SALVADOR RODRÍGUEZ (Capítulo I) Por Óscar Humberto Gómez Gómez [Memorias]

 

En la plenitud de la década de los años 60, cuando Los Beatles desde el exterior y El Club del Clan dentro de Colombia marcaban la pauta en el gusto musical de los chicos go-gó y las chicas ye-yé, al barrio Sotomayor yo ingresaba a pie, proveniente del oeste de la pequeña Bucaramanga de entonces, caminando frente a la puerta de entrada de una lujosa casa-quinta. Recuerdo que se llamaba “Alejandría”.

Aquella hermosa y espaciosa residencia estaba ubicada en la esquina de la carrera 27 con la calle 45, justamente donde hoy en día se halla la puerta de entrada a la papelería y librería Panamericana.

Mi larga caminata la iniciaba desde los alrededores del parque Romero. Uno subía por la calle 45, enfrentaba el terraplén y el paso de los tres tubos —un puentecillo ubicado donde décadas más tarde aquella calle habría de entrelazarse con la avenida La Rosita y que, a diferencia de otras personas, yo prefería esquivar pasándolo por debajo, por la hondonada, para sentir así que, en lugar de guardar equilibrio mientras avanzaba, estaba más bien pisando la polvorienta pero segura tierra firme— y continuaba ascendiendo hasta desembocar en la carrera 27, por donde a la sazón transitaba una que otra camioneta Fargo, uno que otro jeep Nissan Patrol, uno que otro automóvil Studebaker o una que otra camioneta Chevrolet Apache.

 

 

Sotomayor era un sector privilegiado. Pero su privilegio no solo lo notaba aquel pequeño alumno de escuela, de pantalones cortos y zapatos de caucho “Croydon”, en la ostensible diferencia arquitectónica de sus casas con respecto a aquellas otras viviendas de tapia pisada y tejas de barro predominantes en el modesto sector donde vivía, o en la imagen del automóvil indefectiblemente estacionado en la calle, frente a la respectiva residencia y junto a la correspondiente acera, sino también, y sobre todo, en la altura imponente de sus árboles, en el verdor y el colorido de sus antejardines, de sus flores y de sus mariposas, y, por supuesto, en el mágico y sostenido ulular de las chicharras, los emblemáticos insectos que saludaban al visitante aferradas a los troncos y le avisaban, a la par con el tañer de las campanas, que ya la Semana Santa estaba cerca.

 

 

En efecto, en esa misma calle, la de la casa-quinta “Alejandría”, pasos más arriba y andando por la misma acera sur, se encontraba ubicado el templo. Era un templo gigantesco, de ladrillo rojizo a la vista y en su cúspide el Sagrado Corazón de Jesús, una estatua imponente de color blanco que, ante los ojos asombrados de aquel chiquillo caminante, parecía ser algo así como el eje gravitacional alrededor del cual giraba todo el barrio. Un barrio reconocido en toda la ciudad como aquel donde vivían “los ricos”. De hecho, en la esquina noroeste de su carrera 28 con la calle 44 se erguía —según oía decir— la mansión de Marcos Pico, quien, en la imaginación popular, se disputaba la primacía de ser el hombre más “acaudalado” —este era el vocablo que se empleaba entonces— de toda la ciudad junto a Saúl Díaz y Nepo Cartagena.

 

 

La primera vez que el niño del relato ingresó al interior de su colosal y rojiza iglesia, una mañana cualquiera de domingo, con el propósito de asistir a misa, lo primero que le llamó la atención no fue, sin embargo, la voz del cura, un jesuita de casulla y estola que insistía en los fundamentos de la doctrina evangélica hablándole a la nutrida feligresía con una mezcla un tanto confusa de español y de latín que retumbaba en las paredes y trataba de devolverse hacia el altar por entre las columnas que sostenían la monumental estructura haciendo por momentos ininteligible la prédica, ni el incienso que el monaguillo turiferario esparcía con los mismos vaivenes que él mismo habría de utilizar más tarde para llenar con aquel inconfundible olor el entorno inolvidable de otro altar, ni el desfile del monaguillo crucífero flanqueado a su izquierda y a su derecha por los acólitos ceroferarios, ni la altura y el grosor de sus columnas macizas, ni el elegante tapete de su nave central, ni el púlpito y su escalera de caracol, ni los severos confesionarios de madera que en segundos convertían, como por arte de magia, a pecadores en justos, ni las hermosas jóvenes de capul que convertían, también como por arte de magia, a justos en pecadores, sino la estampa del hombre elegantemente vestido que, desde su silla, entonaba cánticos religiosos mientras se acompañaba, con las manos y con los pies, de un instrumento enorme de teclas del cual alguien parado junto a él le dijo con un susurro que era un órgano, pero otro le aseveró más tarde, luego de santiguarse al lado de la pila de agua bendita, que dizque tenía el nombre, más melodioso y dulce, pero luego vendría a saber que menos acertado, de armonio.

 

 

En todo caso —aficionado a la música desde que tomaba tetero y cuando apenas acariciaba la mágica textura de sus primeros juguetes— se interesó en saber no solo el nombre preciso del instrumento, sino también el de aquel particular artista, el mismo que, ya en el cenit de su vida, habría de recordar como el primero que tuvo la oportunidad de ver y de escuchar en persona.

Entonces vino a saber que se trataba del maestro Salvador Rodríguez.

 

Ruitoque, Mesa de las Tempestades, Área Metropolitana de Bucaramanga, viernes 6 de noviembre de 2020.

 

(CONTINUARÁ)

 

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