que los de “corcheto” mojaban con la lengua para que les escribiera “reteñido” mientras que los de “adelantado” afilaban con el sacapuntas de pasta, “útil” que hacían girar en una mano mientras sostenían aquel otro “útil” con la otra, el mismo lápiz que poco a poco se nos iba volviendo cada vez más pequeñito, al punto de que algunos ya parecían escribir solamente con el último pedazo que les quedaba antes de su desaparición definitiva y otros parecían que estuviesen escribiendo con los meros dedos, el mismo lápiz triste y sin emociones con el que yo había escrito siempre, desde aquella fría mañana en que llegué a esa escuela llevado por varias personas, entre ellas mi mamá y la tía Tránsito, con el fin de “matricularme” y me pusieron a escribir algunas palabras para decidir, ahí mismo, si le valían a mi mamá su labor de un año como maestra sin título y sin escuela, si le valían aquel 1962 en el que me había enseñado a leer, a escribir y a hacer “las cuatro operaciones”, de las cuales en realidad solamente era hábil en dos, porque las otras las seguía viendo como algo que no me interesaba y que si había aprendido había sido solamente por hacerle caso a ella y evitar que me pegara un correazo por ser desobediente.

Entonces me imaginé en la escuela “haciendo fieros”, sí, “haciendo fieros” con uno de aquellos lapiceros pequeños, hermosos, perfumados y de estuche “nacarado” —esto último según les había oído decir a los adultos antes de que se fueran—, y fue así como en segundos, parado ahí mismo frente al patio, pasé de la imaginación a la decisión, y de la decisión a los hechos y, entonces, en un movimiento relámpago, cogí uno de los de color azul y otro de los de color rojo, el primero con el propósito de escribir sin reteñir, como escribían los de “adelantado”, y el segundo para escribir reteñido, como lo hacían los de “corcheto”, pero con la diferencia respecto de ambos grupos de que destinaría el azul para “los dictados” y el rojo para “los títulos”. Incluso, urdí el plan criminal complementario de escribir con el de tinta perfumada roja los signos “más”, que eran los de las sumas, y los signos “menos”, que eran los de las restas, mientras que, en cambio, los números de las sumas, o sea los “sumandos”, los escribiría con el de tinta perfumada azul, e igual haría con los números de las restas, o sea “los minuendos”, “los sustraendos” y “las diferencias”. En cuanto a las rayas debajo de las cuales había que escribir los resultados —también lo planeé—, las haría con el de color rojo.

Mejor dicho, podría en esos momentos no saber si en la escuela haría las sumas y las restas bien hechas y me calificarían con “5”, pero lo que sí tenía perfectamente claro era que las haría no solo muy bonitas y coloridas, sino además, y como si fuera poco, deliciosamente perfumadas.

 

 

A la escuela llegué ese día más temprano que de costumbre, pero a diferencia de los demás días que habían transcurrido hasta esa fecha, aquella mañana sentí que mi cuerpo me había crecido, que de buenas a primeras yo medía el doble de la estatura que tenía el día inmediatamente anterior, y que, fuera de eso, ya me era difícil caminar sobre el piso de la concentración, como normalmente lo hacía, porque ahora no lograba afirmar los pies, sino que iba andando ligeramente separado del suelo. Desde la altura de mi levitación —como habría de saber muchos años más tarde que se llamaba aquel sorprendente portento— veía a mis compañeros allá abajo, con sus mismos lápices amarillos, y a estos pobres lápices con sus mismas puntas mil veces babeadas por las bocas de los de “corcheto” y las mismas puntas mil veces afiladas con el sacapuntas por las manos de los de “adelantado”, y los mismos borradores tan rojizos como gastados de todos ellos, y, entonces, al comparar los viejos útiles de escribir de aquellos niños pobres con los nuevos que yo llevaba esa mañana, aquellos lapiceros pequeños, de estuche nacarado, de broche mágico y de exquisita tinta perfumada, supe por primera vez lo que significaba esa palabra que tanto les oía a los jóvenes del barrio, la palabra “chicaniar”. Sí, “chicaniar”, con “i”, no con “e”, como, por ejemplo, “chicaniaba” Pico cuando entraba a nuestra casa llevando de gancho desde el portón a su más reciente conquista, o como “chicaniaba” el gordo “Yin” clavando sus ojos con todo y sus gafas en las coloridas y luminosas imágenes del último cuento de “La ley del revólver”, o como “chicaniaba” Gabriel Reyes jactándose de ser el mejor arquero del barrio, mejor que “Bombardeo”, que siempre se botaba en plancha de manera tan espectacular como útil, porque tapaba el balón, por lo general tirándolo hacia un lado con la punta de los dedos de sus manos, y, por supuesto, mucho mejor que “Caraballo”, que siempre se botaba en plancha de manera tan espectacular como inútil, porque de todos modos le marcaban los goles; o como “chicaniaba” Marcos con su último peinado conquistador con el que yo no veía que conquistara a nadie, o como “chicaniaba” “Pelusa” ufanándose de cantar igualito a Leo Dan “La niña está triste, qué tiene la niña, qué puedo yo hacer para que sonría” y advirtiéndole a su escaso público, que con evidente desgano lo escuchaba sentado en una de las bancas del parque, que si en Colombia no lo apoyaban se pegaría un tiro y se iría para México.

 

 

Veía a mis compañeros, digo, con sus humildes lápices, casi todos ya próximos al desgaste final —al punto de que algunos de “corcheto” literalmente escribían con las babas— y sentía que desde ese día, a partir de esa fría mañana, yo sería en la escuela la atracción de todos, que todos me admirarían no tanto por la buena letra, ni por la habilidad para sumar o para restar tal y como me había enseñado mi mamá, sino por el hecho de que ahora escribiera, y que ahora sumara, y que ahora restara con aquellos dos lapiceros pequeños y mágicos que le habían traído a ella, esta vez sí en grandes cantidades, en cantidades tan grandes, que habían tenido que extendérselos en el patio de las uñas de danta, y por eso, por ser tantos, pero tantos, ella jamás notaría que yo me había traído para la escuela “Roso Cala” tan solo dos, uno de tinta de color azul, como yo veía que era el cielo, y otro de tinta de color rojo, como oía decir que era el infierno. Sí, el infierno, aquel lugar de fuego y calor eternos al que, entre otras cosas, iban después de morir los que violaban el séptimo mandamiento de la ley de Dios, el de “No hurtar”, mandamiento muy clarito que Dios le había dado, escrito en una tabla, a un señor de nombre “Moiséis”.

Así que después de que tocaron la campana, y de que recitamos en coro lo de “Esclarece la aurora el bello cielo // otro día de vida que nos dáis // gracias a Dios, creador del universo, // oh padre nuestro que en el cielo estáis”, y de que rezamos el padrenuestro y el avemaría, y de que la señorita Beatriz, la maestra a cargo de la oración matinal, dijo en voz alta aquello de “Sagrado corazón de Jesús” y nosotros le contestamos en coro y en voz todavía más alta aquello otro de “En vos confío”, y de que todos, ella y nosotros, cantamos —bueno, eso es apenas un decir— “De colores, de colores se visten los campos en la primavera”, y de que pasamos en fila al salón de clase, y de que nos sentamos haciendo todo menos silencio, y de que la profesora Ligia nos mandó a callar, y a cubrir, y a descubrir, y otra vez a cubrir, y otra vez descubrir, y ahí sí comenzó a escribir en el tablero negro mientras simultáneamente iba leyendo lo que escribía, y de que dio inicio a su dictado del día mientras se paseaba por entre las bancas, después de todo eso, digo, o más exactamente cuando ya la señorita Ligia había empezado a dictar y a repetir “el título”, yo saqué de entre mis útiles, no lápiz amarillo alguno, no borrador rojizo y carcomido alguno, no punta negra alguna babeada ni filosa —pues no me consideraba tan bueno como para creerme parte de los “adelantados”, pero tampoco me sentía tan malo como para sentir que pertenecía a los “corchetos”—, no saqué lápiz alguno, digo, sino aquellos dos lindos lapiceros pequeños, de estuche nacarado y puntas mojadas en tinta azul y en tinta roja que me había traído de la casa, y comencé a “chicaniar” con ellos escribiendo en mi cuaderno al tiempo que el sector de mi salón donde se encontraba ubicada mi banca principiaba a inundarse de un delicioso perfume que, por supuesto, no tardó en atraer la atención de mis compañeros y, segundos después, la de mi maestra.

 

 

No me di cuenta en qué momento la profesora se paró a mi lado y se quedó observando con qué estaba yo escribiendo, pero lo cierto fue que en un momento determinado comencé a ver de reojo que ahí mismo, ahí junto a mí, se encontraba el mismo vestido de florones estampados que apenas unos segundos antes yo hubiese jurado con los dedos en cruz que había visto sentado, vistiendo el cuerpo de la joven señorita Ligia, en la silla que le daba la espalda al tablero negro, la silla de quien era la directora de nuestro curso y nuestra profesora de todo.

Cuando alcé la mirada, me encontré con la de ella y fue entonces cuando casi de inmediato sobrevino la pregunta que me aterrizó en la realidad del pecado mortal aquella fría mañana de un día cualquiera del año 1963 en la esquina de la carrera 11 con la calle 42 de mi ciudad nativa:

“Permítame esos lapiceros, Gómez”, fue lo primero que me dijo. Yo, lógicamente, se los entregué tratando de esbozar una sonrisa.

Lo segundo lo dijo luego de haber rayado ella misma, primero con uno y luego con el otro, sobre la libreta que llevaba consigo y de habérselos acercado a la nariz: “Huelen muy rico y escriben muy bonito”. Yo sonreí.

Pero lo tercero lo dijo mirándome a los ojos y no me hizo ninguna gracia:

“¿De dónde los sacó?”

Y fue entonces cuando, sin el más leve asomo de sonrisa alguna, le di a mi profesora, a la señorita Ligia Góngora, a la joven directora del segundo año de primaria en la concentración Roso Cala, de Bucaramanga, aquella fría mañana de un día cualquiera del año 1963, la única respuesta que en ese momento me era posible darle:

“Mi mamá me los regaló, señorita”.

 

(CONTINUARÁ)

 

 

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